Mujeres en conflictos. Christiane Félip Vidal

Mujeres en conflictos - Christiane Félip Vidal


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y por carecer de facilidades para el envío de despachos.

      Las escasas fotos donde aparece ella, las hacía el chofer de turno. La mayoría de ellos no sabía cómo funcionaba una cámara y Patricia les tenía que explicar qué hacer. Las fotos para los reportajes las tomaba Patricia. Luego, lo de siempre en esa época: buscar dónde revelar, seleccionar en el negativo únicamente las que han de salir en el reportaje, mandar al diario.

      Dos años más tarde, en Irak, le salió más fácil dada la experiencia anterior y, sobre todo, por disponer de un teléfono satelital que le permitía el acceso a internet y el envío inmediato de su material.

      Le dio también mayor seguridad el haber seguido un curso para corresponsales de guerra. Lo tenía, como siempre, muy planificado.

      La cobertura en Irak la había pedido ella y, mientras estaba todavía en Perú, sospechando que había grandes posibilidades que se disparara la guerra, postuló a una beca Reuters en Inglaterra para estar más cerca cuando estallara el conflicto. Aprendió sobre armas, autodefensa, primeros auxilios —para los que sus estudios de veterinaria le resultaron muy útiles…—, y sobre el manejo del estrés. El curso ponía énfasis en lo que ya había podido corroborar y poner en práctica en la primera cobertura: planificar para minimizar los riesgos, saber exactamente hacia dónde se está yendo y respetar en la medida de lo posible el plan de trabajo, detallándolo al máximo, sabiendo que siempre hay márgenes e imprevistos que pueden moverlo todo.

      Desde Inglaterra, armó su plan: llegar a Bagdad por Jordania, el país vecino. Cuando el momento le pareció oportuno, tomó un vuelo con parada en Turquía, y de ahí a Amman, en Jordania. Y de nuevo la misma mecánica: espera en la frontera entre Jordania e Irak hasta la caída del gobierno de Saddam Hussein. Veinticuatro horas después, tiempo necesario para que se defina una situación, según siempre había escuchado decir a los demás corresponsales, ingresó a Irak. Sola y sin visa.

      Para llegar a Bagdad tuvo que cruzar un desierto, una tierra de nadie. Lo hizo con un par de comerciantes a los que les pagó la gasolina, sin pensar en el peligro que corría. «Ahora no me volvería a subir —dice—. No era consciente del riesgo. Solo pensaba que tenía que cumplir con la corresponsalía».

      El hotel internacional de Bagdad donde estaban todos los periodistas estaba lleno. Y muy caro. Tuvo que buscar un lugar más modesto. Mejor para ella: al día siguiente bombardearon el hotel. ¿El destino una vez más habría decidido por ella?

      Lo más arriesgado era salir de la zona que controlaba el ejército americano porque imperaba un ambiente de hostilidad de parte de los iraquíes. Si bien eran conscientes de que se habían librado de Saddam Hussein gracias a la intervención americana, solo deseaban ahora su partida. Era notable la tensión y todos los civiles andaban armados. El caos era total. El saqueo había empezado: tiraban abajo las estatuas, entraban a los museos y vendían las piezas robadas. En una foto, Patricia posa junto a la cabeza rota de una estatua de Saddam Hussein que habían querido venderle. «Luego de los saqueos vendían cualquier cosa», dice.

      A veces ni siquiera tenía que ir en busca de historias: se le acercaban mujeres enseñándole fotos de sus hijos y preguntando por ellos. Eran historias de vidas truncas y se sentía impotente ante tanto drama.

      Su cobertura en Irak duró un mes. Con un presupuesto que se iba achicando como piel de zapa, dormía donde podía con tal de que hubiese una puerta que pudiera cerrarse porque no siempre conseguía encontrar hostales. Pasaba igual con la comida. Como dice, en esas circunstancias, se come cuando se puede y lo que se puede y lo que hay. Y si no hay, pues, no hay… pero siempre tenía agua y galletas. Dice riendo que desde entonces no quiere saber de galletas. Y, efectivamente, no se comerá la galletita que le dieron con el café… Pero aclara que las restricciones no le costaron nada porque viene de una familia peruana emergente que tuvo que pasar por muchas necesidades.

      ¿Y ahora?

      Es hora de hacer el balance sobre sus corresponsalías. Dispuesta por fin a tomar su café, Patricia pide que se lo vuelvan a calentar. Tiene que irse: al día siguiente tomará el avión para China donde vive desde hace 16 años.

      Inicialmente se fue al país asiático becada por la Universidad de Beijing para un trabajo de investigación cultural. Antes de que terminara el año, el gobierno chino abrió un canal de noticias dirigido a un público hispanohablante. El destino, de nuevo, jugó a su favor. Postuló y la aceptaron. Traducciones, interpretaciones, documentales en español: resucitó la mujer orquesta. Preparó luego un proyecto: abrir una corresponsalía para El Comercio. La apoyó como siempre su jefa de la sección Mundo, Virginia Rosas. En eso trabaja ahora.

      En 2004, hizo una exposición en la Embajada de Perú, titulada «Adiós a las armas. Memorias de una peruana en Afganistán e Irak». Por cierto: viene de Letras y le gusta Hemingway…

      ¿De veras adiós a las armas, Patricia?

      Y contesta que esto de las corresponsalías fue una etapa. Estaba bien por la edad y «un montón de factores» que no precisa.

      Dice que, si su editora le hubiera pedido cubrir una guerra en un país asiático porque está cerca, lo haría. Pero no está muy segura de que la cubriría de la misma forma porque ninguna guerra es igual. Por lo tanto, ninguna cobertura es igual. «Nosotros tampoco somos iguales después», afirma.

      Añade que es importante que haya otras voces, otras miradas y que, de esa manera, se vayan formando nuevas generaciones. Con un objetivo clave en la información: abrir los ojos de lectores y televidentes, sensibilizar a la gente, lanzar así un llamado a la razón e intentar devolverles a los conflictos un rostro humano.

      Dice no sentir nostalgia de sus corresponsalías porque no se puede tener nostalgia de un tiempo de guerra y de los dramas de quienes lo padecieron. No fueron «sus» momentos. Era la guerra, y la única función de un corresponsal de guerra es cubrirla. Lo que siente es mucha pena recordando lo duro de algunas coberturas y pensando en la cantidad de pérdidas humanas y vidas destruidas.

      En tanto que corresponsal de diario, lamenta que el acceso directo a la información haya creado una competencia tal que los periódicos peruanos redujeron drásticamente la información internacional. Según ella, en este mundo globalizado, los periódicos tendrían que optar por una mirada también globalizada y apuntar por una voz propia mediante los reportajes de corresponsales.

      Se hizo tarde y los mozos rondan por la sala mirando de reojo a aquellas dos únicas clientes que se quedaron más de hora y media conversando y no comieron nada. Patricia toma el último sorbo de café, sonríe y dice que lo lamenta, pero no puede quedarse más tiempo. Le falta hacer la maleta y su avión sale a la mañana siguiente.

      Se levanta, agarra su cartera, un abrazo y desaparece bajo la llovizna.

      En la mesa del bar, la taza de café está vacía. Solo queda como huella del regreso de Patricia al pasado, una galleta solitaria en un platito blanco.

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