Niño santo. Luis Maura

Niño santo - Luis Maura


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un traje de chaqueta azul marino. Llevaba un pequeño crucifijo de oro al cuello. Solíamos copiar en sus exámenes de Geografía y ella no se enteraba, o fingía que no lo hacía. Hasta yo, que era la moralidad hecha carne, sacaba el libro en mitad del examen para copiar las respuestas. Una vez nos confesó que se bañaba a oscuras para no verse desnuda, porque era pecado. De forma paradójica, debido a su mote familiar, la llamábamos «la guarrilla».

      —¿Por qué quieres ser santo? —Se inclinó sobre mi mesa al acabar la clase, mientras el resto de niños se dirigía de manera atropellada al patio.

      —No sé. Leí un libro sobre niños santos y, simplemente, lo supe.

      El libro en cuestión era un objeto nacarado con los bordes de las páginas dorados y un cierre metálico que hacía clic. Mi madre lo llevaba en sus diminutas manos el día de su comunión. Salía en todas las fotos con él, junto a un rosario larguísimo que casi le llegaba a los pies. Era precioso. Sin duda, poseía un gran valor sentimental para ella. Lo tenía guardado en el cajón de su tocador, rodeado de pañuelos de seda, broches con forma de libélula, jabones de colores y mis dientes de leche dentro de una cajita de metal.

      —Eso se llama vocación. No sabes lo contenta que me pone que me digas esto, Pedro. Siempre supe que eras especial —me dijo.

      Fue en ese preciso instante cuando la guarrilla me fichó para su Ejército de Salvación. Apuntó mentalmente mi nombre en una libreta imaginaria nacarada de bordes dorados.

      —¿Te interesaría echar una mano en misa? —preguntó, sonriente.

      A mis once años, y teniendo en cuenta que el momento más excitante de mi vida había sido mi Primera Comunión, estaba como loco por volver a la iglesia. Le dije que sí sin pestañear.

      —¡No! —gritó mi padre. Su voz grave se clavó en la pared como una alcayata gigante, haciendo retumbar el gotelé.

      —¿Por qué no? A él le hace ilusión… —abogó mi madre por mí con el ceño fruncido, mientras dejaba de golpe la cuchara encima de la mesa, salpicando de potaje la camiseta de mi hermano mayor.

      —¡Mama! —se quejó él.

      —Cállate, Lucas. Luego te la lavo.

      —He dicho que no y es que no. No quiero que vistan a mi hijo como un mono de feria. ¡Monaguillo! —dijo, con desprecio—. Ahí, puesto en medio, delante de todo el mundo, disfrazado con faldas. ¡Y trabajando gratis para el cura!

      —¡A Don Evaristo no lo metas en esto!

      —Qué obsesión tienes con Don Evaristo, con Dios y con la madre del cordero.

      Yo observaba de reojo en silencio, agazapado detrás del plato, mientras fingía contemplar una albóndiga demasiado grande para ser engullida de un solo bocado. La notaba en la garganta, cortándome la respiración, a pesar de que seguía en el plato, como una isla desierta, rodeada de un espeso líquido anaranjado.

      —¡No blasfemes, por favor! ¡Y menos delante de los niños!

      —Los niños ya son grandes para saber que todo eso son…

      Mi madre, a gran velocidad, alargó el brazo para taparle la boca a mi padre con una servilleta de tela. Nos miraba con una expresión aterrorizada, intentando leernos las caras para adivinar nuestros pensamientos. Mi padre la apartó de un manotazo. Parecía que los ojos se le iban a salir de las órbitas. Se levantó de la mesa sin decir ni pío y abandonó la habitación sin haber terminado su plato.

      —Venga, comeos el potaje, que se enfría —dijo mi madre, mientras recogía la servilleta del suelo y comenzaba a doblarla sobre su regazo, incapaz de levantar la mirada.

      Después, ya solo se oyó el crepitar de la leña ardiendo dentro de la estufa.

      Mi padre, Santiago García, no era creyente. Decía que todo eso del Cielo y el Infierno eran milongas y que los curas eran unos vagos que no querían trabajar. Era carpintero y tenía cicatrices en los brazos porque a veces, sin querer, se cortaba. Gajes del oficio. Tenía las manos grandes y fuertes. Era muy moreno, de piel y de pelo, y sus ojos eran tan marrones como la materia prima con la que trabajaba. Tenía ojos de madera.

      A sus treinta y tres años, y con dos hijos a su cargo, solo había salido del pueblo en una ocasión: cuando lo mandaron a Melilla a realizar el servicio militar. Al poco tiempo de volver, se casó con mi madre y no volvió a salir. No sé qué pudo pasar para que renegase del mundo de aquella manera. A veces me escondía en la buhardilla para revisar viejos álbumes y contemplar las fotos en blanco y negro de su estancia en Melilla. Yo no podía ubicar esa ciudad en el mapa, pero sabía que mi padre había vivido allí, ya que había infinidad de documentos gráficos que lo demostraban. Lo veía vestido con el uniforme, besando una bandera, tocando una corneta, sujetando un fusil, riendo con sus compañeros o metido en el agua hasta los muslos con un bañador muy ceñido, lo cual me sorprendía bastante, ya que mi padre no sabía nadar. Me parecía muy arriesgado meterse en el mar sin saber si se va a poder volver a salir. A veces soñaba que se ahogaba y se hundía en las profundidades.

      Yo heredé los ojos de mi madre, María Sánchez, y con ellos, tal vez, su forma de ver el mundo. Sus ojos eran verde mar. Sin embargo, paradojas de la vida, este nunca se había visto reflejado en su mirada. Ansiaba contemplar el océano, pero mi padre le había dicho que no era para tanto, que se quitara esa idea de la cabeza, que no tenían el dinero ni el tiempo suficientes para ir de vacaciones tan lejos. Y punto. Entonces ella, mustia, se sentaba bajo la ventana y se ponía a leer su Biblia. Murmuraba cosas que parecían plegarias, pero yo creo que a veces, en lugar de rezar, lo que hacía en realidad era criticar a mi padre por lo bajo, sin atreverse a levantar la voz.

      Mi madre tenía varias manías. Por ejemplo, cerraba todas las puertas con llave, incluidos los armarios de la cocina. Cada vez que nos iba a regañar por algo a mí o a Lucas, antes de hablar, se escondía de manera compulsiva un mechón de pelo detrás de la oreja con un rápido gesto de la mano. Estornudaba de manera muy aguda, siempre tres veces, y a nosotros nos hacía mucha gracia. Le gustaba tararear mientras cocinaba. Se inventaba coplas. A veces decía las cosas cantando. Tenía la voz dulce. Cuando leía, se llevaba el dedo índice a la boca y se mojaba la punta con saliva antes de pasar la página. Leía muy rápido porque siempre leía el mismo libro, las Sagradas Escrituras, y ya se lo sabía casi de memoria. Cuando bajaba a la cuadra para dar de comer al cerdo, le hablaba como si este la fuese a entender. Tenía largas conversaciones con él. Cuando iba al patio a buscar leña para la estufa, entraba en el pequeño cobertizo y se quedaba un buen rato allí dentro, llorando a escondidas. Encerrada bajo llave.

      Pese a la oposición de mi padre, al final me hice monaguillo. Nunca olvidaré el brillo en los ojos de mi madre cuando me vio con los ornamentos puestos. La túnica roja me quedaba como un guante, como si me la hubieran hecho a medida. La sobrepelliz de fina tela blanca que llevaba por encima, aunque demasiado amplia para mi gusto, era exactamente igual que la de Don Evaristo, lo cual me hacía parecer una pequeña copia suya, un sacerdote en miniatura.

      Don Evaristo tendría unos cincuenta años. Era regordete, estaba medio calvo y ya habían comenzado a salirle pelillos blancos de las orejas. Siempre estaba muy serio, pero de vez en cuando, sin venir a cuento, contaba chistes. Eran muy malos. Te los contaba y, luego, para más inri, te los explicaba. Tenía la nariz muy grande y, cuando se ponía las gafas de leer, parecía que llevaba unas gafas con una nariz pegada, de esas que solo puedes comprar en una tienda de disfraces. Dos pobladas cejas negras sobrevolaban sus ojos saltones y tenía una muela de oro. Cuando pensaba que estaba solo en la sacristía, cantaba arias en italiano. Yo me escondía detrás del biombo y, embelesado, le escuchaba entonar Nessun dorma.

      Los primeros días no me enteraba de la misa la media, pero poco a poco fui espabilando. Mi trabajo consistía en ayudar al cura en todo lo que necesitase antes, durante y después de la ceremonia. Le ayudaba a vestirse y a desvestirse, sacaba las obleas de sus envoltorios y las dejaba preparadas encima del altar, iba a la bodega a comprar el vino que más tarde echaba en las vinajeras doradas, limpiaba el polvo de las esculturas de vírgenes y santos, algo que me fascinaba, e incluso tocaba las campanas.


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