Niño santo. Luis Maura

Niño santo - Luis Maura


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sobre todo la bisutería de mamá y las figuritas de porcelana.

      Tenía fijación con el Niño Jesús que había en la alcoba de mis padres. Era casi tan grande como ella y bastante pesado, pero eso no impedía que Eva lo cogiera entre sus patas y lo cambiara de sitio. De la cómoda a la cama. De la cama al armario. Del armario al sillón. Mi madre se volvía loca buscándolo y perseguía al pájaro por todas partes para que este confesara.

      —¿Dónde está el Niño Jesús? —chillaba, fuera de sí.

      —¡Niño Jesús! —contestaba Eva, imitando casi a la perfección su tono agudo.

      Al final siempre lo encontraba y volvía a colocarlo en su tapete de croché encima del tocador.

      Una vez, mientras Eva transportaba la figura, se le escurrió de entre las garras y cayó al suelo, abriéndose la cabeza. Corrí encá la Fabi, la tienda de ultramarinos que estaba al final de la calle, y me hice con un pegamento extrafuerte para intentar salvar la situación.

      —¡¿Qué has hecho?! ¡¿Qué has hecho?! —repetía la urraca.

      Lo decía una y otra vez con el mismo tono dramático que yo había usado. La mandaba callar, por miedo a que mi madre descubriera el pastel, mientras echaba pegamento en el falso cráneo del Niño Dios.

      ¿Sería pecado romper una figura del Niño Jesús? De lo que no había duda era de que mentirle a mi madre estaba mal, aunque fuera para ocultar el delito de Eva, pero no quería que tomara represalias. Le tenía manía al pobre pájaro desde que había salido de aquella caja de cartón.

      Cuando descubrió las cicatrices en el rostro de la figura se llevó un disgusto, pero me agradeció que hubiera intentado repararla. Ahora, más que al hijo de Dios, el Niño Jesús se asemejaba a un pandillero de un barrio marginal. Parecía que iba a sacar una navaja del pañal en cualquier momento para robarte todo tu dinero.

      Ese episodio fue un duro golpe en la relación entre Eva y mi madre, pero la cosa se agravó cuando, nadie supo explicar muy bien por qué, la urraca empezó a insultarla.

      —¡Puta María! —decía, mirándola fijamente a los ojos.

      Yo me quedé boquiabierto, al igual que ella. Lucas no podía contener la risa al verla persiguiendo al pájaro por toda la casa.

      —¡La mato! —chillaba, escoba en mano, haciendo aspavientos.

      —¡Puta María! ¡Puta María! —era la respuesta del pájaro, mientras volaba de un lado a otro, esquivando los golpes del cepillo.

      Yo corría detrás de mi madre suplicando que la dejase en paz, preguntándome al mismo tiempo quién le habría enseñado aquello a mi mascota. Cuando se lo contamos a mi padre, se partió de risa.

      —Es solo un pájaro. ¡Tranquila, mujer!

      —¡De alguien lo habrá oído!

      —A lo mejor de la vecina, vete tú a saber —contestaba él, ufano.

      —¿Desde cuándo me llama puta la vecina? —Y luego se santiguaba porque había dicho una palabrota—. Un día me la voy a llevar al campo y la voy a echar a volar.

      —¿A la vecina? —Seguía divirtiéndose mi padre—. ¿Pero cómo vas a hacer eso? ¡Si es una criatura de Dios!

      —¡Una criatura del demonio! ¿A quién se le ocurre traer a una casa decente un bicho así, negro como la muerte? Es un pájaro de mal agüero. Nos va a traer mala suerte.

      Luego cogió la Biblia y se fue a su alcoba a rezar.

      Recuerdo que tenía sueños de lo más extraños cuando era pequeño. Tal vez fuera culpa de las películas que veía en aquel televisor de culo gordo, cuyos botones hacían clac cada vez que cambiaba de canal. Clac. Clac. Clac. Y paraba cuando veía una casa volando por los aires, girando de forma hipnótica, llevando a una niña con trenzas a una realidad paralela. Clac. Clac. Un perro gigante, mitad dragón, cabalgado por un niño. Clac. Un hombre en calzoncillos blancos, de pie frente a un espejo, besando de forma apasionada su propia imagen mientras una voz en off masculina le iba dando órdenes. Recuerdo el fundido en negro después de apagarla, asustado, sabiendo que eso que había visto era pecado, estaba mal y no debía volver a verlo. Sentirme extraño, convulso. Mirar el reloj del salón y ver lo tarde que era. Estar solo a oscuras en plena madrugada tras haberme quedado dormido en el sofá. El sonido del escay al despegarse de mi piel sudada. La leve luz anaranjada de los tizones que aún ardían dentro de la estufa. La certeza de que esa noche también iba a estar plagada de sueños.

      A veces soñaba que me salían pelos en la lengua, fuertes y duros, como las cuerdas de una raqueta. Me crecían de manera imparable y me impedían hablar. Me ahogaba. Trataba de arrancármelos, pero crecían otros, cada vez más rápido, y la única forma de acabar con el maleficio era despertar. Salir de mi alcoba de noche, asomarme a la barandilla que daba al patio, iluminado por una luna llena de color azul, poner mis dedos sobre el pasamanos y levitar escaleras abajo. Ese se repetía con asiduidad. Era fantasmagórico. Un sueño añil en el que mis pies no tocaban los escalones. Levitaba. Prácticamente volaba escaleras abajo. Mi cuerpo flotaba, semidesnudo, acompañado por el sonido de los grillos. Algo acechaba en el patio. Un animal salvaje, quizás. Notaba el miedo, presentía el ataque y entonces me despertaba.

      Mariposas negras. Una plaga de mariposas negras, rodeando un cuerpo de varón. El de mi padre, tal vez. Un señor de negro, cubierto de mariposas, mirándome a los ojos. Despertarme gritando, con la sensación de estar a punto de mearme encima. Sacar el orinal de debajo de la cama y descargar en él todo el contenido de mi vejiga, tratando de olvidar, de eliminar los malos augurios a través del pis.

      Le contaba a Don Evaristo todos mis sueños con la esperanza de que él me ayudase a interpretarlos.

      —Eso es que ves mucha tele —me decía, divertido, despeinándome con la mano.

      —Levito, padre. Como Santa Teresa.

      —No creas todo lo que dicen, Pedro.

      —¿Me está diciendo que Santa Teresa no levitaba?

      —¿Cómo voy a decir yo eso? —se defendía. Y los dos nos girábamos para contemplar la figura de la Santa, que disimulaba mirando al cielo con ojos vidriosos.

      —Levito como los santos, Don…

      —¡En sueños! —me interrumpía.

      —Pero la Señorita Mari Sierra dice que, si soy muy bueno, puedo llegar a ser santo.

      —La Señorita Mari Sierra tiene mucha fe. Demasiada.

      —¿Entonces no voy a ser un niño santo? —Mis ojos y los de Santa Teresa, enrojecidos, eran los mismos.

      —A lo mejor nuestro Señor tiene mejores planes para ti y no quiere que lo pases mal. Mira, Pedro, para ser santo hay que sufrir un martirio.

      Aquello me hizo pensar en mi día a día en el patio del colegio. Cada recreo sufría todo tipo de insultos, empujones y collejas. Sabía por lo que habían pasado todas aquellas esculturas a las que tenía que quitarles el polvo. Entendía la mirada del bello San Sebastián, saeteado hasta la muerte, la expresión de dolor de San Lorenzo, asado vivo, el terror de Santa Águeda, a la que le amputaron los pechos. Los entendía, compartía su suplicio, los sentía muy cerca, dentro de mí. Formábamos parte del mismo club secreto. ¿Por qué no morir por Dios? El mundo tampoco me estaba dando demasiadas razones para seguir en él.

      Entonces sucedió lo de mi tío Luis y el corazón me dio un vuelco. La vida me cogió por los hombros y me zarandeó hasta hacerme vomitar. De golpe, mis ideales cambiaron. Lo que más recuerdo es el olor de los churros al freírse y las luces de las atracciones infantiles de la feria. Mi padre, mi madre, Lucas y yo, sentados a una mesa de plástico cubierta por un mantel de papel. Una carpa rojiblanca, como la de un circo, sobre nuestras cabezas. Otras mesas con más comensales a nuestro alrededor, mojando churros y porras en vasitos de plástico llenos de chocolate hasta los bordes. Mi boca manchada de marrón. Lucas, devorando todo


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