Cuentos de Asia, Europa & América. Tessa Hadley
doctor Brasso se sentó a cierta distancia de Lidia.
—Tiene un aspecto estupendo, querida Lidia —dijo.
—He envejecido —dijo ella—. Pero me encuentro bien, no me puedo quejar. Por eso no le he llamado. Sí, es verdad, hace tiempo que no le llamo —dijo, algo avergonzada, como quien ha sido descubierta cometiendo una traición.
—Eso es muy buena señal —dijo él, en tono alegre—. Eso quiere decir que se encuentra mejor. Es una gran noticia para mí.
—Sigo con mis cosas, no crea, pero las sobrellevo, no me atrevo a decir que he mejorado, prefiero no decirlo... —sonrió y otra vez se sintió avergonzada, ¿estaba coqueteando con el doctor Brasso?
—¿Y Néstor, su hijo, qué tal está? —preguntó él.
—¿Se acuerda de él?, ¿de su nombre?
—Tengo buena memoria para los nombres. Pero no estaba seguro de haber acertado. Dudaba entre Néstor y Héctor... Lo que sí recuerdo es que a usted le preocupaba mucho —dijo Brasso—. Le causaba tanto o más dolor que sus propios dolores.
—Sí, es verdad —dijo Lidia—. Está muy bien, ha salido a flote, terminó la carrera, encontró trabajo. Al final, mi marido tenía razón. Pasó por una mala época, sólo fue eso. Se casó el año pasado. Su mujer es un encanto. Una chica muy lista, bióloga. Acaba de quedarse embarazada, así que pronto seré abuela.
—Una abuela muy joven —dijo Brasso—. Entonces, ¿todo va bien en su vida?
—Viajamos mucho —dijo Lidia—. Siempre que podemos. Tenemos un grupo de amigos, gente de nuestra edad, ya sabe. Lo pasamos bien.
—¡Cómo me alegro, Lidia! —dijo él.
Sin embargo, la frase, a Lidia, le sonó un poco falsa, un poco artificial. Incluso algo triste.
El doctor Brasso se levantó, le tendió la mano, se alejó.
¿Por qué toda la felicidad que había sentido momentos antes se había venido abajo?, se preguntó Lidia. Tenía la boca muy seca, le dolía tragar. Le costó un gran esfuerzo levantarse del banco, le pesaba terriblemente el cuerpo. Al salir del parque, sus ojos buscaron una cafetería. Necesitaba sentarse de nuevo.
Pasó por delante de las mesas de la terraza, entró en el bar, se sentó en un rincón. Pidió agua. Más tarde, una copa de vino blanco.
Miró a su alrededor. Hombres, en su mayoría. Una joven, sentada junto al mostrador, hablaba por el teléfono móvil. Bebía Coca-Cola.
No es que le hubiera dicho al doctor Brasso nada inconveniente, no era eso, era que no había encontrado el tono. Se había sentido sumamente desconcertada. Todo lo que había dicho no tenía ninguna consistencia, no era suyo. Ni verdad ni mentira, era algo ajeno.
Nada, todo eso no existía, se había evaporado.
Se miró las manos, gastadas por la vida. ¿Dónde estaría aquella mujer? Se la imaginó, vestida como siempre, peinada como siempre, andando lentamente por la calle sin mirar a nadie, sin edad, sin destino.
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