Los apartados. Fernando García Maroto
cara hubiese envejecido el doble que su cuerpo. Pocas cosas iba a echar de menos de ese sitio agobiante y asqueroso, nauseabundo en donde se había enfrentado a casi todo el mundo que había conocido.
—Hatajo de memos —escupió con asco al espejo, como si aquellas personas habitaran en la dimensión simétrica que ahora mismo ocupaba su propio reflejo y no en el pueblo al que había sido forzosamente destinado como castigo por sus pecados. Les culpaba de todo, a los otros; al igual que estos últimos le señalaban a él con rabia. Alimentaron durante meses, viéndola crecer sin inmutarse, una repulsión mutua.
La visión del revólver sobre la mesa del despacho le tranquilizó a medias.
Lo había limpiado con mimo, acunándolo, y cargado con precisión al comienzo de esa larga noche. Luego, tantas veces como paseos había dado en círculo por aquella estancia pretenciosa, lo había tomado en sus manos con dulzura y firmeza, demostrándole así su confianza. Su tacto habría notado la variación más insignificante de temperatura o peso en ese preciado objeto domesticado y obediente por el uso.
A su lado, obscena y sobada de tanto leída y releída, doblada en una perfecta trinidad, sobrevivía, a pesar de las ganas que le habían entrado de romperla en pedazos irregulares y anárquicos, la carta falsificada por don Rafael y firmada por el alcalde de Villa. Su cinismo descarado y su hipocresía manifiesta le habían dado ganas de vomitar. Sentía asco de todo y de todos; también de él mismo. Se veía incapaz de librarse de esa sensación. Además, su cuota de participación en la farsa de la existencia era amplia. Llevaba casi cuarenta años viviendo sin sentido, llenando los espacios vacíos con absurdos. Iba tirando hacia delante porque no tenía el valor suficiente para desertar del mundo, y, mientras tanto, arrastraba a los demás en su caída; pero no por rencor sino por pura indiferencia, ya que, a pesar de todo aquello que tenía, no se sentía unido a nadie ni a gusto con nada. También odiaba esa carta malintencionada por una ironía topográfica: quizá inconscientemente, aunque no es seguro, la había situado junto al arma, y el contraste entre ambos objetos agrandaba el sentido de cada cual y le añadía trascendencia a su elección.
Muy señores míos:
En vista del excelente trabajo y de la labor encomiable que el teniente Soto ha llevado a cabo en nuestra ciudad, los habitantes de Villa, y yo como alcalde en su nombre, solicitamos que el interfecto sea reincorporado con honores en su puesto anterior y propuesto para el ascenso a comisario que tenía pendiente en Capital.
Ofendido en una primera lectura ante tal sarta de mentiras en tan poco espacio, el teniente Soto tuvo el arrebato de dinamitar Villa entera, con todos nosotros dentro. Después de una segunda lectura, la indignación fue perdiendo fuelle por lo que tenía de fingida, ya que regresar a Capital, con su mujer, era precisamente lo que ese hombre deseaba: todo aquello que había urdido y hecho escondía el objetivo último de huir de esta aldea viciada. A partir de la tercera lectura y sucesivas, surgieron lentamente una insana y secreta veneración por sus adversarios, un convencimiento responsable de que aquella solución era la más satisfactoria para todas las partes y ese asco prolongado por sí mismo, ya que una vez más había elegido lo que le ofrecían, como en Capital, rechazando con cobardía cualquier enfrentamiento directo y apocalíptico.
A estas alturas, incluso le encontraba la gracia a esa epístola envenenada y su boca se torcía en una mueca de sonrisa al llegar a la palabra interfecto, por su posible significado oculto. Todavía no las tenía todas consigo.
De ahí el antagonismo de ambos objetos y el rechazo de uno de ellos en detrimento del otro. El revólver implicaba lucha y la misiva, aceptación. Lo más curioso era que Soto precisamente abominaba de lo que había elegido libremente: una muestra más de su inconformismo rebelde y su angustia existencial inherente y vocacional, destructiva. El odio por sí mismo y los demás solo era otro síntoma. Cargaría con todo eso durante su vida, tanto en los ascensos como en los descensos. Aquí residía el sentido de su tragedia y el origen de sus males.
La taza de café que estaba todavía tomándose descansaba en la mesa baja del salón, al lado de un cenicero repleto de filtros blancos aplastados y diminutos cilindros de ceniza porosa agrupados de tres en tres por cada cigarrillo.
—Una característica típicamente maniaca, esa obsesión enfermiza y compulsiva por el orden y el control de las cosas —comentaban sin inquietud, incluso con un punto de sorna, los que le veían fumar, al menos cuando había un cenicero cerca; sorprendidos y admirados ante ese pulso temible y la precisión matemática necesarias para ir descomponiendo cada cigarrillo en un amasijo impecable formado por tres bloques grises y un algodón retorcido. Siempre llevaba a cabo tal metamorfosis en silencio; y nunca nadie le preguntó nada: Soto resultó poco accesible para la mayoría de los habitantes de Villa.
Exceptuando esa mesita baja, el resto del escaso mobiliario aparecía cubierto con sábanas blancas, algunas tirando a sepia de puro viejas, y una cantidad incierta de cajas de cartón embaladas y numeradas escrupulosamente, llenas de libros y de los pocos objetos personales que el teniente trajo consigo, ocupaban el espacio libre. Se hacía difícil maniobrar por el salón. Así que el hombre fumaba y bebía café de pie; o bien se sentaba con cuidado, intentando no apoyar del todo su cuerpo entumecido, en alguna de las cajas.
A las seis en punto sonó el timbre.
Casi a trompicones, esquivando muebles tapados como si jugaran al escondite y regateando cajas selladas sin cadera, el teniente Soto fue a abrir la puerta de entrada no sin antes pasar por el despacho y armarse de seguridad con el revólver de seis balas. Su contacto frío, espeluznante, y el peso conocido le hicieron sonreír.
Abrió la puerta tal cual estaba; sin ceremonias, sin camisa, con la mano izquierda y con precaución, asomando ligeramente la cabeza por la estrecha rendija que dejó adrede y sujetando el revólver reglamentario con la derecha, a la altura del ombligo para que no se viera demasiado el trasto, ese armatoste al que había estado velando toda la pesada noche. Una silueta conocida y a media luz permanecía inmóvil al otro lado. Fue ese conocimiento lo que hizo que la puerta se abriera más, de par en par, dejando que el propietario de la silueta enmarcada pudiese pasar. A la silueta no le extrañó que le recibieran pistola en mano.
—Parece que no me esperaba. Ya sabía usted que iba a venir —comentó con voz lúgubre el otro hombre mientras entraba en el piso.
Antes de contestar, Soto quiso aclarar ciertas cosas.
—¿Cómo entró en el portal?
El otro sonrió: durante un segundo tuvo un secreto que el teniente no podía averiguar.
—Estaba abierto. Alguien lo dejó así.
Soto no insistió. No tenía sentido hacerlo porque en Villa la mentira y la conspiración eran el pan nuestro de cada día, la vida según la norma. Tenía que desconfiar para poder seguir tranquilo. Allí la paradoja había alcanzado la categoría de axioma y necesidad.
Ironizó el otro hombre por juego, por estirar un poco más esa pírrica victoria que no conducía a nada.
—No tiene porqué temer. No he visto a nadie merodeando por la calle. ¿O creyó quizá que vendría con don Rafael?
—Tampoco me habría extrañado. La lealtad tiene sus límites y sus condiciones; y en este lugar todos tienen la memoria muy corta para recordar. Podrían haber venido los dos. Incluso seis: tengo hasta ahí en un solo cargador —respondió con maldad el teniente Soto, envalentonado, mientras se enfundaba el revólver en el borde del pantalón, sujetándolo con el cinturón de piel.
A pesar de que esa había sido su intención, Soto agregó:
—No se ofenda, profesor.
Y no por hacerle caso, sino porque no estaba en su carácter, el profesor Vargas no se ofendió. Quizá también se había acostumbrado, durante esos meses que el teniente anduvo deambulando, merodeando por el pueblo y metiendo sus dedos salados en las peores llagas, a la maldad, a veces inocente, a veces purgante, siempre dolorosa, del jefe de policía; que pasaría a ser ex en dos horas escasas.
—No se