Los apartados. Fernando García Maroto
esa dirección virtual en el remite. Todas aquellas cartas, esa primera y las que siguieron en la lista, llegaron siempre puntualmente a su destino, a su destinataria, a la mujer del teniente, y en ellas poco contó este de sus andanzas. Quizá su intención al redactar epístolas tan escuetas fuese la de no preocupar demasiado a su esposa, aunque nunca pensó Soto que ella pudiera estarlo por él; o quizá no le quedaran muchas ganas al policía de poner por escrito, de revivir amargamente y sin solución, el absurdo de su día a día en el pueblo. Otros nos inclinamos a pensar, pensando mal para intentar acertar y así acercarnos a la verdad, que esos jeroglíficos con extensión de telegrama eran a propósito limitados y anodinos, intrascendentes por cautela, por la sospecha legítima de que alguien, todavía sin rostro para Soto en el momento en que escribía la primera misiva, pudiera leer las notas y sacar provecho de ellas.
Encorvado a medias sobre el mostrador, Soto apuntó en la cuartilla, junto a la frase falsamente cariñosa de despedida, una cantidad. Dudó entre varias y al final se decidió por aquella de cuatro cifras, bien redonda. Para cualquiera que viese ese guarismo descontextualizado situado en lugar tan extraño, el significado no estaría nunca claro. Pero sí para ellos dos, los implicados. De ese modo, las cantidades escritas en cada carta regresaban a él con cada respuesta materializadas como por arte de magia en billetes usados de curso legal. La exactitud era matemática; y si alguien, alguna vez, leyó sin permiso y a traición cualquiera de esas respuestas, carentes de sustancia al igual que los párrafos que las motivaban, entonces solo hizo eso, leer. Porque billetes nunca, jamás faltaron.
La encargada de correos, miope con avaricia, era incapaz de ver con claridad lo que Soto estaba escribiendo. Aun así, forzó su postura, se puso de puntillas tras el mostrador y proyectó el cuello hacia delante intentando crear un ángulo de visión suficiente para captar algo, cualquier cosa, por pequeña que esta fuera. No seguía instrucciones de nadie, todavía; era pura curiosidad y afán de protagonismo. Así sabría más que la vecina cuando cuchichearan en voz baja acerca de ese individuo con maleta y chaqueta, y que sudaba a raudales, que había surgido de la nada en medio de ese desierto al que algunos consideraban su hogar.
Remedando la imagen de un escolar aplicado que se sabe la lección del examen, Soto protegió su escritura con un brazo doblado noventa grados. Fueron unos minutos tensos, de un tira y afloja continuado que casi le hicieron perder los nervios al hombre.
—Si levanto la vista y sigue mirando, la contesto —se prometió Soto, que no veía a la mujer pero que sentía el bizquear de sus ojos por encima de su brazo—. Como me mire a la cara, la insulto. La ofendo como sea y le tapo la boca a esa arpía antes de que pueda hablar.
Pero no fue necesario: la otra apartó la mirada y volvió a su posición natural en cuanto notó el movimiento final del bolígrafo, exagerado, como si el hombre hubiese querido advertirla, antes de que la cosa pasara a mayores, de que se metiera en sus asuntos y no hurgara donde no debía. Después selló la carta, recibió las monedas por su labor de burócrata y entregó al hombre del apartado de correos su resguardo de envío urgente y certificado. Si alguien le preguntase por él, diría la verdad: que no le había gustado. Que no era de fiar. Que parecía violento y amargado. Que tenía el odio reflejado y ganas de expulsarlo.
Tras ese primer conato de enfrentamiento, ese amago de encontronazo, hubo un segundo; presagio de los sucesivos. Y de nuevo con otra mujer, algo mayor pero igual de miope que la anterior, con la cara arrugada transformada en una enorme gafa que deformaba sus ojos empequeñeciéndolos al máximo, hasta alcanzar un tamaño ridículo y sospechoso. Por esa razón únicamente pudo intuir Soto, porque verlo habría sido imposible, cómo la mujer abría los ojos de estupor y sorpresa cuando el hombre sacó ante sus narices un fajo abultado de billetes y le entregó a cuenta la cantidad correspondiente a un mes de fianza y dos de alquiler por el piso que esta ofrecía a través del reclamo de un cartel prefabricado anunciando la oferta en la ventana. Aceptó la mujer sin rechistar; pero solo después de ver el dinero, aumentado y convincente por la lupa de sus gafas. Antes de eso desconfió, y mucho, porque Soto se negó a proporcionarle la información que pedía acerca de su trabajo y sus intenciones en el pueblo.
—No puede ser nada bueno —concluyó a regañadientes su futura casera mientras contaba el dinero por segunda vez—. Aquí nadie viene por mucho tiempo a nada bueno. Eso si descontamos a los que vienen a morir.
Si no hubiese mediado la comicidad patética de las gafas de culo de botella, a Soto se le habría puesto la piel de gallina ante ese comentario apocalíptico. En todo caso, se abstuvo de opinar. La segunda arpía seguía contando el dinero cuando el teniente sacó un pliego de papel y se lo extendió sin contemplaciones. Se detuvo en sus cuentas, que ni menguaban ni hacían crecer la cantidad de dinero, y trató de leer el papel. No pudo: la letra era demasiado pequeña. Con una sonrisa, celebrando la indefensión óptica de la mujer, Soto le leyó el contrato de alquiler que este traía ya redactado desde Capital. Completó los huecos mientras leía con el nombre de la mujer y la dirección de la vivienda.
—No hay trampa ni cartón, créame —dijo Soto. Y dijo la verdad. Luego continuó con una mentira necesaria—: Solo es un mero trámite que me permitirá desgravarme ante el fisco.
Porque ese contrato era un as que Soto se guardaba en la manga para partidas posteriores contra rivales mejores.
La otra no pudo resistir la tentación: era bastante dinero. Además, el hombre no había puesto pegas ni había querido ver antes el piso. Así que las futuras quejas carecerían de base o fundamento si algo no le gustaba. Todo sería culpa de él. Y en cuanto a los asuntos que le traían por Villa, ella seguía pensando que no podían ser nada bueno; pero también pensaba, y esta vez con conocimiento de causa, que en Villa era mucho mejor no saber demasiado. Por si acaso.
Por eso, si alguien le preguntase por él, diría la verdad: que no le había gustado. Que no era de fiar. Como el resto de habitantes del pueblo.
Subieron a ver el piso, que se encontraba unas plantas más arriba que la propia vivienda de la patrona. Avanzó Soto en primera posición, inusualmente abriendo camino el que no conocía el terreno. De cuando en cuando, cada tramo de escaleras más o menos, el teniente se giraba con la tranquilidad lenta de un enfermo desahuciado y consciente, condenado, para comprobar cómo esa segunda arpía husmeaba a su espalda, replegada tras un hocico ratonil y lacayuno. Por suerte no decía nada, lo cual habría sido aún más insoportable; le bastaba con ir en la retaguardia, bien segura porque ahí no corría el peligro de ofrecer su espalda a una posible e imaginada puñalada de ese extraño, todavía una incógnita para ella, cuyo dinero había aceptado apenas unos minutos antes y guardado durante la subida, mientras el individuo, antipático como ella, no podía verla. En esos pocos giros de cabeza, el teniente Soto disfrutó de la percepción de ese sentimiento que, de una manera u otra, fue provocando poco a poco en varios, muchos de los habitantes de Villa: la curiosidad hacia su persona mezclada con un miedo instintivo de herbívoro. Se regodeó decenas de veces en esa voluptuosidad de tirano que, precisamente, llegó a ser uno de los atributos que más pudo odiar en don Rafael.
Ni siquiera entró la primera en el piso, tal era el temor de la mujer. Soto se apartó unos centímetros en cuanto alcanzaron la puerta y dejó el paso franco a la asustadiza. Después de abrir fue esta quien se hizo a un lado, repitiendo el amago de danza que iban representando, y le cedió el paso con la ceremonia artificial que provoca el terror más profundo.
Soto dejó la maleta en la entrada y recorrió el piso en solitario. No prestó mucha atención a nada en especial. Ni siquiera comprobó el funcionamiento de las luces ni la corriente del agua. Se conformó con el silencio y el anonimato; de los que creyó erróneamente poder disfrutar mucho tiempo. Luego de la leve inspección, le pidió las llaves a la rata miope que le esperaba todavía agazapada en la puerta, preparada para huir en caso de necesidad, de hacer más agua el encuentro, y la despidió con un portazo seco y firme, contundente, que no deseaba respuesta ni comprensión.
No tuvo tiempo ni de deprimirse un poquito en aquel lugar inhóspito, en aquel piso todavía desconocido y repleto de rincones. Aguardó unos minutos a que la mujer desapareciera, volviera a su casa y las cosas a la normalidad. Deshizo entonces la maleta, colocó sus pertenencias en el armario y los