Más allá de la emoción. Marta Povo Audenis
nuestra capacidad de emocionarnos y nuestro razonamiento, como veremos. Las emociones son capacidades que forman parte de nuestro talento innato, como la lógica y los pensamientos; pero además de emociones no racionales, también tenemos los sentimientos, así como tenemos también los instintos del cuerpo, como veremos, aunque todos ellos son elementos distintos de nuestra alquimia o laboratorio interior.
Todos constatamos que coexisten esas dos cualidades humanas, pensamiento y emoción, y están unidas en una intensa complicidad. Pero quizá no sabemos suficientemente que las emociones, como los pensamientos, son habilidades y cualidades que pueden ser moldeadas, entrenadas, desarrolladas y educadas, como todo en la vida. Todo se puede muscular. Cualquier comportamiento nuestro se puede educar, entrenar, activar o desactivar. Pero nada se puede entrenar a fondo si no conocemos su naturaleza; con los músculos y tendones ocurre lo mismo, es mejor que los conozcas bien para convertirlos en fuertes y sanos y no provocarte un daño físico cuando entrenas el cuerpo. Con las emociones ocurre lo mismo, es mejor conocerlas y saber como funcionan. Una emoción la podemos vivir de forma inteligente y sernos útil, o podemos ser una víctima de ella. Nuestro cerebro tiene de forma inherente una enorme capacidad plástica y moldeable que debemos aprender a entrenar y madurar. La neuroplasticidad es un hecho bien comprobado, pero poco entrenado…
Como comentó en el año 2009 Rafael Bizquerra Alzina en su magnífica obra ‘Psicopedagogía de las Emociones’: ‘Las emociones tienen una función motivadora, adaptativa, informativa, social, personal, en los procesos mentales, en la toma de decisiones y en el bienestar. Todas esas funciones ponen de relieve su importancia en nuestras vidas’. Así que, puesto que tienen una ‘función determinada’, podemos ‘aprender’ a tener emociones, aprender a percibir las emociones que nos conmueven, aprender a controlar o dirigir nuestras emociones, es decir, podemos emplear nuestra neuroplasticidad natural.
Tenemos la capacidad de ‘aprender a facilitar’ pensamientos, ideas y actos mediante las emociones percibidas. Podemos aprender a comprender las emociones de los demás, es decir, mediante nuestras emociones también aprendemos a empatizar. Son dos aspectos que siempre van de la mano: pensar y sentir. Establecer una separación entre pensamiento y sentimiento (algo que durante al menos dos siglos hemos hecho excesivamente) no favorece en nada la adaptación al medio y el equilibrio psicológico sino todo lo contrario; incluso muy a menudo esa separación conlleva consecuencias muy patológicas (psicológica e internamente, pero también tiene consecuencias sociales). Sin sentimientos y emociones, todas las decisiones que tomamos, aunque puedan parecer muy lógicas, podrían ser las que menos convienen a nuestro ser, entendido éste como un ente vivo consciente, un ser en constante evolución y expansión. Tal vez a la humanidad le ha llegado ya el momento de salir de la ignorancia emocional para convertirla en sabiduría o destreza emocional.
Sentimientos o emociones
Antes de proseguir explorando el terreno de la arquitectura psicológica y la madurez emocional, es necesario establecer la gran diferencia existente entre emoción y sentimiento. Una emoción es algo pasajero, algo que nos mueve y se activa dentro; es algo que percibimos de forma temporal, una reacción, un estado de ánimo que dura poco tiempo. Sin embargo, un sentimiento es algo más arraigado, es como una emoción que te inunda y perdura, que se instala y se asienta, hasta formar parte de ti.
Los sentimientos, ya sean de odio o de amor (por simplificar…) son algo que sientes habitualmente, algo que convive en ti, algo que ya forma parte de tu persona. Las emociones tal vez sean las precursoras de los sentimientos; y son ellas las provocadoras de ese amor-odio que nos suscita cada cosa, persona o hecho, inevitablemente. Son las sensaciones emocionales las que te obligan a decidir si aquello lo acoges o lo rechazas, si lo perpetúas o lo ignoras, si lo necesitas para tu camino o lo desechas. Las emociones espontáneas son las precursoras de los sentimientos internos más estables o perdurables.
Por ser pasajeras las emociones no son menos importantes que los sentimientos. Convivimos con las dos cosas y las dos son legítimas, intrínsecas y necesarias. Posiblemente los sentimientos no existirían sin las emociones que nos conmueven. Fijémonos en la típica frase: ‘cuando vi aquello, me emocioné, me ericé, me saltaron las lágrimas’. Es decir: te movilizó, tocó una fibra en ti, incluso activó la segregación de ciertas hormonas o fluidos. Las emociones siempre nos mueven y provocan cambios inmediatos. Pero cuando aquello que tanto te emocionó ha tocado una fibra sensible de tu ser, entonces es como si lo quisieras perpetuar, lo deseas repetir, lo acoges en tu seno, te gusta esa emoción, le abres la puerta y permites que viva y perviva en ti: entonces es cuando se va transformando en un sentimiento; en este caso es un sentimiento de amor.
Sin embargo, también tenemos emociones desagradables. Y muchas. Pongamos por caso una emoción de miedo. Cuando aquello que te da miedo, inseguridad o terror, con sus consecuentes reacciones y derivaciones (paralización, temblor, estancamiento, frialdad, alejamiento, estrés…) aquella emoción momentánea de miedo a alguien o a algo, se va convirtiendo en un sentimiento de desconfianza, en un estancamiento de tu energía, en un encharcamiento de tus líquidos. Y con ese miedo permanente, uno se convierte en una persona desconfiada, frágil, cobarde y temerosa ante cualquier reto o circunstancia nueva de la vida, seamos niños, adolescentes o mayores.
El miedo o la desconfianza como sentimiento, es muy distinto de un temor momentáneo o una emoción que nos pone en alerta ‘para ser más prudente’ y poder prevenir algo traumático. Volveremos luego a la parte ‘interesante’ y positiva del miedo, que es la prudencia y la confianza. De momento solo se trataba de distinguir una emoción temporal, de un sentimiento permanente, es decir, de lo que nos provoca una emoción, y de cómo ésta puede llegar a cristalizarse y convertirse en un sentimiento más estable.
Lo más interesante de las emociones, tanto si las vemos como precursoras de los sentimientos como si las analizamos por sí solas, es que son moldeables. Toda nuestra capacidad emotiva es totalmente educable y moldeable, es transformable en algo interesante y evolutivo, en algo constructivo y productivo. Las emociones son experiencias y ‘facultades’ plásticas de nuestro ser, como también es moldeable la inteligencia. Un nuevo concepto procedente de la Neurociencia actual es la plasticidad que tiene nuestro cerebro para adaptar cada imput que le llega, cada experiencia, cada dato, cada emoción, cada información; y esa gran neuroplasticidad le permite moldear o cambiar una tendencia o una inercia, le permite a uno adaptarse a un entorno, le conduce a cambiar y transformarse en un ser de mayor calidad.
Hace ya más de ciento cincuenta años un psicólogo vaticinó la neuroplasticidad cerebral, aunque su idea fue ignorada por sus homónimos. Fue en 1890 cuando William James escribió en su libro ‘Principios de Psicología’: ‘la materia orgánica, especialmente el tejido nervioso, parece dotado de un extraordinario grado de plasticidad’. No fue hasta pasada casi una centuria que eso se demostró científicamente. Sin embargo, todos podemos experimentar ese fenómeno, tanto con nuestras emociones como con nuestros pensamientos. Del uso y entreno de nuestra neuroplasticidad depende la sabiduría emocional y la plenitud psico-anímica.
Cada emoción es un elemento provocador de reacciones, así que la emoción nos pide siempre una respuesta. Y esta respuesta puede ser modulada, medida, sentida en coherencia, incluso puede ser pensada y sopesada según tu fuero interno, tu ética innata, tus valores y también puede ser regulada según tu análisis lógico y tu voluntad. La gran rapidez de las emociones temporales es quizá lo que más nos desconcierta y esa inmediatez nos puede hacer pensar que es algo irremediable, irreversible, incambiable.
Sin embargo esa rapidez con la que se mueve una emoción es algo modulable, su fugacidad es perceptible, es natural y controlable. Es algo que todos vivimos realmente, o inesperadamente, pero que ‘siempre se puede dirigir’ mediante otras facultades que también posee todo ser humano, como son la voluntad, el pensamiento, la observación, la disciplina, la atención plena, o la facultad de estar enfocado y centrado en ‘eso’ que nos ocurre tan a menudo: sentir, emocionarnos y conmovernos.
La alianza existente entre emociones y sentimientos se extiende aún más allá al observar la cantidad de veces que confundimos una emoción con un instinto. Los instintos humanos generalmente están asociados casi siempre a la supervivencia. Son aún más rápidos que las emociones; es por esa razón que a veces se confunde