7 mejores cuentos de Bram Stoker. August Nemo

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repite poco después. Ephraim, ese grito es fruto del esfuerzo de unos labios infantiles que no están aún acostumbrados a la lucha, es una forma de articular la palabra «padre». Cuando más nervioso estabas, se desvanecieron todas tus dudas. Cuando venga el médico, mensajero de la dicha, te encontrará radiante ante este nuevo gozo recién llegado.

      Querido amigo, permítame felicitarle. Le doy mi enhorabuena por partida doble. Señor Bubb, han tenido gemelos.

      Días de Alción

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      Los gemelos eran los mejores niños que se hubiera visto nunca. Al menos, eso decían todos los conocidos, y los padres se lo creían.

      La opinión de la niñera era una clara prueba de ello: «Señora, no es que sean buenos porque son gemelos, cada uno es un ángel». Y ella debía de saberlo bien porque había criado muchos bebés en su vida, tanto gemelos como no gemelos. Lo único que les faltaba a las criaturas era no tener piernecitas, sino un par de alas en sus hombritos. Así, podrían colocarlos a cada lado de la lápida de mármol, consagrada a los restos mortales de Ephraim Bubb, lo que sucedería, señor mío, si la esposa sobrevivía al padre de estos dos maravillosos gemelos. Sería una osadía por parte de ella decir, sin ánimo de ofender, que su marido era un apuesto caballero, aunque fuera uno o dos años mayor que ella. Siempre había oído decir que los caballeros nunca son demasiado mayores y, además, los prefería así. Odiaba a los hombres que parecían medio niños, que no sabían qué hacer. Aunque, al caballero que fuera padre de aquellos dos angelicales gemelos (Dios los bendiga), no podían llamarle otra cosa que niño. Pero, en su larga experiencia, que era mucha, nunca había oído que un niño tuviera gemelos o que unos gemelos hubieran pasado por una situación parecida.

      Los padres estaban locos por sus hijos. Eran su dicha y su dolor. Si Zerubbabel tosía, Ephraim se despertaba de su dulce sopor con un grito de inquietud; en sueños había visto un sinfín de gemelos con la cara amoratada por un ataque de asfixia que les sobrevenía de noche. Si Zacariah chillaba, Sophonisba salía con sus rizos despeinados y dando gritos hacia la cuna de sus hijos. Ya fuera por unos pinchacitos que les molestaban o por la sensación de ahogo o por el roce de la ropa o de una mosca o por el exceso de luz o por el miedo a la oscuridad o porque tuvieran hambre o sed, pero, eso sí, los dos bebés siempre en perfecta sincronía, el hogar de los Bubb veía interrumpido su sueño o la rutina de las labores domésticas.

      Los gemelos crecieron en paz, los destetaron, echaron los dientes y, al final, cumplieron tres años.

      Crecieron en belleza uno junto a otro, llenaron un hogar, etc.

      Tambores de guerra

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      Harry Merford y Tommy Santón vivían en la misma hilera de casas que Ephraim Bubb. Los padres de Harry tenían su residencia en el número 25, y en el 27 solo se oían las continuas risas de Tommy. Entre ambas viviendas, en el número 26, Ephraim Bubb criaba a sus retoños.

      Harry y Tommy se veían a diario desde siempre. Se comunicaban a través de los tejados hasta que sus respectivos padres tuvieron que pagar a Bubb los desperfectos del tejado y de las ventanas de la buhardilla. A partir de entonces, la autoridad familiar les prohibió verse, aunque, por si acaso, su vecino tomó la precaución de reforzar los muros del jardín y colocó trozos de vidrio en lo alto, para evitar así visitas inesperadas. Sin embargo, Harry y Tommy eran dos espíritus osados, orgullosos, impetuosos y cabezotas, así que desafiaron el escarpado muro de Bubb y siguieron viéndose en secreto.

      Si se compara a estos dos jóvenes con Cástor y Pólux, con Damón y Pitias, con Eloísa y Abelardo, se ve que son claros ejemplos de compenetración, de constancia y amistad. Todos los poetas, desde Higinio hasta Schiller, cantarían las hazañas y los peligros en que ambos se vieron en nombre de su amistad, pero habrían enmudecido al conocer el cariño mutuo que se tenían Harry y Tommy. Día tras día, y a menudo noche tras noche, estos dos valientes sorteaban a la niñera, a su padre, la amenaza del látigo y del castigo, el hambre y la sed, la soledad y la oscuridad para verse. Nadie sabía de lo que hablaban. Nadie podía decir qué oscuros pensamientos se fraguaban en aquellas conversaciones. Quedaban a solas, hablaban a solas y solos volvían a casa. En el jardín de Bubb había un cenador cubierto de yedra y rodeado por unos álamos jóvenes que había plantado el padre el día en que nacieron sus dos hijos y cuyo rápido crecimiento contemplaba con orgullo. Estos árboles tapaban el cenador, y era allí donde se veían Harry y Tommy, tras comprobar que no había nadie dentro. Con el tiempo, llegaron incluso a no temer encontrarse con alguien y continuaron viéndose. Pero levantemos el velo del misterio y veamos qué era ese gran desconocido ante cuyo altar se arrodillaban.

      En Navidad, a Harry y a Tommy les regalaron una navaja nueva a cada uno. Durante bastante tiempo, casi un año, las dos navajas, bastante parecidas en la forma y en el tamaño, fueron su mayor pasatiempo. Con ellas cortaban y rayaban todo lo que pudiera pasar inadvertido. Actuaban con sigilo pues ninguno quería que la tristeza oscureciera sus momentos de diversión. Su habilidad dejaba muestras en el interior de los cajones, escritorios y cajas, en los bajos de las mesas, en el reverso de los marcos de los cuadros e incluso en el suelo (allí donde se podía levantar disimuladamente la esquina de las alfombras). Cuando comparaban sus hazañas artísticas, les invadía la alegría. No obstante, al cabo de un tiempo, llegó un momento crítico. Tenían que buscar nuevos entretenimientos; se habían cansado de sus viejos juguetes y habían saciado su apetito de ir cortándolo todo por ahí. Tenían que llevar más allá su afán destructivo. De todas formas, no corrían casi ningún riesgo de ser descubiertos porque hacía tiempo que actuaban con total precaución. Pero el riesgo, fuera grande o pequeño, había que correrlo, había que encontrar nuevas diversiones; la tierra se estaba volviendo yerma y el anhelo de emociones se hacía cada vez más fuerte.

      El momento de cambio estaba allí: ¿quién podía prever sus consecuencias?

      Fanfarria de trompetas

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      Quedaron en el cenador, decididos a discutir tan grave asunto. Sus corazones latían con fuerza; tenían la cabeza llena de planes y estrategias y los bolsillos llenos de ricos caramelos, más ricos aún por ser robados. Después de comerse los caramelos, los dos conspiradores empezaron a explicar sus respectivos puntos de vista en relación con la idea de ensanchar su campo de acción. Tommy expuso todo orgulloso un plan que consistía en hacer una serie de agujeros en la tabla de armonía del piano con el fin de destruir sus propiedades musicales. Harry no se quedó a la zaga. Había pensado en cortar por la parte de atrás el lienzo del retrato de su bisabuelo, a quien su padre tenía en gran estima entre todos sus lares y penates, de modo que, cuando movieran el cuadro, la capa de pintura se resquebrajaría y la cabeza se vendría abajo.

      A esas alturas de la reunión, Tommy tuvo una idea brillante.

      —¿Por qué no duplicamos la diversión y sacrificamos en el altar del placer los instrumentos musicales y los cuadros familiares de las dos casas?

      La idea cuajó y la reunión se aplazó para ir a cenar. La próxima vez que se vieron, se dieron cuenta de que había una pieza que no encajaba en el plan, que había algo corrupto en el estado de Dinamarca. Tras un momento de discusión, reconocieron que la vigilancia materna había echado por tierra todos sus planes. Sus madres habían descubierto en parte sus planes y les habían reñido mucho. Por este motivo, tuvieron que abandonar su plan (hasta ese momento, por lo menos, su fuerza física, cada vez mayor, había permitido a los dos reformadores reírse de las amenazas y prohibiciones de sus padres).

      Los dos desolados jóvenes


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