La educación sentimental. Gustave Flaubert

La educación sentimental - Gustave Flaubert


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leve.

      Se había detenido en mitad del Pont-Neuf, y con la cabeza descubierta, henchido el pecho, aspiraba el aire. Sentía, sin embargo, subir de lo más profundo de su ser un algo inagotable, un como flujo de ternura, que le enervaba como el deslizarse de las ondas bajo sus ojos.

      Lentamente, como si fuera una voz que le llamase, el reloj de una iglesia dio la una.

      Entonces se sintió sobrecogido por uno de esos estremecimientos del alma gracias a los que se siente uno como transportado a un mundo superior. Se sintió dotado de una facultad extraordinaria, cuyo objeto desconocía, y preguntándose seriamente qué iba a ser, si un gran pintor o un gran poeta, se decidió por la pintura, pues las exigencias de ese arte le aproximarían a la señora Arnoux. Por fin había descubierto su vocación! ¡La finalidad de su existencia y lo infalible de su porvenir se manifestaban claramente ahora!

      Una vez que hubo cerrado la puerta, oyó a alguien que roncaba, en el gabinete oscuro, junto a su cuarto. Era su amigo. Ya no se acordaba de él.

      Su rostro se reflejaba en el espejo. Se halló guapo, y durante un momento permaneció contemplándose.

      V

      A la mañana siguiente, antes de las doce, compró una caja de pinturas, pinceles y un caballete. Pellerin se avino a darle lecciones, y Frédéric lo condujo a su alojamiento para que viera si le faltaba algún utensilio de pintura.

      Deslauriers se hallaba en casa, y un joven estaba sentado en el segundo sillón; señalándolo, su amigo le dijo:

      —Aquí lo tienes; es él, Senecal.

      Aquel mozo desagradó a Frédéric. Su cabello, cortado al rape, realzaba la anchura de su frente; un no sé qué de frío y de duro se percibía en sus ojos grises, y su largo levitón negro y todo su traje trascendía a pedagogo y a eclesiástico.

      En primer término se charló de cosas de actualidad, y entre otras del Stabat, de Rossini; Senecal, a una pregunta, declaró que no iba nunca al teatro. Pellerin abrió la caja de pinturas.

      —¿Es para ti todo eso? —dijo Deslauriers.

      —Es natural.

      —¡Vaya idea!

      Y se inclinó sobre la mesa, en la que el pasante de matemáticas hojeaba un libro de Louis Blanc, que él mismo había llevado, y leía en voz baja algunos pasajes, mientras Pellerin y Frédéric examinaban juntos la paleta, el raspador, los tubos de pintura. Después comenzaron a hablar del banquete de Arnoux.

      —¿El comerciante de cuadros? —preguntó Senecal—. ¡Valiente sujeto!

      —¿Por qué? —preguntó Pellerin.

      —Pues porque es un hombre que negocia con las infamias de la política.

      Y comenzó a hablar de un dibujo célebre que representaba a toda la familia real entregada a edificantes ocupaciones: Luis Felipe tenía un código; la reina, un devocionario; las princesas bordaban; el duque de Nemours ceñía un sable; el señor de Joinville enseñaba una carta geográfica a sus hermanos menores, y en el fondo descubríase una cama para dos. Este dibujo, titulado Una buena familia, había sido la alegría de los burgueses, al par que la aflicción de los patriotas. Pellerin, con tono contrariado, como si fuera el autor, repuso que todas las opiniones eran admisibles; Senecal protestó. ¡El arte debía aspirar exclusivamente a la educación de las masas! No debían reproducirse más que asuntos que reflejaran acciones virtuosas; los demás eran nocivos.

      —Pero eso depende de la ejecución —exclamó Pellerin—. ¡Yo puedo hacer obras maestras!

      Entonces, ¡tanto peor para usted! Uno no tiene derecho.

      ¿Cómo?

      —No, señor. ¡Usted no tiene derecho a interesarme con cosas que yo rechazo! ¿Qué falta nos hacen todas esas laboriosas bagatelas de las que es imposible sacar ningún provecho, como, por ejemplo, de esas Venus y de todos los paisajes de ustedes? ¡Ni en unas ni en otros veo enseñanza ninguna para el pueblo! ¡Dennos más bien a conocer sus miserias! Entusiásmenos con sus sacrificios! ¡Oh, Dios mío, los asuntos no faltan: la alquería, el taller....

      Pellerin, el aliento entrecortado por la indignación y creyendo disponer de un argumento, dijo:

      —¿Acepta usted a Molière?

      —¡Lo acepto! —repuso Senecal—. ¡Lo acepto y lo admiro como precursor de la Revolución francesa!

      —¡Oh, la Revolución! ;Vaya un arte! Jamás hubo más deplorable época!

      —¡Nunca más grande, caballero!

      Pellerin, cruzándose de brazos y mirándole a la cara, dijo:

      —¡Tiene usted toda la vitola de un guardia nacional!

      —¡No pertenezco a ella y la detesto tanto como usted! Pero con semejantes principios se corrompe a las muchedumbres. Por lo demás, eso es cuenta del Gobierno; sin la complicidad de una caterva de farsantes como el que nos ocupa, no sería aquél tan fuerte.

      El pintor tomó la defensa del comerciante porque las opiniones de Senecal le exasperaban. Hasta se atrevió a sostener que Jacques Arnoux era un verdadero corazón de oro, abnegado con sus amigos, cariñoso con su mujer.

      —¡Bah, bah! Si le ofrecen una buena suma, no se negaría a que sirviera de modelo.

      Frédéric se puso pálido.

      —¿Tanto mal le ha causado a usted, caballero?

      —¿A mí? Nada de eso. Lo he visto una vez únicamente, en el café, con un amigo: eso es todo.

      Y decía la verdad; pero los reclamos continuados de L'Art Industriel le sacaban de quicio. Arnoux era, para él, el representante de un mundo que consideraba funesto para la democracia. Republicano austero, sin necesidades ningunas, además, y de una inflexible honradez, consideraba corrompidas todas las elegancias.

      La charla se reanudó, no sin trabajo. El pintor, a poco, se acordó de su cita, y de sus alumnos el pasante; y cuando se vieron fuera, después de un largo silencio, Deslauriers hizo varias preguntas sobre Arnoux.

      —Me presentarás a él más adelante, ¿no es cierto, amigo mío?

      —Seguramente —dijo Frédéric.

      Luego trataron de su colocación. Deslauriers había obtenido sin trabajo un puesto de pasante segundo en casa de un procurador; se matriculó en la Escuela de Derecho, comprando los libros indispensables, y la tan anhelada vida comenzó, una vida que fue deliciosa merced a la belleza de su juventud. Como Deslauriers no dijera nada respecto de los gastos, Frédéric tampoco dijo una palabra. Subvenía a todas las necesidades, arreglaba el armario, se ocupaba de la casa; pero si era menester echarle una reprimenda al portero, el pasante era el encargado de ello, continuando, como en la escuela, su papel de mayorcito y de protector,

      Separados durante el día, volvían a reunirse llegada la noche. Se colocaba cada uno en su sitio, en un rincón de la chimenea, y ponían manos en el trabajo, que no tardaban en interrumpir con interminables expansiones y alegrías sin motivos, y hasta disputas, a las veces, a propósito de la mala luz de la lámpara o de un libro extraviado; cóleras de un minuto, en fin, que al minuto se ahogaban en risas.

      Las puertas de las alcobas se quedaban abiertas y el charloteo proseguía de cama en cama.

      Al llegar el día se paseaban en mangas de camisa por el terrado; surgía el Sol, las fugitivas brumas se deslizaban por el río, se oían los mil ruidos del vecino mercado de flores, y el humo de sus pipas se esparcia por el puro ambiente que refrescaba sus ojos, abotargados aún, inundándose sus almas de una esperanza inmensa al aspirar aquel aire.

      El domingo, si no llovía, se marchaban juntos y cogidos del brazo por esas calles. Casi siempre se les ocurría a un tiempo idéntica reflexión, o bien charlaban sin parar mientes en lo que había en torno de ellos. Deslauriers ambicionaba la riqueza


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