La educación sentimental. Gustave Flaubert
pues para él era completamente lo mismo vender bujías o plata. A continuación, Rosenwald y Burrieu discutieron de porcelanas; Arnoux hablaba de jardinería con la señora de Oudry, y Sombaz, zumbón chapado a la antigua, se divertía burlándose del marido de aquella, al que llamaba Odry, como el actor, y afirmando que debía descender de Oudry, el pintor de los perros, porque la protuberancia craneana de los animales era muy visible en su frente, y al decir esto intentaba pasarle la mano por el cráneo; pero el otro, a causa de su peluca, se resistía con tenacidad, terminando de este modo la sobremesa, entre grandes risas.
Después de que tomaron el café bajo los tilos, de fumar y de dar unas cuantas vueltas por el jardín, se fueron a la orilla del río para pasearse a lo largo de ella.
La caravana se detuvo ante un pescador que limpiaba anguilas en un cubo. La señorita Marthe quiso verlas; las vació sobre la hierba el buen hombre, y la muchacha se arrodilló para cogerlas, riendo de alborozo y chillando asustada, y como se perdieron todas, Arnoux las pagó, ocurriendosele, a poco, la idea de dar un paseo en bote.
El horizonte comenzaba a palidecer por una parte, en tanto que de la otra se extendía por el cielo una amplia franja de anaranjado matiz, que se hacía de más intensa púrpura en la cumbre de las colinas, ennegrecidas por completo. La señora Arnoux se hallaba sentada en un peñón, de espaldas a aquel resplandor de hoguera. Los demás iban de acá para allá, sin rumbo ni idea fija. Hussonnet, al pie del ribazo, arrojaba piedras al agua.
Volvió Arnoux con una chalupa vieja, en la que, no obstante las prudentes advertencias que se le hicieron, amontonó a los convidados; pero como zozobraba, fue preciso desembarcar.
Dentro de la casa, en el salón, tapizado de estofa persa y con arañas de cristal en las paredes, resplandecían ya las luces. La señora de Oudry cabeceaba dulcemente en un sillón, y los demás oían una disertación del señor Lefaucheur sobre las glorias del foro. La señora Arnoux estaba sola, junto a la ventana: Frédéric se acercó a ella.
Hablaron a propósito de lo que se decía: ella admiraba a los oradores; él, la gloria literaria. Pero el orador según ella —debía sentir un mayor goce al conmover directamente y por sí mismo a las masas y al contemplar cómo los propios sentimientos se adentraban en la muchedumbre. Tales triunfos apenas si tentaban a Frédéric, que carecía de ambición.
—¿Por qué? —dijo ella—. Es preciso tener alguna.
Se hallaban uno junto al otro, de pie, al lado del alféizar de la ventana. La noche, ante ellos, se extendía como inmenso y sombrío velo, salpicado de plata. Era la primera vez que no hablaban de cosas insignificantes. Llegó incluso a conocer los gustos y antipatías de ella: ciertos perfumes no eran de su gusto; le interesaban los libros de historia y creía en los sueños.
Frédéric abordó el capítulo de las aventuras sentimentales. Ella se compadecía de los destrozos que la pasión ocasiona; pero se revolvía contra las hipócritas liviandades, y aquella rectitud de espíritu le iba tan bien a la correcta belleza de su rostro, que parecía su natural corolario.
A veces sonreía, fijando, por un momento, sus ojos en él, que sentía penetrar aquella mirada en su espíritu, como el rayo de sol que desciende hasta el fondo de las aguas. La amaba sin segunda intención, sin la más ligerísima esperanza de ser correspondido, y en aquellos mudos transportes, semejantes a vehementes impulsos de gratitud, hubiera deseado cubrir su frente de una lluvia de besos. Sin embargo, un íntimo anhelo le arrastraba como fuera de sí: era un ansia de sacrificio, una necesidad de inmediata abnegación, tanto más fuerte cuanto que no podía satisfacerla.
No se retiró con los otros invitados; Hussonnet tampoco; debían regresar en el coche; aguardaba éste al pie de la escalinata, cuando Arnoux bajó al jardín para cortar rosas. Una vez hecho el ramillete y atado con un hilo, como los tallos eran desiguales, rebuscó en su bolsillo, lleno de papeles, y cogiendo uno al azar, los envolvió y sujetó, para mayor seguridad, con un alfiler grande, entregándole el ramillete, por último, y no sin cierta emoción, a su mujer.
—Toma, querida mía —le dijo—, y perdóname que te tenga olvidada.
Ella lanzó un "¡ay!: se había herido con el alfiler, torpemente colocado, y subió a su habitación. Estuvieron esperándola cerca de quince minutos. Al fin se presentó, tomó a Marthe y penetró en el coche.
—¿Y el ramillete? —preguntó Arnoux.
—¡Déjalo! No vale la pena!
Como Frédéric se apresurara para ir a recogerlo, ella exclamó:
—¡No lo quiero!
Pero lo trajo en seguida, diciendo que acababa de ponerlo otra vez en su envoltorio, pues se había encontrado las flores esparcidas por el suelo. Las puso en el guardafango, junto al asiento, y el coche arrancó Frédéric, sentado junto a ella, notó que se estremecía de un modo horrible. A poco, una vez pasado el puente, y como Arnoux se dirigiera a la izquierda, le dijo:
—¡No es por ahí, te equivocas! ¡Es por este otro lado!
Parecía irritada; se molestaba con lo más mínimo. Como Marthe cerrara los ojos, tomó el ramillete y lo arrojó por la portezuela; luego, cogiendo el brazo de Frédéric con una mano, le hizo comprender por señas con la otra que jamás dijera nada de aquello.
A continuación se puso el pañuelo en la boca y no dijo una palabra más.
Los otros dos, mientras tanto, en el pescante, hablaban de asuntos de imprenta y de suscriptores. Arnoux, quien guiaba sin fijarse, se perdió en medio del bosque de Boulogne, hundiéndose por los vericuetos. El caballo iba al paso; las ramas de los árboles rozaban la capota del coche.
Frédéric no veía de la señora Arnoux más que los ojos, entre las sombras; Marthe se había tendido en la falda de su madre, y él le sostenía la cabeza.
—¿Le molesta? - le preguntó la señora Arnoux.
—¡Oh, no, no!
Se alzaban lentos remolinos de polvo; atravesaron Auteuil; todas las casas estaban cerradas; de trecho en trecho, un farol iluminaba la esquina de una calle y las tinieblas volvían; una de las veces Frédéric se percató de que ella lloraba.
¿Era remordimiento, deseo? ¿Qué era, pues? Aquel sufrimiento, cuya causa desconocía, le interesaba como algo personal; al presente existía entre ellos un nuevo lazo, una como complicidad que los ligaba, lo más cariñosamente que pudo, le pregunto:
—¿Sufre usted?
—Sí, un poco —repuso ella.
Avanzaba el coche, y las madreselvas y las jeringuillas, desbordándose por sobre las tapias de los jardines, inundaban la noche de enervantes y perfumados efluvios. Los numerosos pliegues de su vestido cubrían sus pies, y se le antojaba que aquel cuerpo infantil, tendido entre los dos, le servía como de comunicación con toda su persona. Se inclinó sobre la niña, y apartando sus hermosos y oscuros cabellos, la besó en la frente con suavidad.
—Es usted bueno —dijo la señora Arnoux.
—¿Por qué?
—Porque ama a los niños.
—No a todos.
Y sin decir otra cosa, alargó hacia ella su mano izquierda, abierta del todo, imaginándose que acaso ella haría lo mismo y se encontraría con la suya. Luego tuvo vergüenza y la retiró.
A poco rodaba el coche por el empedrado; el caballo iba más aprisa; se multiplicaban los mecheros de gas: estaban en París. Hussonnet saltó de su sitio frente al guardamueble. Frédéric aguardó a que llegasen al patio para apearse; luego se emboscó en la esquina de la calle de Choiseul, viendo a Arnoux que subía de nuevo y lentamente hacia los bulevares.
Desde el día siguiente se puso a trabajar con todas sus fuerzas. Se veía en la sala de una Audiencia, durante una tarde de invierno y próxima a terminar la defensa, cuando los jurados están pálidos y la jadeante multitud hace crujir los tabiques de madera de la sala, hablando cuatro horas hacía, resumiendo todas sus pruebas,