Viajeras al tren. Pilar Tejera Osuna

Viajeras al tren - Pilar Tejera Osuna


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Guerra Mundial el «vagón para mujeres» era poco habitual, pues, además, no resultaba rentable para las compañías ferroviarias.

      Con el tiempo, los episodios de ataques en los ferrocarriles se desvanecieron tan inexplicablemente como habían aparecido, pero en el camino algunas mujeres como Florence Nightingale Shore, sobrina y ahijada de la célebre enfermera victoriana, no lograron escapar con vida de estas agresiones.

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      El tren se puso en marcha, muy despacio al principio, para ir cobrando impulso poco a poco hasta ir alcanzando la velocidad máxima al llegar al primer túnel. Aquella sería la última vez que se vería a

      Florence Nightingale Shore con vida.

      Fragmento de Los crímenes de Mitford de Jessica Fellowes

      Ocurrió en la fría tarde del 12 de enero de 1920. Florence Nightingale Shore, de cincuenta y cinco años, se dirigió a la estación Victoria de Londres. Ella y su amiga cercana, Mabel Rogers, subieron al tren de las 15:00 h. que partía hacia Hastings. Ambas charlaron un rato hasta que el silbido anunció la hora de la partida. Mabel se despidió de su amiga y se levantó para irse justo cuando un pasajero masculino entró en el vagón y tomó asiento. Mabel descendió, le dijo adiós a Florence y se marchó.

      Se hicieron dos paradas, primero en Lewes y luego en Polegate. Después de la parada en Polegate, tres trabajadores subieron al tren y se sentaron en el vagón en el que estaba sentada Florence Nightingale Shore. Florence se sentó en un asiento de la esquina del vagón tenuamente iluminado y se quedó adormilada con el traqueteo del tren. Quince minutos después el convoy llegó a Bexhill y fue solo en este punto cuando uno de los trabajadores, George Clout, se dio cuenta de que algo andaba mal.

      Florence Nightingale Shore había sido brutalmente golpeada en el cráneo varias veces. Lo que los trabajadores tomaron erróneamente como un velo cubriendo su rostro, se trataba, de hecho, en un reguero de sangre que lo cubría casi por completo. A pesar de los terribles golpes que había recibido, Florence seguía aún viva.

      Florence fue trasladada al hospital de Hastings. Al poco llegó su amiga Mabel Rogers, que había abandonado a toda prisa el Covent Garden Theatre, donde asistía a un espectáculo. Los médicos hicieron todo lo posible, pero, finalmente, cuatro días después, Florence Nightingale Shore perdió su lucha por la vida. Fue el incidente más infame ocurrido contra una mujer a bordo de un tren.

      En el vagón en el que tuvo lugar el feroz ataque, la policía halló pocas pruebas que ayudaran a esclarecer el crimen. No había signos claros de lucha, los únicos artículos fuera de lugar eran las gafas de Florence, halladas debajo de su asiento. El agresor se había llevado los objetos de valor, entre ellos algunas joyas. También faltaba el billete de tren. Se ordenó la búsqueda de la posible arma homicida, sin embargo, aunque tres fuerzas distintas participaron en la búsqueda, no se encontró ningún arma, así como tampoco ninguna pista determinante. El crimen nunca fue resuelto.

      Esta fue la crónica más negra de los ataques a mujeres que viajaban solas a bordo de un tren.

      ENSANCHANDO HORIZONTES

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      Me gustan los trenes. Me gusta su ritmo y me gusta la libertad de estar suspendida entre dos lugares, todas las ansiedades de propósito atendidas. En esos momentos sé hacia dónde voy.

       Anna Funder , Stasiland: historias detrás del muro de Berlín

      Explorar, perderse por destinos lejanos tuvo un significado mágico hace 150 o 200 años. Ya lo demostraron un puñado de viajeras victorianas que recorrieron el mundo, y lo hicieron en una era marcada por el ferrocarril y las restricciones en contra de que la mujer se moviera sola en algunas regiones remotas del planeta.

      Hace 131 años, en enero de 1888, se constituía en Washington la Sociedad Geográfica, la organización internacional que más ha influido y hecho en cuestiones de educación e investigación geográfica y científica en todo el mundo. Fue resultado de la iniciativa de treinta y tres hombres eminentes de la época, como Gardiner Greene Hubbard, abogado y conocido como financiero de la alta sociedad norteamericana que ostentó la presidencia al poco de fundarse la Sociedad; su yerno, Alexander Graham Bell, que sería su sucesor diez años después; así como prestigiosos intelectuales, estudiosos, periodistas, investigadores y exploradores de la época que se sumaron a una iniciativa que, ya en septiembre del mismo año de su puesta en marcha, sacó a la luz la célebre revista The National Geographic Magazine, la cual se ha seguido publicando ininterrumpidamente desde entonces.

      Tres años después de su fundación, la corresponsal y viajera Eliza Scidmore fue invitada a asistir a una reunión donde le comunicaron que había sido elegida para ocupar el puesto de secretario de la institución. Sus estudios e informes y la vastedad de sus conocimientos sobre el Lejano Oriente, su sagacidad a la hora de observar y escribir, su erudición en algunos temas y su curiosidad geográfica pesaron desde el primer momento. No dudaron en hacer de ella la primera mujer admitida como miembro y la primera en su junta directiva. Eliza, una mujer de una sensibilidad y una complejidad extraordinaria, colaboraría en lo sucesivo con esa institución aportando artículos e informes de gran valor.

      Si por alguna razón debería sonarnos el nombre de Eliza Scidmore es por haber sido la primera mujer en entrar en la National Geographic Society de Washington. Pero este no fue su único mérito, también fue una de las mayores pioneras del periodismo y la fotografía, así como miembro oficial de la hoy conocida revista National Geographic. Fue escritora, viajera, geógrafa, periodista y fotógrafa y su vida coincidió con episodios decisivos del momento: la vida de los territorios fronterizos de Alaska, la apertura de Japón —su historia está íntimamente ligada a este país— a los occidentales, el nacimiento de la National Geographic, el auge del turismo de masas, la expansión estadounidense en el Pacífico, las semillas del movimiento por la paz internacional y el cambiante papel de la mujer a finales del siglo XIX y comienzos del XX.

      En 1902, Eliza se animó a recorrer algunas partes de la India, viaje que, por supuesto, realizó en tren. Estas fueron algunas de sus impresiones.

      «Había oído hablar extensamente sobre el lujo en los ferrocarriles indios, sobre el espacioso compartimento y hasta el vestidor que aguarda al titular de un billete de primera clase. Sin embargo, descubrí que la espaciosa cabina estaba destinada a cuatro personas. Contenían dos grandes asientos, así como dos literas colgantes que podían ser descolgadas por la noche. Los asientos no tenían muelles ni respaldos, a menos que uno decidiera apoyarse en la ventana que se alzaba mediante una especie de polea, como las ventanas de los antiguos carruajes o diligencias. Los accesorios de hierro fundido en el vestuario eran más rudos y primitivos que los de cualquier transporte americano destinado a los emigrantes. En cuanto el tren inició su marcha, pude comprobar cómo el vagón se balanceaba sacudiéndonos y provocando un ruido tan ensordecedor como si nos halláramos a bordo de un tren de carbón, tal era el polvo que arrancaba del lecho del camino».

      Su obra Winter India resume lo que sus sentidos recogieron. Para esta norteamericana, la India británica y el ferrocarril resultaron simplemente decepcionantes. A esta viajera notable, se deben los cerezos japoneses que alfombran ambas orillas del río Potomac en la ciudad de Washington.

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      Después de Sitnitza pasamos por varias aldeas amuralladas, todas musulmanas, donde la tierra parecía negra y gruesa, y la llanura en su conjunto carecía de agua. Avanzamos sin cesar a través del calor y el polvo. De repente, la vía férrea del ferrocarril, un anacronismo imposible, se extendía hasta donde alcanzaba la vista a ambos lados de nuestro camino. «¡La vía del tren!». Lloré. «Aquí no hay ferrocarril, señora», dijo solemnemente el adormilado Marko. Sin embargo, ahí estaba y llegamos a Lipanj, la estación, que estaba atestada de carros tirados por búfalos y cargados con sacos de maíz, esperando el próximo


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