Las negociaciones nuestras de cada día. Clara Coria
por recorrer se duplica, pero, paradójicamente, es la única manera de acortarla. En este libro respetaré ese «orden de aparición» colocando el capítulo correspondiente a las «negociaciones con una misma» también al final, y sugeriré muy expresamente a lectoras y lectores que controlen los impulsos de precipitarse (como yo tuve que controlar los míos), porque no es poca cosa la preparación y «ablande» que exige el poder enfrentarse con ese tema.
2. Los «no negociables»
En muchas charlas dirigidas a mujeres, el tema de la «negociación» despertaba casi inevitablemente encendidos enfrentamientos que, con frecuencia, se sintetizaban en dos posturas con valores opuestos. Se dejaban oír voces exaltadas que sostenían con fuerza que «hay cosas que no se negocian», haciendo referencia al amor, la solidaridad, la honestidad o la dignidad humanas, entre otros valores. Con la misma intensidad y convicción siempre alguien respondía que «todo es negociable… sólo es cuestión de precio».
Lo «no negociable» es aquello que traspasa el límite, muy personal y subjetivo, de lo que las personas están dispuestas a ceder, en función de sus necesidades, valores y ambiciones. Pero también es lo que no se discute —ni se cuestiona—, porque pareciera formar parte de la propia naturaleza, sin la cual cada uno deja de ser quien es.
Lo que no se discute
Llamó profundamente mi atención descubrir que muchas mujeres ponían en la bolsa de lo «no negociable» una cantidad de actitudes que no sólo no eran cuestionadas, sino ni siquiera factibles de ser pensadas. Entre esas actitudes figuraban, casi en primer plano, comportamientos cotidianos tales como preparar el bolso del fin de semana o del club para el marido (que no era discapacitado), cambiar automáticamente el papel higiénico cuando quien terminó el último rollo fue otro miembro de la familia, levantarse de la mesa a buscar la sal cuando otro expresaba la necesidad de sazonar mejor su propia comida, cambiar los pañales con caca aun cuando al marido le guste compartir las tareas hogareñas. Al respecto una mujer comentaba:
Mi marido es recolaborador. ¿Pero qué hubiera pasado si no fuera así? En mi casa compartimos mucho porque a él le gusta cocinar y salir con los chicos. Me doy cuenta de que compartimos porque es él quien lo decide. No le resto mérito a eso, pero me pregunto: si él no fuera así, ¿tendría yo la fuerza necesaria para negociar y equilibrar las cosas? Porque acabo de darme cuenta de que él limpia los pañales con pis pero no los que tienen caca. Yo lo dejo pasar porque veo que hace otras cosas, pero … ¿y si todos los pañales fueran con caca?
Es evidente que cambiar los pañales con caca nada tiene que ver con comportamientos éticos ni con valores humanos. Es una actividad que más bien engrosa la lista de los trabajos serviles que en la antigüedad estaban destinados a los esclavos y, en las clases privilegiadas de hoy día, al personal doméstico. Sin embargo, aun cuando haya una diferencia ostentosa entre cambiar un pañal con caca y adoptar un comportamiento deshonesto, ambas actividades son igualadas y colocadas cuidadosamente en el mismo nivel de los «no negociables», es decir de aquellas cosas sobre las que no se discute.
Los «no negociables» suelen adoptar variadas y curiosas formas, generalmente a la medida de los pactos no explicitados con que las parejas y las familias han armado la trama vincular.
Otra mujer comentaba que durante diez años acompañó a su marido a un club donde él desarrollaba una actividad muy específica y exclusiva y ella quedaba excluida sin otra posibilidad que llevar un libro para leer. Nunca se le había ocurrido «negociar» con su marido los fines de semana. Negociar, por ejemplo, que se iban a alternar en el rol de acompañantes o que cada tanto iban a tomarse la libertad de disfrutar sin la compañía del otro. Era algo impensado e impensable, no porque estuviera prohibido sino simplemente porque era considerado «natural» que ella debía acompañarlo donde él deseara ir, al estilo de nuestro código civil4 (modificado recién en 1968), que «fijaba el domicilio conyugal donde el marido lo estableciera». La única alternativa que durante diez años puso en práctica esta familia estaba pensada para satisfacer las necesidades de uno solo de sus miembros.
Seguramente porque todos creían que así debía ser, incluso los más insatisfechos. Es evidente que el cambio debe venir de quien menos disfruta, pero si este considera «natural» ocupar un lugar subordinado, el cambio no puede producirse. No fue poca la sorpresa de esta mujer al descubrir cuan activamente había participado en su propia insatisfacción, ni tampoco fue menor su sorpresa al comprobar que una vez descubierta era posible proponer alternativas diferentes y defender sus propuestas, para satisfacción de todos.
Las negociaciones con los hijos
Las negociaciones con los hijos suelen ser una de las más difíciles porque, entre otras cosas, ponen en evidencia la falta de incondicionalidad materna. Sabemos que negociar es pactar condiciones y valorar las propias necesidades tanto como las ajenas. Poder amarse a sí misma tanto como al propio hijo puede ser vivido como un ataque al mandato patriarcal de incondicionalidad materna, que deja su huella culposa en los deformados corazones femeninos. Una mujer dejó constancia de esto cuando comentó que su hijo pretendía que lo trasladara en su coche a la hora de la siesta, que es cuando ella toma un pequeño descanso entre sus horas de trabajo de la mañana y la tarde. Decía:
¡Ruego a Dios que no me lo pida porque soy incapaz de decirle que no! ¡Que no me lo pida! ¡Que no me lo pida!
Lo que hace más interesante este comentario es que se trata de un hijo mayor de edad, que usa a menudo el coche de su madre, quien no tiene inconveniente en prestárselo. En realidad, lo que él pretendía era que su madre fuera su chófer. Ella se sentía entorpecida para negociar y le ofrecía el coche, pero no era el medio de transporte lo que él demandaba sino la atención incondicional de la madre. Y a ella le costaba rehusarse para no perder la ilusión de que «seguía siendo la mejor madre del mundo». Sobre el mismo tema, otra mujer comentaba:
Me considero una excelente negociadora, pero soy incapaz de negociar con mi familia, especialmente con mis hijos. Por ejemplo, comparto mi auto con mi hijo menor y todos los días por la mañana se repite el mismo diálogo. Él me pregunta: «¿Necesitás el auto hoy?», y yo, que soy quien debe decidir —y simplemente contestar—, en lugar de ello le pregunto a mi vez: «Y vos, querido, ¿lo necesitás?»
En pocas palabras, para muchas mujeres decir «no» a un hijo forma parte de los «no negociables».
En puntas de pie
Los «no negociables» se mimetizan con la vida y se filtran por las grietas de nuestra necesidad de ser amadas. Pasan a formar parte de lo que se considera nuestra «naturaleza» y se instalan a nuestra vera como si fueran nuestra sombra. Los incorporamos como obvios, y al hacerlo, los convertimos en invisibles para nosotras mismas. Por todo esto es que son capaces de perdurar tantos años… ¡y sin envejecer! En una oportunidad, coordinando unos talleres de reflexión en Chile, una muchacha de origen humilde contó una anécdota conmovedora.
Viví quince años con un hombre que era mucho más alto que yo. Durante quince años, todas las mañanas me ponía en puntas de pie para mirarme en el espejo de nuestro baño, que estaba colocado a la altura apropiada para su medida. Tardé mucho en darme cuenta de que eso era «negociable para mí misma». Cuando me di cuenta, lo descolgué y lo coloqué a una altura intermedia; ya no tenía que ponerme en puntas de pie, y él sólo necesitaba hacer dos pasos hacia atrás para mirarse con comodidad.
¿Cuántas puestas «en puntas de pies» habrán conocido los muros de tantas casas? Adaptándolo a las historias y las modalidades personales, no sería difícil descubrir que somos muchas las mujeres que, en mayor o menor medida, «naturalmente» nos hemos acomodado durante años, sin siquiera darnos cuenta de que lo hacíamos. La naturalidad con que se incorpora el «acomodarse» a la propia subjetividad explica esa modalidad satelital que con tanta frecuencia signa la vida de muchas mujeres.
La sagrada teta
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