La puerta secreta. Belén A.L. Yoldi
Se miraron entre sí con una mezcla de temor y alivio al comprobar que estaban bien. Solo entonces se dieron cuenta Nika y Javier de que aún llevaban en la mano los objetos que habían estado curioseando en la sala trasera del templo, aquel bolígrafo grueso tan curioso y la espada con el caballito de bronce en la empuñadura.
Se dejaron caer en el suelo sin fuerzas, apretando en las manos los objetos que llevaban, y durante un buen rato se quedaron contemplando atónitos la gran rueda metálica sin saber qué hacer o qué decir. Les envolvía una sensación de irrealidad y de miedo que no podían quitarse de encima, tras haber visto los muertos llenos de sangre y haber sido perseguidos por hombres furiosos armados con espadas. La presencia material de aquella rueda contribuía a aumentar más su confusión. Ya no sabían qué creer o adónde ir.
Pese a todo, aquella primera experiencia no hizo sino reforzar las ideas tan dispares que cada uno de los viajeros tenía respecto a su situación.
Para Nika fue la prueba, más que nunca, de que estaban atrapados en un parque de aventuras. No podía ser otra cosa. Alguien les había llevado allí para jugar a un juego peligroso hasta cierto punto, porque tenían las pulseras. Para volver a casa, solo tenían que encontrar la puerta de escape que, seguro, estaría escondida en uno de los símbolos de la rueda o bien camuflada en algún lugar de lo que ella llamaba la «Estación de las estrellas», quizá porque su espaciosidad vacía le recordaba vagamente a una estación de tren o un aeropuerto en horas bajas.
Por su parte, Javier se convenció aún más de que estaba soñando. No encontraba otra explicación para lo que ocurría, salvo que fuese una pesadilla en la que, por desgracia, también participaba la Bocazas. Ansiaba despertar pronto de aquel mal sueño.
En cuanto a Violeta, no sabía qué pensar, pero sí veía que aquello era muy real y también peligroso. Su intuición le decía que estaban presos y no en un parque temático para jugar a juegos de niños, precisamente. Dónde y por qué, era un misterio para ella. Que sus cadenas fueran invisibles y que la jaula estuviera adornada con barrotes de oro no la tranquilizaba, todo lo contrario. No obstante, se guardó para sí sus preocupaciones y de cara a los chicos intentó parecer animosa. Apoyó a Mónica en su teoría, más que nada porque daba la posibilidad de buscar —y encontrar— alguna vía de escape. Debía de haber una salida, un modo de regresar a casa, en eso estaba de acuerdo.
Así que, en las dos horas siguientes, optaron por recorrer el espacio diáfano de la «Estación de las estrellas» hasta donde pudieron alcanzar, buscando una puerta o trampilla, cualquier cosa que no fuese aquella rara e inquietante máquina.
Mientras tanto, la arena dorada del reloj seguía cayendo grano a grano.
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