Ciudadanos de las dos ciudades. Francisco Alberto Cantú Quintanilla
querido por Dios, que comporta una justicia más perfecta entre los hombres”.[4] En definitiva, una paz que no surja como fruto del desarrollo integral de todos, tampoco tendrá futuro y siempre será semilla de nuevos conflictos y de variadas formas de violencia.[5]
Siendo esto así de claro, nos causa una gran pena constatar que este precioso bien –la paz– tan delicado y frágil, sea constantemente roto por los hombres. ¡Qué frustración e impotencia nos provoca, un día y otro, la dramática violencia que impera en amplias regiones de nuestro país! Al contemplar tanto sufrimiento nuestra sensibilidad cristiana no puede permanecer indiferente. y es lógico que nos preguntemos: y yo, ¿qué puedo hacer? ¿Qué puedo aportar para mejorar aunque sea un poco este terrible panorama? ¿Cómo conseguir que la riqueza de la paz de Cristo no quede arrinconada en el cofre de nuestras almas, sino que sea compartida y multiplicada en la vida de otras personas?
Tres propuestas
Se me ocurren tres cosas muy puntuales y al alcance de todos. En primer lugar, acudir con fe segura y esperanza inconmovible al Príncipe de la paz para que actúe en los corazones de los hombres infundiendo sentimientos de concordia y reconciliación. Lo que para nosotros es imposible, no lo es para Él. Hagamos todos un nuevo esfuerzo por reconciliarnos, por acercarnos a quienes, por las razones que sean, la vida nos ha distanciado (más o menos amargamente) en este año que termina. Luego, otro propósito, acentuemos nuestro afán de reparación. Levantemos con nuestra oración, nuestro sacrificio y con nuestro diario trabajo bien hecho, una gran columna de incienso que perfume y desagravie al Señor por las múltiples ofensas que recibe con esos actos de odio, violencia e injusticia. Y, en tercer lugar, podríamos empeñarnos en ser, en el lugar concreto que ocupamos en la sociedad, “sembradores de paz y de alegría” como siempre predicó san Josemaría Escrivá.[6] Dar un tono menos enfático y crítico a nuestras conversaciones, buscar una amable disculpa para quien haya dicho o hecho alguna tontería, dar un giro positivo y alentador, más cristiano, a las situaciones difíciles que puedan presentarse en el ambiente donde nos desenvolvemos.
En una homilía dirigida en la solemnidad de Cristo Rey, nuestro patrono proclamaba: “Si pretendemos que Cristo reine, hemos de ser coherentes: comenzar por entregarle nuestro corazón. Si no lo hiciésemos, hablar del reinado de Cristo sería vocerío sin sustancia cristiana”.[7] Y, acto seguido, proponía algo muy práctico: ejercitarnos diariamente en el espíritu de servicio: “Servicio. ¡Cómo me gusta esta palabra! Servir a mi Rey y, por Él, a todos los que han sido redimidos con su sangre”.[8] Meditemos despacio estas palabras y obtengamos consecuencias.
Que la Virgen Santísima, Reina de la paz, nos ayude a difundir con obras y de verdad la paz de Cristo. En las próximas fiestas y siempre.
Santa Fe, Ciudad de México, noviembre de 2015
[1] Isaías 9, 5.
[2] Lucas 2, 14.
[3] Juan 14, 27.
[4] Pablo VI, Populorum Progressio, núm. 76.
[5] Francisco, Evangelii gaudium, núm. 219.
[6] San Josemaría, Es Cristo que pasa, núm. 30.
[7] Ibidem, núm. 181.
[8] Ibidem, núm. 182.
Pedro entre nosotros
Una grata noticia
El pasado 12 de diciembre, al habitual gozo de festejar a nuestra madre de Guadalupe, se añadió la alegría de saber que el papa Francisco quiso celebrar en esa fecha una misa en la basílica de San Pedro, en Roma, en la que aludió detenidamente a su próximo viaje a nuestra tierra. Apenas iniciado el Año Santo de la Misericordia, el romano pontífice aprovechó la ocasión para poner en las manos de la virgen morena los frutos de su viaje y, de alguna manera, de todo el Jubileo que tenemos por delante.
En un momento de su intervención dijo:
Que la dulzura de su mirada [de la Guadalupana] nos acompañe en este Año Santo, para que todos podamos redescubrir la alegría de la ternura de Dios. A ella le pedimos que este año jubilar sea una siembra de amor misericordioso en el corazón de las personas, las familias y las naciones. Que nos convirtamos en misericordiosos, y que las comunidades cristianas sepan ser oasis y fuentes de misericordia, testigos de una caridad que no admite exclusiones.
Es una clara llamada a agrandar el corazón, a revisar si no habrá en nosotros mismos algún viejo resentimiento que convenga arrancar en este año nuevo que estamos comenzando. Luego añadió para alegría de todos nosotros: “Para pedirle esto, de una manera fuerte, viajaré a venerarla en su santuario el próximo 13 de febrero. Allí pediré esto para toda América, de la cual es especialmente Madre”.
Ese mismo día se hizo público el programa del viaje apostólico del Papa a México, un programa en el que evidentemente Francisco ha querido privilegiar, como es su costumbre, a los más débiles: enfermos, migrantes, indígenas, encarcelados… La visita será, sin duda, un constante ejercicio de las obras de misericordia. Pienso, de modo particular, que el Papa nos ofrecerá a todos los mexicanos un bálsamo de ternura en las heridas que nuestra sociedad ha recibido en los últimos tiempos. Será esperanzador escuchar su palabra y comprobar que, como padre bueno y misericordioso, nos consolará en nuestras tristezas. No está de más recordar que el propio Cristo, que tantas veces consoló a sus discípulos, pidió a Pedro que hiciera lo mismo: “Yo he rogado por ti para que tu fe no desfallezca; y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos”.[1]
Con el ejemplo y la palabra del santo padre seremos impulsados a vivir, con la mayor intensidad que seamos capaces, el ejercicio de la misericordia. Hay mucho sufrimiento cerca de nosotros, mucha miseria humana y espiritual. Y, especialmente en este año, debemos sentirnos convocados a encontrarnos con nuestros hermanos sufrientes. Decía bellamente san Agustín que “la misericordia es una cierta compasión ante la miseria ajena nacida en nuestro corazón, que nos impulsa a socorrerla en la medida en que nos sea posible”.[2] Descubramos cerca de nosotros ese dolor y busquemos suavizarlo. Al menos con un poco de afecto y conversación:
Hoy [son también palabras del Papa], que las redes y los instrumentos de la comunicación humana han alcanzado desarrollos inauditos, sentimos el desafío de descubrir y transmitir la mística de vivir juntos, de mezclarnos, de encontrarnos, de tomarnos de los brazos, de apoyarnos, de participar en esa marea algo caótica que puede convertirse en una verdadera experiencia de fraternidad, en una caravana solidaria, en una santa peregrinación.[3]
La “sombra” de Pedro
Entre los diversos títulos con que se designa al supremo pastor de la Iglesia está el entrañable de sucesor de san Pedro. El hecho de que Francisco venga a México es, desde una perspectiva de fe, que Pedro esté entre nosotros. Que su amable sombra nos dé un poco de frescura cuando nos encontramos un tanto sofocados por la aridez del camino. De inmediato, en este contexto, viene a la memoria el pasaje de los Hechos de los Apóstoles cuando se nos narra que multitud de fieles se colocaban por donde Pedro iba a pasar, para que al menos su sombra los alcanzase.[4] Eso es lo que más necesitamos en estos momentos. Aliento en la gran batalla de vivir y difundir el Evangelio.
No olvidemos, además, que unidos a Pedro