La sabiduría de la humildad. Francisco Javier Castro Miramontes
el día y que es hora de dar gracias a Dios por las bendiciones recibidas, así como para hacer presentes todas las lacras de la Humanidad (las guerras, la miseria, la injusticia, el desempleo, la drogadicción y el alcoholismo, la enfermedad... suelen ser motivo de oración): «Dios mío, ven en mi auxilio; date prisa, Señor, en socorrerme. Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo». Y el himno invita a reflexionar sobre el misterio mismo de la vida:
«Quédate con nosotros;
la noche está cayendo.
¿Cómo te encontraremos
al declinar el día,
si tu camino no es nuestro camino?
Detente con nosotros;
la mesa está servida,
caliente el pan y envejecido el vino.
¿Cómo sabremos que eres
un hombre entre los hombres,
si no compartes nuestra mesa humilde?
Repártenos tu cuerpo,
y el gozo irá alejando
la oscuridad que pesa sobre el hombre.
Vimos romper el día
sobre tu hermoso rostro,
y al sol abrirse paso por tu frente.
Que el viento de la noche
no apague el fuego vivo
que nos dejó tu paso en la mañana.
Arroja en nuestras manos,
tendidas en tu busca,
las ascuas encendidas del Espíritu;
y limpia, en lo más hondo
del corazón del hombre,
tu imagen empañada por la culpa».
(De la Liturgia de las Horas, Vísperas)
Anocheciendo es tiempo de alimentar el cuerpo y serenar los ánimos, a veces turbados por la lucha diurna y por la sacudida de las pasiones, porque los frailes son, antes que nada, hombres frágiles, buscadores de la luz, caminantes de la vida que creen haber encontrado una flecha que indica la dirección cierta hacia la meta ansiada. La oración de la noche completa la jornada de desvelos, de zozobras y de esperanzas:
«Como el niño que no sabe dormirse
sin cogerse a la mano de su madre,
así mi corazón viene a ponerse
sobre tus manos al caer la tarde.
Como el niño que sabe que alguien vela
su sueño de inocencia y esperanza,
así descansará mi alma segura,
sabiendo que eres Tú quien nos aguarda.
Tú endulzarás mi última amargura,
Tú aliviarás el último cansancio,
Tú cuidarás los sueños de la noche,
Tú borrarás las huellas de mi llanto.
Tú nos darás mañana nuevamente
la antorcha de la luz y la alegría,
y, por las horas que te traigo muertas,
Tú me darás una mañana viva. Amén».
Y en el misterioso silencio de la noche, cuando el sueño invita al recogimiento más profundo, cuando el bosque se acalla y el mar parece sosegar su furia, el fraile deposita su última oración en los brazos de la Madre, a la que invocó a primera hora del día, mientras un fraile enciende un cirio verde junto a un icono de Santa María, María de Nazaret:
«Salve, Regina, mater misericordiae,
vita, dulcedo et spes nostra, salve.
Ad te clamamus, exsules filii Evae.
Ad te suspiramus, gementes et flentes
in hac lacrimarum valle.
Eia ergo, advocata nostra,
illos tuos misericordes oculos
ad nos converte.
Et Iesum, benedictum fructum ventris tui,
nobis post hoc exsilium ostende.
O clemens, o pia, o dulcis Virgo Maria».
La ermita de la solidaridad
Fray Francisco desgranó parte de su vida en la tarea de edificar una ermita en un lugar retirado del bosque, desde el que se podía contemplar en lontananza el océano inmenso. Cada día, durante años, acudía al recóndito lugar con alguna piedra o elemento que pudiese formar parte de la edificación. Cuando venía alguna persona a verle y sabía que se encontraba en la ermita, acudía allí, y tras practicar la escucha atenta y afable, sin juzgar, y mucho menos condenar, invitaba a su interlocutor a colocar una piedra sobre otra, de tal manera que finalmente, cuando la ermita estuvo concluida, resultaría ser obra de varias manos. Era su forma de desprenderse de su propia obra, para evitar así la vanagloria del ego que dicta: «Esto es mío». Así, cada vez que acudía a la ermita, él sabía que no era obra suya, sino expresión misma de la solidaridad de incontables personas que aportaron su granito de arena, un poco de esfuerzo casi simbólico que haría posible la realización concreta de una obra. «Así sucede en la vida –decía–: todo es obra de todos, aunque a unos les toque más trabajo y esfuerzo. Bueno es reconocer que no somos el fruto de nuestras obras, que no podemos sino dar a Dios gloria. Dios es el cimiento de toda construcción, nosotros tan sólo unos humildes obreros ignotos que nos hemos limitado a llevar a cabo, mejor o peor, nuestro trabajo. Piedra a piedra se logra el equilibrio de la mayor de las catedrales, lo pequeño es germen de lo grande, lo humilde sostiene la grandeza de la obra».
Quienes años después retornaron al lugar y contemplaron la ermita edificada sentían una mezcla extraña de orgullo por haber participado en la edificación, y de humildad, porque sabían que su piedra era una más entre muchas otras. La ermita de fray Francisco resultó ser un monumento a la solidaridad y testimonio vivo de cómo la colaboración anónima es capaz de crear grandezas, de cómo el trabajo desinteresado edifica monumentos y alivia el peso de la vida. Años después, cuando la obra se vio concluida, llegó el tiempo de la consagración de las piedras ensambladas para ofrecer un espacio de paz y recogimiento. Francisco esculpió en una tablilla unas palabras: «Estás es tu hogar porque es mi hogar». Poco tiempo después la ermita de la solidaridad se convirtió en lugar de peregrinación. El peregrino recién llegado encontraba la puerta abierta, y podía así disfrutar de lo que otras personas, con tesón, habían hecho posible. A día de hoy, la tradición, casi siempre caprichosa, manda, o al menos sugiere, que cada visitante traiga consigo una piedra y que la deposite al lado de la ermita, como símbolo de colaboración en la edificación de la paz. Si algún día llegas hasta ella, no dejes de sosegar tu espíritu por unos instantes: entra y deja que la paz de la solidaridad te embriague. Si sales de ella necesitando poseer menos, incluso tu propio ser, se habrá obrado de nuevo el milagro del amor solidario de quien se siente capaz de construir la civilización de la esperanza para toda la Humanidad.
El arte de sonreír
Fray Francisco era un hombre muy risueño. Él solía sonreír. Y curiosamente, cuanto más arreciaban los problemas, él más sonreía. Su sonrisa era diáfana. Había Hermanos que disfrutaban mucho contemplándole el rostro. Pero también había un Hermano que, hambriento de motivos para la alegría que no lograba alcanzar, solía murmurar acerca de su Hermano. La envidia es una carcoma que produce infelicidad en quien la padece, pero hay que tener mucha paciencia y comprensión. La envidia es una enfermedad maligna a la que hay que tratar dejándola en cuarentena, una cuarentena que a veces dura toda una vida.
Fray Francisco sonreía, sonreía a cada instante: en la oración, en el trabajo,