Disenso y melancolía. Luis Bautista Boned
Si el consenso era la palabra mágica de la Transición y la democracia, ahora el mantra invocado es el del disenso y el ataque frontal al sistema. Un mantra, por cierto, que estaba muy presente en la (contra)cultura española desde los años setenta, y que es reconocible, por lo demás, en el enfrentamiento contra la sociedad de no pocos (proto)intelectuales modernos.
Analizo en el cuarto capítulo, «CCT, o Contra la Cultura de la Transición», ambas posturas, la del consenso (normalmente asociada a la filosofía de Jürgen Habermas) y la del disenso (relacionada con Jean-François Lyotard y Jacques Rancière), y la relevancia, los motivos e incluso la justicia de ambas posturas en determinados momentos, pero también los abusos que se han cometido desde ambos lados.
El quinto capítulo, «El mañana vacío. La falta de compromiso literario e intelectual con la memoria en la España democrática», se centra en uno de los grandes temas de la Transición y la democracia españolas: la memoria, que también puede afrontarse desde ambas posiciones, la del disenso y la del consenso. Frente al mito de la Transición como proceso ejemplar, su contramito, basado en su ataque acerado. A menudo se ha dicho y escrito que la Transición se basó en un pacto de silencio (o en la voluntad de echar al olvido, como prefiere Santos Juliá) entre los grandes partidos políticos y las instituciones principales: Corona, Iglesia y ejército, para silenciar o blanquear las atrocidades de los golpistas del 36 y del franquismo. Se habría establecido una «buena memoria», como la llamó el historiador Ricard Vinyes (2009), que no perturbara la fragilidad de la naciente democracia.
Es de nuevo una estrategia razonable, pero que se extendió quizás demasiado en el tiempo, y se rompió, igual que se había establecido, por motivos políticos en los años noventa. Los «niños de la Transición» han retomado el periodo desde la queja frente al sistema, frente a los silencios y abusos sobre la memoria predemocrática, pero se han encontrado inmersos en el universo de la posmemoria (Hirsch, 1997 y 2012). Han recibido semejante cantidad de información, ya procesada y manipulada, que se han visto incapaces de operar con ella de manera original. Se han visto limitados a la posproducción de discursos ajenos: políticos, históricos, literarios, periodísticos, legales, procesales… No debe extrañarnos que el resultado obtenido, que ejemplifico a través de una conocida novela de Isaac Rosa: El vano ayer (2002), haya sido profundamente insatisfactorio para ellos, y que su noble anhelo de generar un discurso objetivo sobre la memoria haya conducido, de nuevo, a la melancolía.
El último capítulo, «A vueltas con el intelectual como educador o liberador de la energía del cuerpo social», aborda buena parte de los trabajos de la filósofa barcelonesa Marina Garcés. La premisa de la que parte es fácilmente imaginable para el lector: vivimos en una sociedad imperfecta, mezcla de capitalismo y democracia «irreal», que nos condena a la precariedad, la vulnerabilidad y la indignidad desde un punto de vista personal y colectivo. Vivimos, en definitiva, tiempos póstumos. Nada nuevo en el campo intelectual: la letrada fatalista aspira a intervenir en su sociedad para mejorarla.
Varía ligeramente, eso sí, el código, el lenguaje, en el que Garcés expresa su queja y su esperanza. La filósofa barcelonesa decide retomar el cuerpo, el cuerpo individual y el cuerpo social, desde su precariedad y su precarización. Un cuerpo vulnerable, expulsado a los límites de la dignidad por un sistema que lo paraliza y lo asfixia, con ayuda de la cultura oficial. Es esa entidad anónima la que debe rebelarse contra la realidad que la oprime. Y vuelve a invocar la dicotomía recurrente a la que se habían enfrentado otros autores, españoles y extranjeros, con anterioridad: pasión frente a razón, vida frente a cultura, acción frente a concepto, compromiso frente a conformismo. Si la modernidad, según esta lectura, había primado el segundo elemento de cada par, los movimientos sociales actuales deberían dar prioridad al primero. Solo así se puede generar un tejido social vivo, vibrante y activo que genere una sociedad más justa. Pocas novedades, respecto a las consabidas versiones contrailustradas, desde Rousseau hasta Foucault o Deleuze. Cae Garcés también en ese peligroso discurso que ha reducido el proyecto filosófico de la modernidad a una larga época de abusos y opresiones occidentales, a la amalgama de ley y economía capitalista, y a esa subjetividad insensible y perpetradora.
La pregunta que me hago es cuál es, para ella, ahora, la función del intelectual, sobre todo a raíz del desprestigio funcional al que lo condenó el pensamiento neoestructuralista de los años setenta. La respuesta de Garcés está en la línea de su propuesta: una cultura anónima y colectiva a la que, al parecer, los intelectuales institucionalizados como ella misma solo deberían servir de portavoces o intérpretes, retomando otra premisa foucaltiana de los setenta. Sin embargo, su último libro hasta ahora vuelve los ojos, una vez más, sobre la Ilustración (también lo hizo Foucault, como tantos otros posestructuralistas, en «Qu’est-ce que les Lumières» [1984], retomando la pregunta lanzada por Kant justo 200 años antes), sobre los valores universales transmitidos por la pedagogía, como único medio de facilitar un cambio real y digno de nuestras sociedades corrompidas por el capitalismo.
Es, una vez más, un giro conocido. Un giro al que apelaban los intelectuales liberales modernos, obsesionados con una epistemología y una moral universales que transmitir al colectivo, o extraerla de su propia condición humana excepcional. Un giro al que apelaba también, recuerda Rorty (1983), la filosofía posmoderna, o la posfilosofía, como él prefería llamarla. Creamos o no en su existencia, parece inevitable para la intelectualidad, melancólica y quejosa, racional o vitalista, apelar a esos mismos valores. Solo cambia la estrategia a partir de los años sesenta. Para Habermas (1968), esos valores como la libertad, la justicia o la tolerancia, confiáramos o no en su universalidad, no debían ser discutidos ni relativizados, sino aceptados y alimentados por medio del consenso. Para Lyotard (1979) o Rancière (1995), esos valores solo podían alcanzarse por medio de la crítica insistente a las fallas del sistema, solo podíamos acercarnos a ellos por medio del disenso. Sacerdotes, los intelectuales habermasianos, frente a profetas, los partidarios de Lyotard, de nuevo según la diferenciación de Weber entre los defensores del sistema y sus críticos.
Garcés profeta. Garcés guía y emancipadora del cuerpo social. Garcés activista anónima cuyo nombre recorre las editoriales de prestigio. Garcés filósofa vitalista, pasional, emocional que se expresa a través de la racionalización y la teoría. Garcés profesora universitaria que dice no querer ser educadora ni pedagoga porque esa función no debe pertenecer a unos cuantos nombres propios. Garcés defensora de la contracultura desde las instituciones. Garcés apelando al Sapere aude! kantiano, pero remarcando su renuncia al papel de guía.
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El fatalismo emerge siempre como norma y desencadenante de la melancolía y el disenso intelectual. La sociedad, siempre desordenada y caótica, parece obligar al letrado a generar una propuesta alternativa, basada en un código estable que él desconoce, que solo intuye, pero que anhela con fuerza. Una propuesta difusa y utópica, irrealizable, que parece condenarlo al punto de partida: la melancolía. Veremos este gesto a lo largo de toda la historia intelectual, independientemente del alcance, universal o local, de su impulso; independientemente de su ideología; independientemente de sus logros personales; independientemente de la legitimidad o prestigio de su función.
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EL INTELECTUAL MODERNO:
LA MELANCOLÍA DEL HOMBRE DE LETRAS
El sentimiento de desorden
La silueta del intelectual es reconocible desde su nacimiento, desde el momento en que el adjetivo se convierte en sustantivo. Ahora bien, existe también la voluntad de buscarle precedentes. Christopher Charle, autor de una monografía titulada Naissance des intellectuels: 1880-1900 (1990), vio justificado en un texto posterior aplicar la noción de intelectual a aquellos que con anterioridad a esa época quisieron ser portavoces de una causa importante para el conjunto de la sociedad (Charle, 1996: 27).
La figura del filósofo en el XVIII es tal vez la referencia más evidente para el entorno francés (Traverso, 2013: 14). La Encyclopédie lo define por comparación al resto: «Les autres hommes sont emportés par leurs passions, sans que les actions qu’ils font soient précédées de la réflexion: ce sont des hommes qui marchent dans les ténèbres; au lieu