El texto literario. Alonso Rabi Do Carmo
lenguaje prístino y despragmatizado, el lector reaccionará buscando los posibles significados implícitos que se esconden detrás de esas palabras. Ya no simples palabras, por cierto: ahora figuras retóricas, eufónicas por obra y gracia de la musicalidad y la cadencia de la que también están impregnadas.
Un ejemplo del efecto de despragmatización lo hallamos en el poema de Oquendo de Amat citado anteriormente. Allí, el nombre de la madre es comparado, gracias a un símil, con la dulce resonancia de una música “humilde”, como la propia madre lo es, y sus manos, debido a la presencia de una metáfora, se convierten en gráciles aves que vuelan a ofrecer una caricia en el tierno espacio de los recuerdos del yo lírico. Y es que muchas veces, como lo explica Jonathan Culler, la literatura trae “a primer plano” la propia presencia del lenguaje, como ocurre en los versos de Oquendo: en ellos, el lenguaje nos obliga a prestar atención a su propia forma. Si en la vida diaria lo que nos interesa del lenguaje es usarlo como una mera herramienta para transmitir determinados sentidos, en el caso de la literatura, en especial de la poesía, el lenguaje deja de ser un mero transmisor de significados. El lenguaje literario tiende a despragmatizarse, es decir: pierde su utilidad práctica, se vuelve tan impráctico que solo posee valor, convertido en metáfora, sinécdoque o cualquier otra figura retórica, en el propio poema y solo en él. Otro ejemplo de esta despragmatización, según el crítico español Ricardo Senabre (citado en Villanueva, 1994, p. 154), la hallamos en los versos iniciales de uno de los sonetos más célebres del poeta español José Bergamín:
Mañana está enmañanado
y ayer está ayerecido
y hoy, por no decir que hoyido,
diré que huido y hoyado
Las palabras “enmañanado”, “ayerecido” y “hoyido” simplemente no existen en nuestro idioma: el poeta las ha creado, no de la nada, sino que ha tomado términos parecidos: “mañana”, “ayer”, “hoy”, y los ha sometido a un profundo cambio, ha alterado su categoría gramatical: los sustantivos se han convertido en verbos. De este modo, explica Ricardo Senabre, transformados en otra cosa, han perdido su función práctica, pues nadie las emplearía para comunicarse en la vida diaria. Se trata de palabras despragmatizadas, tan poco funcionales que su uso se restringe única y exclusivamente a los márgenes del propio poema de José Bergamín.
Pero retornemos a nuestro intento de definición de lo que es la literatura. Por todo lo explicado hasta ahora, es imposible definir el hecho literario de una manera única y definitiva, universal. A veces, como explica Jonathan Culler, será el contexto inmediato, o simplemente la claridad del discurso que tenemos en nuestras manos lo que nos impulsará a verlo sin asomo de dudas como literario. Otras veces, como afirma Susana Reisz, será el contexto histórico, el conjunto de convenciones de una sociedad y una época la que fijará el carácter literario de tal o cual discurso, ya sea escrito u oral, en verso o en prosa. A menudo, tanto la definición de Culler como la de Reisz se hermanarán para permitirnos acceder a una definición más compleja de lo que entendemos por literatura. Sin embargo, ambas definiciones, juntas o por separado, resultarán frecuentemente insatisfactorias para entender de una vez y para siempre la compleja naturaleza de lo literario.
UNA DISCUSIÓN CONTEMPORÁNEA: EL SITIO DE LA LITERATURA
Aparte de la controversia generada por su definición, otro de los grandes debates sin resolver que suscita la práctica de la literatura es el lugar que ella ocupa dentro de nuestras sociedades modernas. Muchas veces, su presencia resulta incomprendida y a menudo se la relega junto con actividades menores, aquellas que uno practica “cuando no se tiene nada importante que hacer”. Dentro de los espacios académicos son poquísimas las universidades donde existen carreras de Literatura. Una pesadilla recurrente de los padres es encontrarse con un hijo que le confiesa de pronto que ha decidido “dedicarse a la literatura, pues desea componer versos o escribir novelas y cuentos”. Existe el convencimiento (propio de sociedades como la nuestra, donde lo material y utilitario gana cada día más terreno) de que dedicarse a la literatura nos confinará a una vida de pobreza y sacrificio en vano.
Ya dijimos que escribir literatura, o leerla, no se verá reflejado en una casa más grande o en un bien material cuantificable. Son escasos los escritores o críticos literarios que viven de lo que escriben, lo que los obliga a buscar otros medios de subsistencia. Quien piense en la literatura como una fuente de riqueza material, lo más probable es que esté perdiendo su tiempo. Sin embargo, y lejos de cuestiones materiales, leer y comprender un poema, una novela, un cuento, nos ayudará a pensar con mayor lucidez y a hacer mejor las cosas que hacemos cotidianamente. Cierta vez, terminado su mandato, el expresidente estadounidense Bill Clinton confesó que, durante su ejercicio como presidente, e hiciera lo que hiciera, reservaba tres horas diarias para leer a los grandes maestros de la literatura contemporánea de su país. ¿Por qué? Pues porque, según sus palabras, la mejor manera de conocer a sus gobernados era a través de las novelas de Faulkner y Hemingway, de los dramas de Tennessee Williams, de los cuentos de Raymond Carver.
Por otra parte, la literatura, en tanto práctica cultural, posee una función social de enorme impacto: nos pone en alerta frente a los peligros del autoritarismo. Gracias al ejercicio de la imaginación, nos hace cuestionarnos las injusticias y las convenciones sociales, al ejercitar nuestra mente, nos despierta los sueños de construir un mundo mejor. Cada novela, por ejemplo, puede verse como un inmenso campo de exploración de las posibilidades humanas. Uno no necesita suicidarse, pero puede comprender muy bien lo que esto significa si lee las páginas finales de Madame Bovary, como dice Vargas Llosa que le sucedió a él. No necesitamos experimentar las guerras: podemos comprender sus alcances y las desgracias que acarrean leyendo las páginas de La guerra del fin del mundo. Comprendemos las injusticias sociales y encontramos posibles respuestas para combatirlas leyendo las novelas de Arguedas y Pedro Páramo, de Juan Rulfo. Entendemos la naturaleza del amor leyendo los Veinte poemas de amor… de Pablo Neruda. Pero no solo ello: existe un valor lúdico en la literatura, como nos lo hace notar Jonathan Culler (2004): “Frente a cualquier ortodoxia, cualquier creencia o cualquier valor, la literatura puede imaginar una ficción diferente y monstruosa, burlarse, parodiar” (p. 266).
La literatura, finalmente, nos permite desarrollar en libertad valores como la tolerancia y el respeto a los otros. Nadie puede obligarnos a abrir una novela o un poemario y leerlos con decisión y fruición hasta el final: se trata de una elección que solo nos compete a nosotros. Como dijo Borges una vez: la lectura es un acto de felicidad y nadie puede obligarnos a ser felices. Por el contrario, leer (y escribir) es una práctica democrática, pero que una vez que la adquirimos, nos enseña a desarrollar una sensibilidad que solo las obras estéticas nos permiten: ellas incentivan nuestra imaginación, de tal suerte que nos hacen más competentes y útiles en cualquier actividad que realicemos. Así como a Bill Clinton lo hicieron ser un mejor presidente, un abogado desarrollará una visión de su profesión muy por encima del promedio si lee los capítulos dedicados al juicio en Los hermanos Karamazov, o a través de El proceso de Kafka. Un banquero o agente de la bolsa tendrá un manejo más sutil de su oficio y de los riesgos que entraña si es capaz de leer y reflexionar con La hoguera de las vanidades de Tom Wolfe. En el caso latinoamericano, si uno es sociólogo o periodista, comprenderá el conflicto de las clases sociales leyendo Un mundo para Julius de Alfredo Bryce, o entenderá mejor las encrucijadas del fracaso a través de los cuentos del gran Julio Ramón Ribeyro.
En ello radica también el valor y la permanencia de las obras literarias, así como el misterio de su perduración. El papel de la literatura es ambiguo, como bien lo expresó más de una vez el crítico francés Roland Barthes (en Salvat, 1973): “La literatura expresa permanentemente el malestar, la desdicha y los deseos de la sociedad. Al mismo tiempo, imagina utopías, mecanismos de salida a dichas problemáticas” (p. 16). En otras palabras, la literatura, como actividad humana, es inseparable de la función social que realiza. Literatura y sociedad, sociedad y literatura: no importa el orden en el que se los pronuncie, ambos son términos complementarios, que se alimentan mutuamente y cuya presencia resulta fundamental para entender el papel y el paso del hombre sobre nuestro mundo.