Una ficción desbordada. Giancarlo Cappello

Una ficción desbordada - Giancarlo Cappello


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personaje de Liana Taillefer en El club Dumas de Arturo Pérez-Reverte –y su diagnóstico parece certero–. La modernidad supone un nuevo desplazamiento de la figura del héroe. Si el romántico necesitaba sublimes campos de batalla que le permitieran salir del ámbito de lo social, el realismo nos muestra un escenario que solo puede ser social. El héroe ya no necesita ser noble o predestinado. Su proverbial individualismo, signado por la astucia, las ambiciones y los deseos terrenos, es su mejor insignia y galón. Los nuevos relatos tienen como protagonistas y antagonistas a la vez a tipos audaces, efectivos, pero también hipócritas redomados y fingidores, que entienden que la sociedad es un juego donde la mediocridad acecha y ellos no pueden fallar. La modernidad es un tiempo pragmático, su concepción de base dice que solo es verdadero aquello que funciona, de modo que el héroe se liga más que nunca a la verosimilitud.

      Cada periodo de la historia ha dado origen a un héroe específico, a un hombre capaz de reunir las características de su época. Así, el héroe contemporáneo, el hombre de talento en cualquiera de sus manifestaciones, no necesitará más de la habilidad física o de los dones de algún mago; su mejor golpe será ahora el argumento contingente y su arma favorita el ingenio multiforme, velado e industrioso a la vez. El cine y la televisión han operado como vehículos esenciales en la magnificación de esta realidad; sin embargo, quien define y legitima la dimensión de lo heroico es el público. El héroe resulta de una relación extratextual y en referencia a la ideología de la sociedad, por eso, los relatos que forman parte de una tradición asientan una identidad. Los héroes viven en la memoria colectiva, sirven de ejemplo y explican la relación del hombre con el mundo. El pueblo conserva sus historias porque ayudan a entender lo que fue el pasado, sirven para interpretar el presente y alertan acerca de lo que puede ser el futuro (Eliade, 2002).

      Todo esto hace que las bondades agonísticas del mito resulten insuficientes y restringidas a la hora de pensar un héroe para estos días. Es preferible asumir como héroe al personaje protagonista, pues generalmente representa el sistema de valores propuestos en el relato. Es más, podríamos ir más lejos e imaginar que héroes son todos los personajes que describen un recorrido narrativo para alcanzar sus objetivos, porque en tiempos en que los valores epistemológicos resultan relativos no existe un único objetivo/valor que se yerga por encima de los otros. Dicho esto, entenderemos como héroes no solo a Jason Bourne, Tony Stark o Harry Potter, sino también a George Bailey, el generoso padre de familia abrumado por la quiebra que decide suicidarse en It’s a Wonderful Life! (Capra, 1946); a Ted Stroehmann, el torpe y tímido joven que no desfallece por conseguir el amor de Mary en There’s Something About Mary (Farrelly, 1998); a Ju Dou, la joven cautiva de un mercader de telas que quiere un hijo varón a toda costa en Ju Dou (Zhang Yimou, 1990); a Sandro, el niño de 10 años que es testigo del asesinato de su madre y se las arregla solo en las calles de Copacabana en Última parada 174 (Barreto, 2008); o a Kevin Arnold, el joven que descubre la vida mientras crece a fines de los sesenta en la teleserie The Wonder Years (ABC, 1988-1993).

      De la épica a la comedia, del horror al thriller y el romance, los protagonistas viven su personal aventura en el mundo, pero en todos los casos estaremos ante pasajes reconocibles, personajes familiares, escenas repetidas, imágenes y motivos heredados que al conjugarse brindarán un sentido específico y nos vincularán directamente con un tiempo, una experiencia y un entorno concretos. Enmarcada en el diseño clásico, la estructura mítica se configura como un eficiente patrón de conexión y sintonía con la audiencia al ofrecer la descripción ideal del camino de los hombres a través de sus vidas: mientras descubren su propia aventura, se descubren a sí mismos y viven de forma vicaria la realización de sus aspiraciones más sublimes.

       6. La estructura cuestionada

      Si el Paradigma y el viaje del héroe se asentaron a comienzos de los ochenta, fue porque encontraron la hierba propicia para arder. El éxito de las fábulas sencillas propuestas por George Lucas y Steven Spielberg, distintas de las formas que antes habían discutido el diseño clásico, encajó perfectamente con el conservadurismo galopante de Margaret Thatcher o Ronald Reagan. Se encumbraron como ideales para un tiempo prolífico en movimientos reaccionarios e iniciativas de control y vigilancia, en una época signada por el sida, por el miedo, en fin, para un tiempo cargado de angustias. En ese contexto, los relatos desesperanzados de los años sesenta y setenta abandonaron su impronta particular para abrazar la estructura reparadora y renovar así los vínculos con el auditorio.

      Experiencias normativas como las que hemos descrito son el resultado de la institución de contextos específicos y, ciertamente, constituyen el punto de partida de reformulaciones, debates y ensayos disruptivos cuando estos se agotan. Por eso, cuando a mediados de los años noventa las variables del entorno experimentaron una serie de cambios vertiginosos y el centro sensible que regía el Paradigma quedó expuesto, el modelo empezó a ser cuestionado en un nuevo esfuerzo por ajustar las clavijas a lo que los alemanes llaman weltanschauung, «el espíritu de nuestro tiempo». El relato es consustancial a la transformación de las sociedades. Entender esto es fundamental porque, al momento de hacer su trabajo, el narrador selecciona y desarrolla un material que surge del tiempo en que vive para luego representarlo a través de acciones que son el resultado de la relación entre los individuos y su medio. De modo que, para entender las nuevas formas narrativas, convendría preguntarse: ¿cómo son este tiempo y esta nueva circunstancia de vida?

      Desde fines del siglo XIX, la narración ha estado estrechamente vinculada a la modernidad y, como puede observarse en la tradición literaria y teatral que luego continuará el audiovisual a través del cine y la televisión, la atención gira cada vez más alrededor del problema del hombre. El tiempo actual es, por demás, complejo. Más allá de los saldos brutales de las guerras del siglo XX, del tenso proceso de globalización social y económica, más allá de la erosión de postulados fundamentales sin reemplazo –o quizá precisamente por todo esto–, los relatos de hoy en día dan cuenta de las complicaciones del hombre para ejercer control sobre las condiciones de su entorno. La influencia del pragmatismo evidencia el nudo de sensaciones e impulsos que gobiernan al individuo. Desde las novelas de Faulkner hasta los publicistas de la serie Mad Men (AMC, 2007-2015), se reproduce un universo de relaciones entrópicas ante las exigencias de la realidad. Como señala John Howard Lawson (1976), se trata de un mundo de experiencia pura en el cual los estados anímicos extremos reemplazan al valor y la lucha coherente por lograr fines racionales.

      Otro aspecto fundamental es la tensión entre el espíritu y la materia, entre lo subjetivo y lo objetivo, entre lo real y lo virtual, circunstancia que diluye la idea del individuo que se plantea un propósito y dirige todos sus esfuerzos hacia conseguirlo, lo que deja un terreno fértil para sujetos que no saben lo que quieren. No estamos hablando de perdedores, sino de sujetos cuya voluntad se estrella la mayoría de veces contra el asfalto. No estamos ante relatos pesimistas, sino ante un retrato agudo de los cambios y transformaciones de un tiempo que transita de la explicación definitiva de los fenómenos a la relatividad epistemológica y existencial, a la incertidumbre. Las narraciones de esta era contemporánea dan cuenta de un individuo que no solo ha perdido el centro, sino que deja de serlo; como si sus devenires constataran que la revolución moderna ha sido un fracaso porque se ocupó de todo, menos de hacer la revolución del hombre: esa gran excusa y, a la vez, esa gran tarea pendiente.

      Tal vez estemos viviendo la fase más radical de aquella confusión moderna, le tourbillon social, que ya advertía Rousseau en la segunda mitad del siglo XVIII. En su novela Julie, ou La nouvelle Héloise (1761), el protagonista Saint-Preux escribe:

      Estoy comenzando a sentir la embriaguez en que te sumerge esta vida agitada y tumultuosa. La multitud de objetos que pasan ante mis ojos me causa vértigo. De todas las cosas que me impresionan, no hay ninguna que cautive mi corazón, aunque todas juntas perturben mis sentidos, haciéndome olvidar quién soy y a quién pertenezco3.

      Hoy, la experiencia del público aparece cada vez más lejana de los compartimientos estancos, las reacciones calculadas y los equilibrios definitivos propuestos por el Paradigma. Sin embargo, la urgencia de narrar ha inaugurado una amplia gama de ensayos que discuten la


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