En vivo y en directo. Fernando Vivas Sabroso
Nicanor González, socio de América y dueño de la disquera Sono Radio, rizaba el rizo cuando los ídolos Coco Montana, Pepe Miranda o Pepe Cipolla anunciaban sus últimos lanzamientos en El clan del 4, conducido por Rulito Pinasco. La música natural de la televisión lo era también de la radio y del flamante mercado de los tocadiscos pick-up. La ola se expandía a los dormitorios, a las fiestas y a la calle a partir de su impulso televisivo, y en él entró a tallar el más animado concurso juvenil de Panamericana: Cancionísima (véase, en este capítulo, el acápite “Para empezar, música y concursos”).
Carrera de consumistas de los aires populares (los mismos que 30 años después Raúl Romero convertirá en espléndidos personajes de cinco minutos en la secuencia “Canta y gana” de De dos a cuatro), la acción musical de los participantes de Cancionísima sí calza en una estructura ajena, la de un programa de concurso con reglas y premios gordos. Pero la ola tuvo tal acogida que merecía números y sets propios, libretos para sus estrellas y, aunque oculto tras su obediencia a las modas imperantes, su propio folclor. En El hit de la una conducido por el chileno Enrique Maluenda y en El hit de la noche, intermitente versión estelar del longevo espacio del mediodía, se empezó a ponchar con insistencia a ciertas estrellitas con capacidad de memorizar libretos y mensajes de alegría, actores-cantantes la mayoría de ellos: A César Altamirano, Connie Philip, Lalo Bisbal o Los Doltons se sumaron Fernando de Soria y Anita Martínez, que se habían formado en la nueva ola porteña que encabezó Palito Ortega; la pareja en ciernes Joe Danova y Regina Alcóver; la peruana Betty Missiego, la más estilizada, ambiciosa y lírica del lote, que había debutado en Bar Cristal y antes de partir a “hacerse la España”, cantó a diario en la televisión local. Betty estaba en las estribaciones de la ola; su estilo de cantar “mirando al techo” le demandó un semblante más que rígido, un moño bien ceñido jalándole las cejas y tupiendo elegantemente su voz. Fue pionera del videoclip autóctono, pues pidió turno de videotape para grabar en 1965 algunas afectadas performances. Así estrenó en Cancionísima, María Sueños, expresión de una Chabuca Granda que ya no se sentía criolla, que no era romántica, pues nunca supo serlo, y sí quería participar del idealismo sesentista de esta generación pagada por la televisión para inducir jolgorio sano a la juventud.
La salubridad aludida correspondía más a la juventud de la televisión que a la de una ola que no podía estar desinformada de las revueltas existenciales del Norte. Por eso, las inquietas matinales del cine Tauro fueron en realidad su epicentro antes que los sets del 4 y del 5. Queda como trágica anécdota, que por discreción y desconcierto la prensa no atinó a colocar en primera plana, la del suicidio del cantante “Rolly” en el mismísimo local de América Televisión, utilizando la pistola del guachimán del canal. Tratándose de un nuevaolero limeño de los sesenta es más probable que el motivo haya sido una depresión amorosa que el furor psicodélico de vivir.
De Soria y Martínez, Alcóver y Danova, Altamirano y Cuchita Salazar, fueron una suerte de “matrimonios y algo más” a ritmo nuevaolero, expandiendo su performance en la televisión musical hacia otros géneros y escenarios liberales. De Soria, por ejemplo, había sido contratado en 1967 por Juan Silva para cantar en el Sky Room del Hotel Crillón que este regentaba, y para los shows de Rulito Pinasco en el 4. Terminó el contrato y Genaro Delgado Parker lo enroló como actor en su fábrica de telenovelas. Se reencontró con el país de su madre y de su abuelo, el coplista Fernando de Soria, de quien tomó su nombre, pues en realidad el actor se llama Fernando Strauss de Soria. Su esposa Anita (madre de la actriz Gaby Strauss y del cantautor Jean Paul), también tenía background actoral y le fue muy útil para darle la réplica a Pepe Vilar en sus temporadas televisivas. Con él prosiguió su carrera en Chile, donde actuó en telenovelas. La nueva ola estaba por morir en la orilla y sus estrellitas tenían que seguir nadando como Regina Alcóver, protagonista hasta el empalago en novelas de los setenta y primera actriz de la compañía de Osvaldo Cattone.
En sus buenos tiempos, tan bien manejaban el micro, para conducir el espacio o para hacer la mímica tramposa del playback, que se hizo innecesario ocupar a Pablo de Madalengoitia y a Kiko Ledgard en Cancionísima, y buenas temporadas fueron conducidas por los propios nuevaoleros que de las tardes se expandieron a los ómnibus de los fines de semana y a El hit del momento, sustituto del Hit de la una, cuya primera temporada en octubre de 1968 se grabó y enlató en el canal 11 de San Juan, Puerto Rico, emisora con la que Panamericana tenía un contrato para ocupar cuatro horas de programación. El canal 4 también llevaba la ola a los weekends y tuvo un pretensioso Estudio 4 producido por el español Fernando Luis Casañ. Pedrín Chispa produjo y escribió los libretos de otro musical promocional: Ritmo en el 4, con marcado predominio go-go y conducción de la diskjockey Diana García. Semejante onomatopeya, señal de un ritmo dinámico pero modulado y reiterativo, cundió en los programas infantiles, hizo furor en los “cuatronautas” de Cachirulo y en la secuencia “El tío Johnny a go-go”.
El playback hacía prescindible las orquestas y dejaba cancha libre a la expresividad de los cantantes, pero aplatanaba las escenografías, restaba dimensión coral y, sobre todo, coreográfica a la nueva ola. Un musical ambicioso tenía que ser una fiesta orquestada y, de ser posible, con chicos y chicas bailando en el set. Así lo entendieron los productores pero ninguna estrella hizo nada por formarse en lo que hoy es requisito esencial: el baile. Sólo recordamos a una danzante que nació para la televisión, Elena Cortés, que pretendió encauzar el desmelenamiento de la ola con disciplina de cuerpo danzarín. Cuando en el 4 le dieron alas y espacio propio —notoriamente en el sabatino Carrusel, inaugurado en noviembre de 1968 por su esposo, el productor chileno Mario Spector— le entró la comezón de las “luces de Broadway” y fue la primera y única exponente de la moderna ópera musical televisiva. En verdad, se trató de esbozos dentro de espacios ajenos o ficciones con pie musical (Mi tía y yo en 1967), pues tuvo que retirarse al teatro para satisfacer su ambición con un aparatoso Hair en 1970 y recién volver con La discoteca de Elena (1979, canal 4). La nueva ola nunca se reeditó y su pariente más cercano, el rock nacional cocinado en los ochenta, salvo por dos cantantes-entertainers como Raúl Romero y Gianmarco Zignago, será rebelde al encuadramiento televisivo.
Criollos
Acabado el festival del cuento y la canción criolla, la Backus y Johnston se dedicó a lo que hace cualquier auspiciador: pautear spots. Los proyectos de la nueva televisión se concebían en casa y no en la oficina del anunciante, así que Benjamín Cisneros y el “Cumpa” Donayre, los creativos de la empresa, se concentrarían ahora en vender cerveza Cristal.
Entra en escena Augusto Polo Campos (1932), pluma mayor del costumbrismo en la televisión. Polo creció en un rincón del Rímac donde confluyen todos los vectores del criollismo y nació con labia. Desarrolló la retórica antes que la inspiración, pero esta no fue nada desdeñable; fue chirriante, llorosa, machista, pasatista a la vez que arrabalera en sus homenajes a la ciudad, y por ratos brillante. Ganó el Tercer Festival Cristal en 1963 con su vals Limeña (“boquita de caramelo, cutis de seda / magnolia que se ha escapado de la Alameda”), digno tributario de La flor de la canela puesto en escena con gran fanfarria y con apasionada rendición de Edith Barr. Panamericana jaló al joven Polo, muy atareado en escribir ingentes horas radiales, para ver si eran ciertas sus dotes verbales. Las desplegó escribiendo libretos para Tulio Loza, pergeñando boletines de prensa mientras ocupó la jefatura de relaciones públicas del canal y urdiendo los espacios criollos que habrían de llenar el vacío dejado por la Cristal. Esta es mi tierra, estrenado en abril de 1967 con la pieza homónima por eslogan, alternaba música y escenas costumbristas. Cada programa se inspiraba en un tipo local, en “un personaje del país, ya sea el guardia de tráfico o el emolientero, contábamos su historia, su drama, lo que pasaba en su casa”.51 El propio autor componía temas para el espacio como La canción del pescador, himno del gremio desde que fuera estrenado en el 5.
La música criolla encontró su horario estelar: las tempranas noches sabatinas, antes de la juerga callejera, cuando al país conviene oír un ruido oficial antes de consagrarse a los ritmos extranjeros. Hay una explicación generacional que reserva para los