El nuevo cine latinoamericano de los años sesenta. Isaac León
en sus posiciones de izquierda, así como tal vez los más influyentes teatristas en el panorama regional. Ambos compartieron las tesis de la creación colectiva y la participación del público que tantos seguidores han tenido entre los grupos teatrales de la región. Es conocida la propuesta de Boal de “borrar las fronteras entre actores y público” (Boal 1982).
Son muy importantes, igualmente, los grupos de teatro universitario (en Chile y en otras partes), así como la experiencia de grupos teatrales, como la Candelaria en Bogotá, Galpón, en Uruguay, Fray Mocho (y su director, Óscar Ferrigno) en Buenos Aires, grupo del cual surge Osvaldo Dragún, el autor de mayor relieve en su época. Están, asimismo, el grupo ICTUS en Santiago de Chile y Rajatabla en Caracas. En esta última ciudad, precisamente, surge el Nuevo Grupo, formado por los dramaturgos Isaac Chocrón, José Ignacio Cabrujas y Román Chalbaud, quienes lideran la renovación de las prácticas escénicas en esa ciudad y ejercen una influencia que va más allá de su propio país. Ellos serán, además, los que, en el marco de todo el subcontinente mayor relación tienen con la actividad cinematográfica y con lo que se conocerá, más allá de los límites del periodo que estudiamos, el nuevo cine venezolano, sobre todo Chalbaud, quien es el más prolífico de los cineastas venezolanos contemporáneos, y luego Cabrujas en el campo del guion.
Es una década en la que aumentan las visitas de los grupos teatrales a otros países, así como los encuentros y los festivales de teatro, con lo cual se van estableciendo relaciones y vínculos antes inexistentes, en los cuales, por cierto, está presente la identificación política y la búsqueda de la unión y la solidaridad latinoamericanas. Conviene subrayar la gravitación que las nuevas propuestas teatrales alcanzan en esos años de la mano de Grotowski y Eugenio Barba, entre otros, más allá de las fronteras latinoamericanas, porque en ellas se intentó, con mayor éxito, al menos temporal, uno de los objetivos que se perseguirá en las propuestas más radicales de los cines de América Latina: la creación compartida y la participación activa de los espectadores, que se presenta asimismo en conciertos de música pop, en las performances de actores o cantantes u otras prácticas de representación que se extienden en esos años.
Al respecto, Mario Maffi afirma:
La revolución efectiva de la concepción teatral, el abatimiento de unos cánones ya caducos y la nueva visión del teatro como compromiso sociopolítico, procede hasta cierto punto tanto en lo que se refiere a los significados como a las estructuras, del ‘nuevo teatro americano’. Es probable que ninguna experiencia cultural underground haya producido un impacto semejante: ni siquiera el cine… Quizá sea justamente la ausencia de barreras entre el escenario y la platea, la extensión de lo real, el carácter no de ficción, sino de compromiso-presión inmediatos sobre la realidad, lo que ha contribuido al estallido del ‘nuevo teatro’ más allá del ámbito underground. El ‘nuevo teatro’ ha tenido especialmente… el gran mérito de regresar a formas teatrales comunitarias, rituales populares, de redescubrir el origen de la experiencia teatral en el rito, en la fusión de danza, la música y la palabra, en la participación física de toda una colectividad sin distingos entre actor y espectador (Maffi 1972b vol.: 83).
Ahora bien, y con la excepción del caso venezolano, la conexión entre ese nuevo teatro y el nuevo cine de los sesenta fue casi inexistente. Por ejemplo, ninguna pieza de Augusto Boal fue adaptada por el cine en Brasil, y tampoco fuera, igual que las obras del colombiano Enrique Buenaventura. Con el nuevo teatro de esos años, la conexión de los cineastas fue aún menor que con la nueva novela. No obstante, ese nuevo teatro constituye otro de los grandes impulsos renovadores en el nivel de las formulaciones expresivas y en su afirmación de la necesidad del cambio social, así como en la reivindicación de la fraternidad latinoamericana.
También —como adelantamos— la renovación de la Iglesia católica constituye un aporte, no siempre directo, al movimiento que estamos reseñando en este apartado, porque —desde su propio espacio— favorece la demarcación de lo nuevo frente a lo viejo o tradicional.
Sobre esa renovación, Cavallo y Díaz dicen:
Los sesenta fueron años de intensos cambios en la Iglesia católica mundial. El papado de Juan XXIII modificó el estilo de severidad doctrinaria marcado por sus antecesores, e inició lo que sería la más profunda transformación de la Iglesia en cinco siglos: el Concilio Vaticano II, un esfuerzo de aggiornamiento a las nuevas realidades del mundo, que se vio rápidamente asociado —en especial en los países del Tercer Mundo— a una participación más activa de los eclesiásticos en los programas de cambio social (Cavallo y Díaz 2007: 99).
Pues bien, a la Teología de la Liberación, que empalma con las tendencias solidarias continentales, se puede agregar el nombre de un pedagogo de orientación socialista y cristiana, el brasileño Paulo Freire, autor de Pedagogía del oprimido y La educación como práctica de la libertad, quien, al ser exiliado por la dictadura brasileña después del golpe de 1964, se radicó en Chile, donde siguió aplicando su programa durante el gobierno de Frei. Las teorías educativas de Freire se arraigan en varios países y constituyen, también, uno de los puentes culturales e ideológicos que acompañan otras manifestaciones propias de la década del sesenta, en las que un segmento pequeño pero muy activo de la población católica, absolutamente mayoritaria en la región como se sabe, adopta posiciones socialistas sin renegar de su credo religioso.
Por último, y sin ánimo exhaustivo, en los años sesenta se perfila una tendencia casi sin precedentes en la región: un sentimiento latinoamericanista que se arraiga en diversos segmentos —especialmente entre los jóvenes y la población ilustrada, además de las vanguardias políticas— y que se expresa en la idea de la “patria grande”. Como que, de algún modo, resurge el ideal bolivariano de los años independentistas con mayor extensión y cobertura geográfica, pues abarca Brasil y las naciones caribeñas. Ese sentimiento opaca un tanto las fricciones o las rivalidades tradicionales existentes entre algunos países que comparten fronteras, y es muy distinto a ese afán panamericanista que, en el marco de la segunda guerra y los años posteriores, es impulsado por la política exterior estadounidense, como un modo de afianzar el apoyo de los países del “patio trasero”. Tampoco está ligado al proyecto de Alianza para el Progreso, que impulsa Kennedy desde los comienzos de su gobierno de tres años.
En ese sentimiento latinoamericanista cuenta de manera prominente, por cierto, la reivindicación del pueblo y de lo popular que se expresa en diversos tipos de asociaciones, movilizaciones, proyectos sociales y culturales, propuestas de escritores y artistas y, evidentemente, en la actividad política y gremial.
Al respecto, García Canclini afirma:
Esta tendencia cobró forma en Brasil y en otros países latinoamericanos a partir de los años sesenta. Escritores, cineastas, cantantes, profesionales y estudiantes reunidos en los Centros Populares de Cultura (CPC) brasileños desplegaron una enorme tarea difusora de la cultura, redefiniéndola como ‘concientización’… A finales de la misma década, el grupo Cine Liberación propuso en Argentina, y extendió luego a otros países, un ‘cine acción’, que quebrara la pasividad del espectáculo y promoviese la participación… Del mismo modo que los CPC invirtieron la caracterización folclórica de lo popular: en vez de definirlo por las tradiciones, lo hicieron por su potencia transformadora; en vez de dedicarse a conservar el arte, trataron de usarlo como instrumento de agitación (García Canclini 2001: 248-249).
A propósito de los CPC, traigo a colación un comentario de Paranaguá:
En efecto, el cinema novo es socialmente un subproducto del movimiento estudiantil y del Centro Popular de Cultura, que le confieren una sintonía perfecta con la efervescencia intelectual del momento, con énfasis en la música, el teatro, la literatura, las artes plásticas, la arquitectura. La integración del cine con las demás expresiones de la cultura brasileña nunca había sido tan íntima, sin que ello redundara en desequilibrios (Paranaguá 2003: 233).
Esa mística de lo popular, asumida en la práctica artística y comunicativa que apunta a la “concientización”, o a la creación de un público nuevo o distinto al anterior, está presente, de manera declarada o explícita, en muchas de las actividades que se generan en esos