Una escuela como ésta. Lucía Caisso
en concreto como referente empírico de mi investigación de Doctorado.
Las hipótesis que formulé en los inicios de mi investigación dan cuenta de mi interés por distanciarme de esos abordajes que, a mi entender, proyectaban una “imagen encantada” (Quirós, 2006) sobre estas experiencias educativas. En esas hipótesis yo sugería que donde los autores solían ver horizontalidad, pedagogía crítica y “respuesta” de los movimientos sociales a una necesidad educativa insatisfecha yo encontraría, más bien, un mundo de intereses políticos bien calculados por parte de las organizaciones de desocupados (así las definía en ese entonces). Esos intereses seguramente eran los que justificaban su inversión de energía en este tipo de proyectos pedagógicos, los cuales asociaba, además, a la intención por formar políticamente a las personas que asistían como estudiantes.
Sin embargo, ya desde el inicio de mis primeras incursiones al campo –a inicios del año 2010– comenzó a volverse evidente que la selección de categorías que había realizado para definir y delimitar el problema de estudio de mi investigación –tanto en el título como en el proyecto todo– no era precisa. El Movimiento, por ejemplo, no resultó ser cabalmente una organización “de desocupados”: aunque gestionaba algunos planes de desempleo que tenían como beneficiarios a vecinos de barrios y villas marginales de la zona sud-este de la ciudad y formaba parte de un Frente nacional que recuperaba la lucha, figuras e ideales de las organizaciones “piqueteras” de desocupados surgidas a finales de la década de 1990, sus integrantes optaban por denominar al colectivo como una organización territorial en algunas oportunidades o como un movimiento político y social en otras. El proceso de investigación me permitiría determinar que en la discordancia entre estas categorías nativas y las categorías que yo había seleccionado se expresaba mi desconocimiento acerca de las transformaciones socio-históricas que se estaban operando en organizaciones como el Movimiento y que redundaban –entre otras cosas– en el cambio de términos con que nombrarse a sí mismas.
Pero si estas categorías resultaban desacertadas para pensar al Movimiento, perdían aun más sentido al buscar referirse a las actividades educativas emprendidas por sus integrantes. En las clases y actividades del Bachillerato Popular (experiencia que comencé a investigar en primer término) no se escuchaba hablar de “desocupados”, ni tampoco eran tan frecuentes –o tanto como yo esperaba– las alusiones al Movimiento, a sus reivindicaciones o a su proyecto político. De hecho, la mayoría de las personas que formaba parte del Bachillerato no pertenecía a la organización. Al inicio de mi trabajo de campo, solo nueve individuos (entre estudiantes y educadores) se reconocían como integrantes del mismo, mientras que la mayoría del plantel docente (que contaba en ese momento con una veintena de integrantes) o bien adscribía a otras organizaciones políticas (fundamentalmente estudiantiles universitarias) o bien no se reconocía como militante de ninguna organización. En el caso de los estudiantes (que contabilizaban alrededor de 30 personas) eran muy pocos –casi excepcionales– los que participaban de las actividades que el Movimiento había desarrollado durante años en la zona.
Una tarde en que realizaba una de mis primeras observaciones de campo, emprendí un diálogo que evidenció esta heterogeneidad de actores y sentidos en la que comenzaba lentamente a sumergirme. Yo me había dirigido al Bachillerato a observar una clase de Cs. Sociales que era dictada por Eugenia. Pensé que en una asignatura como ésa, dictada por una militante fundadora del Movimiento, podría seguramente registrar los modos en que la organización hace jugar sus intereses políticos en relación a esta actividad educativa.
Al llegar al Bachillerato y como la clase aún no había comenzado, Eugenia –con quien había coordinado mi presencia en el lugar– me pidió que explicara a los estudiantes el motivo por el que yo estaba ahí. Para eso, me paré frente a ellos y comencé a contarles sobre qué trataba la investigación. Al intentar enunciar por qué me interesaba en esta experiencia educativa en particular, aludí a lo que consideraba su característica principal: dije que estaba ahí para estudiar “escuelas como éstas, hechas a pulmón por la gente de los movimientos sociales”. Los estudiantes no parecían demasiado interesados en escuchar las explicaciones que justificaban mi presencia en el aula: por el contrario, se mostraban deseosos de que terminara de hablar para que la clase comenzara de una vez.
Cuando mi breve discurso terminó miré a Eugenia para cederle la palabra y que pudiera comenzar con su labor. Sin embargo, antes de que esto sucediera, una estudiante que yo no había advertido como particularmente interesada en la charla quiso volver sobre mi alocución. Preguntó: “Pará (…) cuando decís ‘escuelas como éstas’ (…) decís de adultos, ¿no?”. Miré a Eugenia. No acotó nada, sino que sonrió y me hizo un gesto que entendí como “te toca a vos responder”. Luego se dio vuelta y comenzó a escribir en el pizarrón algunas consignas para la clase del día. La pregunta de la estudiante me confundió. Comencé a ensayar mentalmente otras maneras de decir lo ya dicho, pero no sabía cuál de ellas sería la más adecuada… ¿qué esperaba la militante que yo dijera a los estudiantes? ¿Y qué sentirían estos frente a mi definición sobre algo en lo que ellos participaban? ¿Aprobación, indiferencia, curiosidad?… “Sí, de adultos”, respondí a la estudiante y la clase comenzó.
Si recupero esta pequeña escena para presentar este trabajo es porque expone cómo al intentar definir de manera espontánea la naturaleza de esta experiencia educativa eché mano de mis propias atribuciones sobre lo que allí sucedía. La posibilidad de objetivar estas atribuciones había sido dada por su contraste con la opinión de la estudiante y el silencio de la militante/educadora. Para la primera, mi definición de esta escuela (de este espacio, de esta experiencia que ella estaba viviendo) era tan lejana a su propio entendimiento que ni siquiera buscó indagar en los significados de la misma. No me preguntó, por ejemplo, a qué movimiento social estaba haciendo referencia, sino que retomó el pronombre “ésta” y lo vinculó a su propia interpretación de lo que allí estaba sucediendo (una clase de una escuela de adultos). Para la militante, mientras tanto, tampoco fue menester dar una definición propia de lo que yo estaba intentando definir.
De esta manera se fueron tensando los supuestos que yo poseía y que giraban en torno a la creencia de que en una experiencia educativa “como ésta”, la organización social que la había impulsado tendría una presencia central, politizando el contenido, acercando a los estudiantes de manera explícita a sus reivindicaciones o identificando a estas escuelas con las luchas piqueteras. En otras palabras, llegué al campo esperando encontrar el mensaje del Movimiento como elemento protagónico de esas experiencias educativas. Me encontré, más bien, con experiencias educativas atravesadas por una multiplicidad de sujetos sociales: militantes del Movimiento (con mayor trayectoria asociada a la militancia territorial), profesores no pertenecientes al Movimiento (en general estudiantes universitarios y muchos de ellos militantes de agrupaciones estudiantiles), algunos pocos estudiantes que eran parte de la organización (en el sentido de que participaban de muchas de las actividades aunque no se reconocían como “militantes”) y también una gran mayoría de estudiantes que no habían tenido contacto previo con ella, funcionarios estatales, pobladores de la zona, entre otros. Todos ellos, a partir de diversos saberes, sentidos y expectativas buscaban (no pocas veces de manera conflictiva) dar vida a esta experiencia educativa.
Más adelante, además, comencé a percibir que quienes formaban parte del Movimiento y se involucraban como profesores en las actividades educativas se reconocían como militantes cuando interactuaban con el resto de los profesores o con los estudiantes. Sin embargo, Eugenia y su pareja, Gastón, aparte de ser nombrados como militantes, también se reconocían y eran reconocidos como referentes cuando se encontraban realizando actividades territoriales, en vinculación con los vecinos y pobladores de las villas y barrios que se movilizaban con el Movimiento.
Como fui comprendiendo con el paso del tiempo, esta utilización diferencial de categorías en uno y otro ámbito respondía a características diferenciales de involucramiento político entre las actividades territoriales y las actividades educativas. Esa distancia provocaría no pocos conflictos al interior de las experiencias educativas que analicé (conflictos que llevaron al cierre del Bachillerato Popular en el año 2011) y también al interior de la vida y el activismo de algunos de los sujetos cuyas prácticas analicé. Era una distancia que marcaba además las transformaciones