El doctor Thorne. Anthony Trollope
no se dijeron nada más. Mary no hizo más preguntas ni el médico le ofreció más información. Si se hubiera atrevido, ella habría deseado preguntarle la historia de su madre, pero no se atrevió. No podría soportar que le hubiera dicho que su madre había sido, quizás, una mujer despreciable. Que era la hija auténtica de un hermano del médico ya lo sabía. Por poco que en la niñez le hubieran contado de sus parientes, por pocas palabras que hubiera empleado su tío para hablarle de su parentesco, sabía esto: que era la hija de Henry Thorne, hermano del médico e hijo del anciano clérigo. Pequeños incidentes que habían tenido lugar, incidentes inevitables, le habían hecho descubrir eso, pero ni una sola palabra había oído acerca de su madre. El médico, cuando hablaba de su juventud, se había referido a su padre, pero no había dicho ni una sola palabra de su madre. Hacía tiempo que sabía que era hija de un Thorne; ahora sabía que no era prima de los Thorne de Ullathorne, que no era prima, como mínimo, en el sentido corriente del término, ni sobrina de su tío, a menos que él le diera permiso especial para serlo.
Cuando se acabó la conversación, ella se dirigió sola al salón y allí se sentó para pensar. No llevaba así mucho tiempo cuando se le acercó su tío. No se sentó, ni siquiera se quitó el sombrero que llevaba todavía, pero, acercándose más, le dijo estas palabras:
—Mary, después de lo que ha pasado, sería muy injusto y muy cruel dejarte sin contar otra cosa: tu madre fue muy desgraciada en muchas cosas, pero no en todo. Sin embargo, el mundo, que es muy terco en algunas cosas, nunca la juzgó por ser desgraciada. Te cuento esto, hija, para que respetes su memoria —y, diciendo esto, salió sin darle tiempo a contestar.
Lo que le dijo, se lo dijo por piedad. Percibió cuáles serían sus sentimientos al pensar ella que tenía que sonrojarse a causa de su madre, que no sólo no podía hablar de su madre sino que tampoco podía pensar en ella con inocencia y, para mitigar tal tristeza y, además, para hacer justicia a la mujer a quien su hermano había perjudicado, se obligó a sí mismo a revelarle lo dicho más arriba.
Luego anduvo un rato a solas el médico, hacia un lado y otro del jardín, pensando en lo que había hecho con respecto a la muchacha y dudando si había hecho bien o mal. Había decidido, cuando le entregaron a su cargo a la recién nacida, que no le diría nada de su madre y que nada descubriría ella de su madre. Deseaba dedicarse a la niña huérfana de su hermano, la última semilla de la casa de su padre, pero no quería hacerlo entablando relaciones familiares con los Scatcherd. Se enorgullecía de ser, en cierto modo, un caballero y de que ella, si iba a vivir a su casa, a sentarse a su mesa y a compartir su hogar, sería una dama. No mentiría a nadie sobre ella, no diría a nadie que ella era distinta o mejor de lo que era. La gente, como era natural, hablaría de ella, pero no dejaría que nadie le hablara de ella. Se formó tal concepto de sí mismo —concepto no sin motivos— que, si alguien le hablaba de ella, le haría guardar silencio. Nunca reclamaría para ella —a pesar de haber llegado al mundo sin posición legítima— nunca reclamaría para ella ninguna posición social que no fuera la suya propia. Él buscaría, lo mejor que supiera, una posición social. Él podría hundirse o nadar: y ella también.
Esto es lo que había decidido, pero las cosas se dan por sí solas, con cierta frecuencia, y no esperan que nadie las organice. Durante diez o doce años, nadie oyó hablar de Mary Thorne. Se había borrado el recuerdo de Henry Thorne y su trágica muerte. Se apagó hasta desaparecer en la ignorancia el conocimiento de que había venido al mundo un bebé cuyo nacimiento estaba relacionado con la tragedia, conocimiento nunca muy extendido. Al cabo de doce años, el doctor Thorne había anunciado que iba a vivir con él una sobrina joven, hija de un hermano hacía tiempo fallecido. Tal como había supuesto, nadie le dijo nada, pero ciertas personas hablaron sin duda entre sí. Si hubo o no conjeturas en torno a la verdad exacta, no importa decirlo: probablemente no, con absoluta exactitud; probablemente sí, con aproximación a la verdad. Sólo alguien se quedó sin imaginárselo: ni un solo pensamiento sobre la sobrina del doctor Thorne le inquietó ni se le ocurrió la idea de que Mary Scatcherd hubiera dejado una hija en Inglaterra. Esta persona era Roger Scatcherd, el hermano de Mary.
A un amigo, y sólo a uno, contó el médico toda la verdad, y fue al hacendado. «Lo que le he contado —dijo el médico— en parte puede hacer que usted piense que la niña no tiene derecho a mezclarse con sus hijos, si usted medita mucho estas cosas. Hágase cargo. Preferiría que nadie más lo supiera».
Nadie más lo supo y el hacendado se hizo cargo, acostumbrándose a mirar a Mary Thorne correr por la casa con sus propios hijos, como si fueran de la misma posición social. En verdad, el hacendado siempre había querido a Mary, se había fijado en ella personalmente y, con el asunto de Mam’selle Larron, había declarado que la habría colocado enseguida en el banco de los magistrados, para disgusto de Lady Arabella.
Y así continuaron las cosas, sin pensar en ello, hasta ahora, cuando su sobrina tenía veintiún años de edad, cuando acudía a él para preguntarle por su posición social y para averiguar en qué eslabón de la cadena social debía buscar marido.
Y así el médico iba y venía por el jardín, despacio, pensando con cierta preocupación si, después de todo, se había equivocado en lo concerniente a su sobrina. ¿Y si por esforzarse en colocarla en la situación de una dama, la había colocado en falso y le había arrebatado una legítima posición? ¿Y si no había rango social al que pudiera pertenecer?
Y ¿cómo había resultado el plan de guardársela para sí? Él, el doctor Thorne, era aún un hombre pobre. El don de ahorrar no era para él. Tenía una casa para vivir con comodidad y, a pesar de los doctores Fillgrave, Century, Rerechild y demás, había conseguido que su profesión le diera los ingresos suficientes para cubrir sus necesidades. Sin embargo, no había hecho lo que otros hacen: poner tres o cuatro mil libras al tres por ciento, con lo que Mary podría vivir con cierta comodidad cuando él ya no estuviera. No hacía mucho había asegurado su vida por ochocientas libras y en eso, y sólo en eso confiaba para que Mary tuviera resuelto el futuro. ¿Cómo había resultado el plan, entonces, de dejarla en la sombra, sin que nadie la conociera, ni los parientes por parte de madre ni por parte de padre? Por ese lado, aunque había habido completa pobreza, ahora había completa riqueza.
Pero cuando la tomó a su cargo, ¿no la había rescatado de la miseria más profunda y baja, de la degradación del orfanato, del desprecio de los hospicios, de la peor de las condiciones? ¿No era ahora la niña de sus ojos, su único y soberano consuelo, su orgullo, su felicidad, su gloria? ¿Iba a cederla, cederla a los demás, si, al hacerlo, pudiera ella compartir la riqueza, además de los modales groseros y de la compañía ineducada de sus parientes desconocidos? Él, que nunca había adorado la riqueza, él, que había derribado el ídolo del dinero y que siempre enseñaba a derribarlo, ¿iba él ahora a mostrar que su filosofía había sido falsa en cuanto se le presentaba la tentación por delante?
Pero, aun así, ¿quién iba a casarse con una bastarda, sin dinero, aportando no sólo pobreza sino también sangre innoble para sus propios hijos? Podría estar bien para él, el doctor Thorne, para él, que ya tenía una carrera hecha, cuyo nombre, en cierto modo, era el suyo, para él, que tenía una posición fija en la sociedad; podría estar bien para él permitirse una filosofía opuesta a la práctica del mundo entero, pero ¿tenía derecho a consentir esto para su sobrina? ¿Qué hombre se casaría con una muchacha así? Pues a los que tenían una posición legítima y educación, ella no les convenía. Además, sabía que ella nunca entregaría su mano en señal de amor a nadie sin contarle todo lo que sabía y todo lo que suponía de su nacimiento.
Y la pregunta de esa tarde, ¿no la había inspirado cierto interés de su corazón? ¿No estaba ya en su pecho la causa de la inquietud que la había vuelto tan pertinaz? ¿Por qué otra razón le había dicho, por vez primera, que no sabía dónde situarse? Si alguien le interesaba, debía de ser el joven Frank Gresham. En tal caso, ¿qué le correspondía hacer a él? ¿Debía hacer las maletas, y buscar una nueva tierra en un mundo nuevo, dejando atrás el triunfo a sus enemigos, Fillgrave, Century y Rerechild? Mejor eso que permanecer en Greshamsbury a costa del corazón y del orgullo de su niña.
Y así el médico iba y venía por el jardín, meditando con dolor estas cosas.