Religión y política en la 4T. Raúl Méndez Yáñez
la religión sigue siendo importante, su fuerza no sólo radica en que permite integrar bajo una comunidad una serie de creencias y rituales dirigidos hacia lo trascendente, sino que estos principios también actúan en el mundo al dirigir la acción de las personas (Weber, 2008).
Desde hace más de un siglo la religión se enfrenta al paradigma de la secularización. Existen varios autores que desarrollaron el tema, desde los más radicales como Nietzsche, Freud y Marx que aseguraban la desaparición de las creencias del monoteísmo, hasta los que apuntaban un cambio en la religión. En su caso, Weber, sostuvo que la religión perdería los elementos mágicos y se volvería una institución cada vez más burocrática e institucionalizada. Para Casanova (2012:23), la tesis o el paradigma señalado remite a tres elementos: la diferenciación de la esfera secular de la religiosa, el declive generalizado de creencias y prácticas religiosas, y la privatización de la religión. Bajo este paradigma la religión perdería un lugar en el espacio público y se trasladaría al ámbito privado. Sin embargo, esta tesis que en Europa se ha desarrollado ampliamente, contrasta con lo que ocurre en América Latina, donde las religiones prevalecen en la mayoría de los países (Parker, 1996; Frigerio, 2018).
No obstante, existen otros planteamientos que indican que la secularización generaría una pluralidad de religiones; es decir, dejarían de existir instituciones religiosas centrales fragmentando así el monopolio y dando paso a la pluralidad (Dobbelaere, 1994). Esta tendencia es la que se observa en gran parte de nuestro continente, misma que apunta hacia la pluralización de las creencias, y no necesariamente a su desaparición. En el caso concreto de México, la presencia e incidencia del catolicismo —incluso en su dimensión cultural y no sólo religiosa—, sigue vigente en muchos de los símbolos nacionales —como el caso del guadalupanismo y la rectoría de calendarios e iconografía religiosa. Sin embargo, desde hace ya varias décadas el país se dibuja como un espacio marcado no sólo por la pluralidad cultural, sino religiosa, tanto institucional como espiritual (De la Torre y Gutiérrez, 2007).
Frente a esta pluralidad religiosa y su necesaria gestión, es que la laicidad adquiere sentido como un marco político que garantiza la libertad de creencias de los individuos que conforman la sociedad, o en su caso, para no creer si así lo deciden. Desde luego, la importancia de la laicidad no se limita a lo religioso, conlleva el ejercicio de los derechos en un marco más amplio, de ahí que sus disputas tengan otras aristas, como veremos más adelante.
El principio de laicidad tuvo su origen en Francia, como parte de un proceso de larga duración que va desde el triunfo de la revolución hasta 1880, periodo en el cual se instala una moral laica arraigada bajo el modelo educativo, y todavía durante el primer cuarto del siglo XIX en las querellas radicales (Baubérot, 2005).
Incluso en Francia, la laicidad aparece para muchos como una “excepción francesa”, y la misma opinión prevalece en otros países. Pero los historiadores y sociólogos pueden observar que esta expresión de “laicidad como excepción francesa” sólo se utiliza desde 1990, muy poco antes de que se produjera el primer affaire relacionado con el uso del hijab por parte de las alumnas musulmanas en las escuelas públicas. Antes de eso, México o incluso Estados Unidos habían sido considerados por los partidarios franceses de la laicidad como países más laicos que Francia (Baubérot, 2008:22).
Es importante notar que el concepto de laicidad proviene, sobre todo, de países donde la Iglesia católica mantenía la hegemonía y una relación privilegiada con el Estado; de modo que su imposición como programa político tenía la intención de mermar el poder y la influencia de la Iglesia católica en la sociedad, la cultura, la educación, etc. Así entendida, la laicidad forma parte del acotamiento de la religión del espacio público y colectivo hacia un asunto individual.
En América Latina, el nacimiento de las repúblicas independientes se aparejó a los ideales del liberalismo, y aunque la ruptura con la Corona española no implicó el abandono de la religión católica, sembró las bases para su posterior discusión, de modo que los debates sobre la libertad religiosa se pueden encontrar desde la primera mitad del siglo XIX. Particularmente en México, la laicidad emerge con las Leyes de Reforma (1855-1860) que separaron las funciones del Estado de las tareas espirituales del catolicismo. Al ratificarse en la Constitución de 1917, se sentaron las bases de esta histórica separación, además que se determinó que el clero católico no podía tener propiedades ni contar con instituciones educativas, se limitaba su expresión política e incluso no podían votar. De igual modo, como proceso inacabado, la laicidad tuvo sus momentos difíciles durante la Guerra Cristera; posteriormente, en la etapa conocida como de relaciones nicodémicas o el modus vivendi —caracterizada por un acuerdo informal entre el gobierno y la Iglesia católica a fin de dar continuidad a la vida social en tanto se concertaba una solución completa al problema religioso— se posibilitó un escenario para la gradual pluralización religiosa, generando así la emergencia de nuevos interlocutores religiosos. La última reforma en lo que concierne a las relaciones Iglesia-Estado fue en 1992, cuando bajo el régimen de Carlos Salinas de Gortari se publicó la Ley de Asociaciones Religiosas y de Culto Público, misma que brindó el reconocimiento jurídico a las distintas iglesias o religiones, por lo que se denominaron “asociaciones religiosas”, no haciendo distinción entre los diversos grupos que así quisieran registrarse (Blancarte, 2018).
El marco laico bajo el cual se rige el Estado mexicano garantiza a los individuos que conforman la sociedad el ejercicio de sus creencias religiosas sin discriminación, también posibilita que aquellos que no rigen sus convicciones bajo un postulado religioso puedan desarrollar sus capacidades y ejercer sus derechos. La libertad religiosa es un pilar importante de la laicidad, pero no el único. A su amparo se han desarrollado políticas progresistas en algunas entidades federativas, como el matrimonio igualitario, la interrupción legal del embarazo, la adopción homoparental, la fecundación in vitro, la maternidad subrogada, la investigación de células madre, la muerte asistida, la perspectiva de género en educación, el reconocimiento de la identidad de género, etc. A decir de Roberto Blancarte (2017:9-15), la laicidad se puede entender como un instrumento jurídico-político para el ejercicio de las libertades individuales dentro de un régimen político que, apelando a la legitimidad popular, toma distancia de lo religioso para la convivencia social.
Sin embargo, como se verá en distintos capítulos de este libro, tal definición situada desde la perspectiva jurídica no siempre tiene su correlato empírico. La laicidad que se plantea desde el ámbito político, e incluso académico, tiene diversas formas de verse y vivirse de acuerdo con el contexto donde se desarrolla y se aplica. En ocasiones puede generar la articulación de movimientos en favor del derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo; en otras, como veremos, es una limitante para los proyectos de atención prioritarios para las poblaciones en situación de vulnerabilidad y en aquéllas donde el Estado se ha ausentado. De ahí que la mirada antropológica y su método etnográfico —que había estado ausente de las discusiones sobre laicidad, salvo para el abordaje de la religiosidad popular (González, 2012; Stavenhagen, 2012)— se vuelve importante para conocer el modo en que los sujetos sociales se desenvuelven bajo el marco laico en sus espacios y bajos sus conceptos, así como la manera en que opera el propio Estado bajo el régimen laico.
Finalmente, no se puede omitir que la laicidad, y de paso la secularización, han tenido sus miradas críticas.4 En principio, porque el marco laico existente en México no representa el único modelo actual: los hay extremadamente restrictivos y aquéllos donde la participación religiosa es parte importante de la discusión colectiva en la arena pública. De igual modo, porque el modelo laico mexicano, retomado del francés, parte de la concepción secularista del Occidente moderno europeo, cuyo epicentro católico es restrictivamente institucional; es decir, funciona como un marco operativo en tanto el interlocutor sea una institución. De frente, la pluralidad religiosa se expresa en un mosaico de expresiones que no necesariamente se arraigan en una institución. Es aquí donde se vuelve importante ampliar las miradas disciplinarias en torno al debate del Estado laico, hecho que se busca en este libro.
LOS EVANGÉLICOS: ¿UN PELIGRO PARA LA LAICIDAD?
Una de las discusiones actuales más importantes sobre la laicidad es la incursión de los actores evangélicos en la política mexicana y latinoamericana.