El invencible. Stanislaw Lem
todas ellas sin excepción, la zona litoral. El organismo del pez diseccionado no mostraba nada particular. La evolución, según datos estimativos, había empezado en el planeta cientos de millones de años atrás. Se detectó una cantidad considerable de algas verdes, lo que explicaba la presencia de oxígeno en la atmósfera. La división de seres vivos entre el reino vegetal y el animal era típica, como también lo eran las estructuras óseas de los vertebrados. El único órgano desarrollado del pez capturado y cuyo equivalente terrestre desconocían los biólogos era un órgano sensorial sensible a cambios del campo magnético, por mínimos que estos fueran. Horpach ordenó que todo el equipo regresara tan pronto como fuera posible, al final de la conversación anunció que era probable que hubiesen conseguido establecer el lugar de aterrizaje de la nave desaparecida.
Así que, a pesar de las protestas de los biólogos —que juraban necesitar varias semanas más de investigación—, se desarmó el barracón, los motores arrancaron, y la columna se dirigió hacia el noroeste. Rohan no pudo transmitir a sus compañeros ningún detalle sobre El Cóndor, él tampoco sabía nada. Quería llegar lo antes posible a la nave, porque suponía que el comandante le asignaría la siguiente tarea, quizá más rica en hallazgos. Ahora lo más importante era examinar el lugar del probable aterrizaje de El Cóndor. Rohan sacó la máxima potencia de las máquinas, y regresaron rodeados del ensordecedor e infernal ruido de las piedras machacadas bajo el paso de las orugas, mucho más potente que el que habían experimentado a la ida. Cuando cayó la noche, se encendieron los grandes faros de las máquinas; era una imagen insólita e incluso amenazante: cada dos por tres las columnas móviles de luz hacían emerger de la penumbra siluetas amorfas de gigantes que parecían moverse y que solo resultaban ser simples rocas testigo, vestigios de una cordillera destruida por la erosión. Tuvieron que parar varias veces ante las profundas grietas que se abrían en el basalto. A medianoche, El Invencible se divisó por fin, iluminado por todas partes, como si se tratara de un desfile, de lejos el casco parecía una brillante torre metálica. En el perímetro del campo de fuerza retahílas de máquinas se movían en todas las direcciones mientras descargaban provisiones y combustible; una multitud se agolpaba en los alrededores de la rampa envuelta por la luz cegadora de los focos. Los que regresaban oyeron de lejos el ajetreo de aquel hormiguero. Por encima de las dinámicas columnas de luz se erguía el silente casco del crucero, acariciado levemente por el resplandor de los focos. Se encendieron unas luces azules que señalaban el punto por el que los vehículos, uno tras otro, cubiertos de una gruesa capa polvo, se abrirían paso hasta el interior del espacio circular a través del escudo de fuerza. Rohan, antes incluso de saltar a tierra, ya le estaba preguntando por la suerte de El Cóndor a Blank, al que había reconocido y que era una de las personas que se encontraban más cerca.
Sin embargo, el contramaestre no sabía nada del supuesto hallazgo. Rohan no logró enterarse de gran cosa. Antes de arder en las capas más espesas de la atmósfera, cuatro satélites proporcionaron once mil fotos, recibidas por radio y reproducidas, a medida que iban llegando, en unas placas especiales tratadas con ácido en la cabina de cartografía. Para no perder tiempo, Rohan llamó a Erett, técnico cartógrafo, a su camarote. Mientras se duchaba lo interrogó sobre todo lo que había pasado a bordo. Erett era uno de los que habían estado buscando El Cóndor en los contactos fotográficos obtenidos. Alrededor de treinta personas habían estado buscando aquel grano de metal en el océano de arena; además de a los planetólogos se había recurrido también a los cartógrafos, a los operadores de radar y a todos los pilotos de la nave. Por turnos, durante veinticuatro horas, estuvieron revisando todo el material fotográfico que iba llegando y anotaban las coordenadas de cualquier punto sospechoso en el planeta. Pero la noticia que el comandante le transmitió a Rohan resultó errónea. Lo que habían tomado por la nave era un obelisco rocoso excepcionalmente alto que proyectaba una sombra asombrosamente parecida a la del cohete. Por lo tanto, seguían sin saber nada de la suerte de El Cóndor. Rohan quería presentarse ante el comandante para hablar de la situación, pero este ya se había retirado a descansar, así que regresó a su camarote. A pesar del agotamiento, tardó mucho en conciliar el sueño. Cuando se levantó por la mañana, el astronavegador le pidió, a través de Ballmin, jefe de los planetólogos, que entregara al laboratorio principal todo el material recogido. A las diez, Rohan sintió tanta hambre —aún no había desayunado— que bajó al nivel dos, al pequeño comedor de los operadores de radar y fue allí, mientras se estaba acabando su café, sin haberse sentado siquiera, donde le pilló Erett.
—¿La tenéis? —preguntó ansioso al ver la excitada cara del cartógrafo.
—No, pero hemos encontrado algo más grande. Vaya usted enseguida… Le llama el astronavegador.
A Rohan le pareció que el cilindro acristalado del ascensor iba muchísimo más lento de lo normal. En la penumbra de la cabina reinaba el silencio, se oía el susurro de los transmisores eléctricos, y del alimentador salían sin cesar nuevas fotografías, brillantes a causa de la humedad, pero nadie prestaba atención. Dos técnicos sacaron de un compartimento en la pared una especie de episcopio y apagaron las luces restantes en el momento en que Rohan abrió la puerta. Vio la cabeza blanca del astronavegador, que destacaba sobre las demás. Y un instante después, la pantalla, que había bajado del techo, centelleó con tonos plateados. En medio de un atento silencio, solo roto por la respiración de los presentes, Rohan se acercó todo lo que pudo a la gran superficie. La imagen no era muy buena, y además en blanco y negro; rodeada por un círculo de cráteres caóticamente dispersados destacaba una meseta desnuda, que por uno de sus lados se cortaba en línea recta, como si las rocas hubieran sido seccionadas por un enorme cuchillo. Se trataba de la línea litoral, ya que la homogénea negrura del océano ocupaba el resto de la foto. A cierta distancia de aquel acantilado se extendía un mosaico de formas algo difusas, cubiertas en dos puntos por estelas de nubes y por sus sombras. A pesar de todo, no cabía duda de que la curiosa formación de difuminados detalles no era un fenómeno geológico.
«Una ciudad…», pensó Rohan exaltado, pero no lo dijo en voz alta. Todo el mundo seguía callado. El técnico que manejaba el episcopio intentó en vano aumentar la nitidez de la imagen.
—¿Hubo interferencias en la recepción? —La tranquila voz del astronavegador interrumpió el silencio general.
—No —contestó Ballmin desde la oscuridad—. La recepción era buena, pero es una de las últimas fotografías del tercer satélite. Ocho minutos después de que fuera enviada dejó de responder a las señales. Es probable que la foto fuese sacada con los objetivos que ya estaban dañados por la creciente temperatura.
—La cámara se encontraba a no más de setenta kilómetros del epicentro —añadió otra voz que a Rohan le pareció que era la de Malte, uno de los planetólogos con más talento—. Yo diría que entre cincuenta y cinco y sesenta kilómetros, la verdad… Miren… —Su silueta ocultaba parcialmente la pantalla. Acercó una plantilla de plástico transparente con círculos recortados y se la aplicó, uno por uno, a más de una decena de cráteres en la otra mitad de la imagen.
—Son claramente más profundos que en las fotografías anteriores. Aunque en realidad —añadió—, no tiene mayor importancia. Sea como sea…
No acabó la frase, pero todos entendieron lo que quería decir: que pronto comprobarían la exactitud de la foto porque examinarían in situ esa zona del planeta. Siguieron observando la imagen en la pantalla durante unos instantes más. Rohan ya no estaba tan seguro de que se tratara de una ciudad, si no de sus ruinas. Las sombras onduladas de las dunas demostraban que aquella formación geométricamente regular llevaba tiempo abandonada: unos finos trazos rodeaban por todas partes las complicadas estructuras, si bien algunas de ellas habían quedado prácticamente sumergidas por el arenoso tsunami del desierto. Además, aquella constelación geométrica estaba dividida en dos partes desiguales por una línea negra, zigzagueante, que se ensanchaba a medida que se adentraba en el continente, una fractura sísmica que había partido en dos algunas de las enormes «construcciones». Una de ellas, que parecía haberse caído, había formado una especie de puente cuyo extremo descansaba en la orilla opuesta de la grieta.
—Luz, por favor —sonó la voz del astronavegador. Cuando la sala se iluminó, miró el reloj de pared.
—En