Sociología filosófica. Daniel Enrique Chernilo Steiner

Sociología filosófica - Daniel Enrique Chernilo Steiner


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los campos de concentración sine ira et studio [sin resentimiento ni favor] no es ser «objetivo» sino condonarlos, y tal perdón no cambia con la condena que el autor se puede sentir obligado a adjuntar pero que permanece desconectada de la propia descripción. Cuando usé la imagen del infierno no lo hice metafóricamente sino literalmente (…) creo que la descripción de los campos de concentración como infierno en la tierra es más «objetiva», es decir, es más adecuada a su esencia, que las afirmaciones de naturaleza puramente psicológica o sociológica (Arendt 1953, 79, mis cursivas)

      Más allá de la retórica con que en la frase final se vuelve a castigar a las ciencias sociales de la época, quisiera interpretar su argumento de la siguiente manera. Arendt busca una forma de combinar descripción y evaluación normativa donde cada una mantiene su autonomía y la afirmación misma de tal autonomía pasa por su capacidad para establecer relaciones entre ellas antes que por su separación radical. La noción de descripción normativa parece capturar su idea de que la mejor forma de describir adecuada y rigurosamente un fenómeno es encontrar un concepto que dé cuenta también de su dimensión inherentemente normativa. Por supuesto, no todos los eventos en el mundo social tienen una dimensión normativa tan nítida o descarnada como los campos de concentración y no en todos los casos será necesario o incluso posible encontrar conceptos con la capacidad evocativa de «infierno en la tierra». Sin embargo, muchos fenómenos sociales sí tienen características normativas constitutivas y la mayoría de los sociólogos y filósofos concordarán además de que ellos representan justamente las cuestiones más significativas de sus respectivos campos. En buena medida, son esos motivos los que explican el hecho de que se dediquen a sus temas preferidos.

      Dicho esto, es cierto que es una cosa es afirmar que descripción y normatividad están relacionadas, otra cosa es intentar especificar de qué tipo de relaciones estamos hablando. Quisiera entonces ofrecer algunas reflexiones programáticas que apuntan en esa dirección.

       Descripción y normatividad no son actividades consensuales o que puedan ellas mismas ser descritas y evaluadas «neutralmente». Por el contrario, acercarse a la comprensión de sus relaciones requiere aceptar su propia complejidad interna: cada una es en sí misma una actividad polémica que permite interpretaciones disímiles, cuando no contrapuestas, de en qué consisten realmente. Desde el lado de la descripción, por ejemplo, aparece la discusión sobre si la tarea de la ciencia no es en realidad la explicación de los fenómenos, qué ha de entenderse exactamente por explicación (causalidad, probabilidad, relaciones de sentido) y, por cierto, cuál es el rol de la teoría en tales descripciones y explicaciones. Desde el lado de la normatividad, se aprecia una heterogeneidad similar no solo a partir de las diferencias entre distintas posiciones éticas sino a partir del conjunto de definiciones ontológicas sobre las que tales diferencias éticas están construidas. Incluso si no aceptamos un constructivismo extremo donde toda afirmación es en última instancia equiparable a cualquier otra o responde a interminables mediaciones sociales, tampoco es evidente como habríamos de decidir sobre si una descripción de un fenómeno específico es «superior» a otra –y, para qué decir, en el caso de los juicios normativos–.

       A pesar de lo anterior, es posible intentar al menos establecer con precisión los criterios a partir de los cuáles una descripción o juicio normativo es considerado adecuado o inadecuado, superior o inferior, y hacer de la evaluación de esos criterios una meta-regla. Un problema con este camino es que puede transformarse en una regresión infinita: ¿con qué criterios se decide qué ha de considerarse un buen criterio? Pero la imposibilidad de arribar a respuestas definitivas no tiene por qué conducir a la parálisis: por ejemplo, podemos perfectamente tomar decisiones provisionales, establecer rangos de aceptabilidad respecto de cuestiones específicas, o concordar que en ciertos aspectos estamos en mejores condiciones de hacer afirmaciones fuertes y en otros no. De hecho, eso es precisamente lo que caracteriza tanto la ciencia como la filosofía en tanto actividades intelectuales: la discusión sobre afirmaciones, así como sobre los criterios de admisibilidad de las afirmaciones, es dinámica y evoluciona constantemente.

       En el caso de las ciencias sociales, de hecho disponemos de algunas ideas relativamente consensuadas para evaluar la calidad o pertinencia de distintos argumentos: integridad teórica (no todo vale, el eclecticismo teórico tiende a ser penalizado), rigurosidad metodológica (la aplicación de técnicas y métodos debe seguir ciertos pasos que no son prescindibles o meramente arbitrarios), precisión empírica (la evidencia debe tratarse reflexiva y balanceadamente) y cuidado ético (la integridad de los participantes no es un valor transable). Respecto de cuestiones normativas, sin embargo, no disponemos ni en sociología ni en filosofía de guías de este tipo, entre otras cosas, porque la pregunta por la admisibilidad de distintos criterios está en el centro de los debates éticos. Por mi parte, la idea de sociología filosófica apunta justamente en esa dirección, al afirmar que concepciones de lo humano –de naturaleza humana incluso– subyacen a la mayor parte de nuestras descripciones del mundo social y que el contenido sustantivo de esas concepciones de lo humano funciona como horizonte de tal dimensión normativa. Debemos, por tanto, no solo explicitar cuáles son esas concepciones de lo humano sino que, al hacerlo, hemos de deslindar también si ellas favorecen un concepto universalista de humanidad donde todos los miembros de la especie son vistos como provistos de la misma capacidad para crear y recrear la sociedad (aunque, por supuesto, bajo condiciones desiguales y que no son de su elección). Esa es, por cierto, la posición que se defiende en estas páginas.

       La sociología es, a todas luces, hija de la inversión que Marx hace de la dialéctica hegeliana: para comprender las ideas debemos entender también las relaciones sociales en que esas ideas surgen y se desarrollan. En los términos que lo estoy planteando aquí, es Marx quien da el golpe de gracia a la filosofía, no porque decida eliminarla sino porque le entrega primacía a la futura sociología –al estudio de los fenómenos sociales– y con ello relega a la filosofía a un lugar secundario2. De Marx hemos heredado también dos posibilidades metodológicas sobre como implementar efectivamente este postulado: en la interpretación determinista, las ideas dependen de las relaciones sociales y no son más que su epifenómeno; en la interpretación moderada, las ideas tienen autonomía relativa y ambas esferas se interrelacionan e influencian mutuamente. Si ambas opciones están disponibles al interior de la obra del propio Marx, ello se debe tal vez al hecho de que en realidad no se trata de caminos distintos: mientras que la idea de autonomía relativa es una contradicción en los términos, no tiene tampoco sentido decir que las ideas dependen en un sentido fuerte de los hechos sociales (uno no aprende a hablar sueco por el hecho de saber que en ese país hace frío muchos meses cada año o que tiene un estado de bienestar generoso desde el punto de vista de sus prestaciones sociales). La idea de sociología filosófica busca entonces reguardar tanto la necesidad filosófica de respetar la autonomía de las ideas (en este caso, la dimensión universalista de las ideas normativas) como la relevancia de comprender los contextos y relaciones sociales en que tales ideas han surgido y se despliegan cotidianamente.

      Sociología filosófica

      Hechas estas aclaraciones generales, puedo ahora definir el programa intelectual de la sociología filosófica como un enfoque que busca explicar las concepciones de lo humano y de la naturaleza humana que están en operación, pero por lo general permanecen implícitas en el mundo social.

      1. La sociología filosófica toma la antropología filosófica como punto de partida. En su mejor versión, por ejemplo en Ernst Cassirer (1977), la antropología filosófica que surge a inicios del siglo XX es un intento por re-unir el conocimiento científico y filosófico sobre qué es un ser humano. En espíritu y forma, pero también en contenido y contexto, la antropología filosófica se posiciona en la encrucijada crítica donde se espera que conocimiento científico y filosófico sean aun capaces de unificación incluso si apuntan ya en direcciones distintas, cuando no opuestas. Incluso si este requerimiento de unificación no se cuestiona, y en ocasiones eso sí sucede, la exigencia de reunión se hace no solo en clave epistemológica sino también en clave ontológica. Este enfoque dual sobre los seres humanos es resultado, y debe mantenerse, en


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