100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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que sea del todo falso»; la segunda es la excelentísima autoridad de la Majestad Imperial. Y porque se vea mejor la virtud de la verdad, que a toda autoridad convence, es mi intención explicar cuán poderosa ayuda son una y otra de estas razones. Y, primeramente, no se puede saber nada de la Imperial autoridad si no se encuentran sus raíces. De ellas es mi intención hablar en capítulo especial.

      IV

      El fundamento radical de la Majestad Imperial, conforme a la verdad, es la necesidad de la humana civilización, que está ordenada a un fin, es decir, a vida feliz; para conseguir lo cual, nadie se basta sin ayuda de alguien, puesto que el hombre ha menester muchas cosas, las cuales uno sólo no puede satisfacer. Y por eso dice el filósofo que «el hombre es por naturaleza animal sociable». Y del mismo modo que un hombre requiere para su suficiencia doméstica compañía familiar, así una casa, para su suficiencia, requiere vecindad; de otro modo tendría muchos defectos, que serían otros tantos impedimentos de felicidad. Y como quiera que una vecindad no puede por sí sola bastar para todo, conviene que para satisfacción de aquélla exista la ciudad. Además, la ciudad requiere, para sus actos y su defensa, convivencia y fraternidad con las ciudades circunvecinas, y por eso se constituyó el reino. Por lo cual, como quiera que el ánimo humano no se tranquiliza con poseer determinada tierra, sino que siempre desea adquirir tierra, como vemos por experiencia, acaece que surgen discordias y guerras entre reino y reino. Las cuales son tribulaciones de las ciudades, y por las ciudades, de los barrios, y por los barrios, de las casas, y por las casas, del hombre; y así se impide la felicidad. De aquí que para evitar estas guerras y sus causas, conviene que la tierra, y cuanto al género humano le es dado poseer, sean Monarquía, es decir, que haya un solo principado y un príncipe, el cual, teniéndolo todo, y no pudiendo desear más, mantenga contentos a los reyes en los límites de sus reinos, de modo que tengan paz entre sí, en la cual se asienten las ciudades, y en esta quietud se amen los vecinos, y en este amor se satisfagan las casas, y así viva el hombre felizmente; que es para lo que el hombre ha nacido. Y a estas razones pueden reducirse las palabras del filósofo, cuanto dice en la Política que «cuando varias cosas están ordenadas a su fin, conviene que una sea reguladora, o más bien regente, y todas las demás regidas o reguladas por aquélla». Del mismo modo que vemos en una nave que los diversos fines y oficios a un solo fin están ordenados, esto es, a ganar el deseado puerto por vía saludable; por donde, de igual manera que cada oficial ordena la propia obra al propio fin, hay uno que todos estos fines considera y ordena, mirando al último de todos; y éste es el nauta, a cuya voz han de obedecer todos. Y tal vemos en las religiones y en los ejércitos, en todas aquellas cosas que están, como se ha dicho, ordenadas a un fin. Por lo cual se puede ver por modo manifiesto que, para la perfección de la universal religión de la especie humana, es menester que haya uno a manera de nauta, que, considerando las diversas condiciones del mundo y ordenando los diversos oficios necesarios, tenga por entero el universal e irrefutable oficio de mandar. Y a este oficio llamósele por excelencia Imperio, sin adición alguna; porque es mandamiento de todos los demás mandamientos. Y así, quien es puesto en tal oficio es llamado emperador, porque es comandante de todos los mandamientos; y lo que él dice es ley para todos y por todos debe ser obedecido, y todo otro mandamiento de éste cobra vigor y autoridad. Así, pues, se manifiesta que la Imperial Majestad y Autoridad es la más alta de la sociedad humana.

      En verdad, podría dudar alguien, diciendo que aunque sea necesario al mundo el ejercicio del imperio, esto no hace que sea suma la autoridad del príncipe romano, la cual se pretende demostrar; porque el poderío romano no se adquirió por la razón ni por decreto de universal convenio, sino por la fuerza, que parece contraria a la razón. A esto se puede responder fácilmente que la elección de este sumo oficial debía proceder primeramente del consejo que a todos provee, es decir, Dios; de otro modo la elección no hubiera sido igual para todos, dado que antes del oficial susodicho nadie se proponía el bien de todos. Y como quiera que no ha habido ni hay más suave naturalidad en el mundo, más fuerza en mantenerlo ni más sutileza en conquistarlo que la de la gente latina -como se puede ver por experiencia-, y principalmente la del pueblo santo, que llevaba mezclada con la suya sangre troyana, Dios lo eligió para tal ejercicio. Pues como quiera que no se podía llegar a obtenerlo sin grandísima virtud, y se requería la mayor y más humana benignidad par ejercerlo, éste era el pueblo mejor dispuesto para el caso. De aquí que no fue por la fuerza adquirido por la gente romana, sino de manos de la Providencia, que está sobre toda razón. Y en ello está de acuerdo Virgilio cuando dice, hablando en nombre de Dios: «A estos -es decir, a los romanos-, no les pongo límites de cosa ni de tiempo, pues que les he dado el imperio sin fin». La fuerza, pues, no fue causa inicial, como creía el que cavilaba, sino causa instrumental, como los golpes del martillo son causa del cuchillo y el alma del herrero es causa eficiente y moviente; así, pues, no la fuerza, sino la razón, y lo que es más, divina, ha sido el origen del romano imperio. Y que es así, se puede ver con dos razones clarísimas, las cuales demuestran que esa ciudad es emperatriz, que ha tenido en Dios especial nacimiento y por Dios ha sido especialmente creada. Mas, puesto que en este capítulo no se podría tratar de esto sin exclusiva extensión, y los capítulos largos son enemigos de la memoria, seguiré con la digresión en otro capítulo, para demostrar las razones apuntadas, no exentas de gran utilidad y deleite.

      V

      No es maravilla el que la divina Providencia, que por completo sobrepuja al angélico y al humano entendimiento, proceda muchas veces ocultándose de nosotros, puesto que muchas veces las obras humanas, aun a los hombres mismos, ocultan su intención. Pero sí es gran maravilla cuando la ejecución del eterno consejo procede tan manifiestamente que nuestra razón lo discierne. Y por eso yo, al principio de este capítulo, puedo hablar por boca de Salomón, que en nombre de la sabiduría dice en sus Proverbios: «Oíd, porque he de hablar de grandes cosas».

      Queriendo la inconmensurable bondad divina rehacer la criatura humana a semejanza suya, pues que por el pecado de prevaricación del primer hombre se había separado y desemejado de Dios, decidióse en el altísimo y unidísimo Consistorio divino de la Trinidad que el hijo de Dios bajase a la tierra a realizar este acuerdo. Y como quiera que en su venida al mundo era menester la óptima disposición, no solamente del cielo, mas de la tierra, y la mejor disposición de la tierra es siendo monarquía, es decir, que toda ella tiene un príncipe, como se ha dicho más arriba, fue ordenada por la divina Providencia al pueblo, y la ciudad que tal debía cumplir, es, a saber, la gloriosa Roma. Y como quiera que el albergue donde había de entrar el Rey celestial era menester que estuviese lo más limpio y puro, fue ordenada una santísima progenie, de la cual, tras de muchos méritos, naciese una mujer superior a todas las demás, la cual fuese aposento del Hijo de Dios; y esta progenie es la de David, de la cual nació el orgullo y honor del género humano, es, a saber,

      María. Y por eso está escrito en Isaías: «Nacerá una virgen de la raíz de Jessé y la flor de su raíz subirá». Y Jessé fue padre del susodicho David. Y sucedió que, al mismo tiempo que nació David, nació Roma, es decir, Eneas fue de

      Troya a Italia, lo cual fue origen de la nobilísima ciudad romana, como atestiguan los escritos. Por lo que es asaz manifiesta la divina elección del romano imperio para el nacimiento de la ciudad santa, que fue contemporáneo de la raíz de la progenie de María. E incidentalmente se ha de apuntar que cuando el cielo comenzó a girar no estuvo en mejor disposición que entonces cuando de allá arriba descendió el que lo ha hecho y lo gobierna, como aun hoy, por virtud de artes, pueden demostrar los matemáticos. Y el mundo no estuvo nunca ni estará tan perfectamente dispuesto como cuando fue mandado por la voz de un solo príncipe, comandante del pueblo romano, como lo atestigua Lucas Evangelista. Y así, había por doquier la paz universal, como nunca la hubo ni habrá, y la nave de la sociedad humana derechamente, por camino suave, a seguro puerto navegaba. ¡Oh, inefable e incomprensible sabiduría de Dios, que a un mismo tiempo para tu venida tan de antemano te preparaste en Siria y en Italia! Y ¡oh, estultísimas y viles bestezuelas, que a guisa de hombres coméis, que presumís hablar contra nuestra fe y queréis saber, escudriñando y desentramando, lo que Dios con tanta prudencia ha ordenado! Malditos seáis vosotros y vuestra presunción y quien en vosotros cree.

      Como se ha dicho más arriba, al fin del capítulo precedente, no sólo tuvo nacimiento especial, sino especialmente creada fue por Dios; por lo


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