100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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      —Lo intento.

      —Bueno, esto podría interesarte. No te exigiría demasiado tiempo y podrías sacarle un buen dinero. Es algo confidencial.

      Ahora me doy cuenta de que, en otras circunstancias, aquella conversación podría haber provocado una de las crisis de mi vida. Pero, dado que Gatsby hacía su oferta de un modo poco sutil y sin el menor tacto por un servicio que aún había que prestar, no tuve más remedio que cortarlo en seco.

      —Tengo demasiado trabajo —dije—. Te lo agradezco, pero no puedo aceptar más.

      —No tendrías que tratar con Wolfshiem —evidentemente pensaba que yo, asustado, rehuía las «coneggsiones» mencionadas durante el almuerzo, pero le aseguré que se equivocaba.

      Esperó un momento, atento a que yo empezara alguna conversación, pero me costaba reaccionar, tan abstraído estaba, y Gatsby volvió a su casa de mala gana.

      La tarde había hecho que me sintiera irresponsable y feliz, y creo que, conforme entraba en mi casa, me sumergí en un sueño profundo. Así que no sé si Gatsby fue o no fue a Caney Island. O cuántas horas pasó «echándoles un vistazo a algunas habitaciones» mientras su casa fulguraba con ostentación. A la mañana siguiente llamé a Daisy desde la oficina y la invité a tomar el té.

      —No traigas a Tom.

      —¿Cómo?

      —Que no traigas a Tom.

      —¿Quién es Tom? —preguntó inocentemente.

      El día convenido diluviaba. A las once un hombre con impermeable que arrastraba un cortacésped llamó a la puerta y me dijo que mister Gatsby lo mandaba a cortar la hierba. Eso me recordó que había olvidado decirle a mi asistenta finlandesa que viniera, así que fui en el coche a West Egg Village, a buscarla, por callejones blanqueados y empapados, y a comprar tazas, limones y flores.

      Las flores no fueron necesarias, pues a las dos llegó de parte de Gatsby un auténtico invernadero con innumerables recipientes para contenerlo. Una hora después se abrió tímidamente la puerta, y Gatsby, con un traje de franela blanca, camisa plateada y corbata de color oro, entró de repente. Estaba pálido y bajo los ojos tenía sombras que indicaban la falta de sueño.

      —¿Está todo en orden? —preguntó enseguida.

      —La hierba tiene una pinta estupenda, si te refieres a eso.

      —¿Qué hierba? —preguntó, como perdido—. Ah, la hierba del jardín —miró por la ventana, pero, a juzgar por su expresión, no creo que viera nada—. Sí, excelente —observó, distraído—. En un periódico he leído que dejaría de llover a eso de las cuatro. Creo que era el Journal. ¿Tienes todo lo necesario para preparar…, para el té?

      Lo llevé a la cocina, donde miró con cierto rechazo a la finlandesa. Juntos examinamos los doce pasteles de limón de la tienda de delicatessen.

      —¿Te parecen bien?

      —¡Sí, por supuesto! ¡Estupendos! —y añadió, aunque sonó a falso—… compañero.

      La lluvia amainó hacia las tres y media y se convirtió en una bruma húmeda, en la que flotaba alguna que otra gota minúscula, como de rocío. Gatsby ojeaba, ausente, un ejemplar de la Economía de Clay, se sobresaltaba cuando los pasos de la finlandesa hacían temblar el suelo de la cocina, y de vez en cuando miraba las ventanas empañadas como si una serie de acontecimientos invisibles pero alarmantes estuvieran sucediendo fuera. Se levantó por fin y, con voz insegura, me informó de que se iba a casa.

      —¿Y eso por qué?

      —No vendrá nadie a tomar el té. ¡Es demasiado tarde! —miró el reloj como si su tiempo fuera requerido con urgencia en otro sitio—. No puedo esperar todo el día.

      —No seas tonto; faltan dos minutos para las cuatro.

      Se sentó, abatido, como si le hubiera empujado, y en ese momento se oyó el ruido de un motor que entraba en el camino de mi casa. Los dos nos pusimos en pie de un salto y yo, un poco angustiado también, salí al jardín.

      Bajo los lilos desnudos y goteantes subía por el camino un gran descapotable. Se detuvo. La cara de Daisy, ladeada bajo un tricornio de color lavanda, me miró con una sonrisa extasiada y luminosa.

      —¿Aquí es donde vives, amor mío?

      El susurro estimulante de su voz era bajo la lluvia un tónico fortísimo. Tuve que seguir la melodía un momento, arriba y abajo, sólo con el oído, antes de captar las palabras. Una veta de pelo mojado se le pegaba a la mejilla como una pincelada azul, y tenía la mano húmeda de gotas brillantes cuando se la cogí para ayudarla a apearse del coche.

      —¿Te has enamorado de mí? —me dijo al oído—. Si no, ¿por qué tenía que venir sola?

      —Ése es el secreto del castillo de Rackrent. Dile al chófer que se vaya y vuelva dentro de una hora.

      —Vuelva dentro de una hora, Ferdie —y en un murmullo grave—. Se llama Ferdie.

      —¿La gasolina le afecta a la nariz?

      —No creo —dijo inocentemente—. ¿Por qué?

      Entramos. Para mi sorpresa y confusión no había nadie en el cuarto de estar.

      —Bueno, esto sí que tiene gracia.

      —¿Qué tiene gracia?

      Volvió la cabeza a la vez que sonaban unos golpes suaves y solemnes en la puerta. Fui a abrir. Era Gatsby, pálido como la muerte; con las manos hundidas como pesas en los bolsillos de la chaqueta, sobre un charco de agua, me miraba trágicamente a los ojos.

      Con las manos todavía en los bolsillos de la chaqueta, cruzó a mi lado el recibidor majestuosamente, giró de pronto como si anduviera sobre un alambre, y desapareció en la sala de estar. No tenía ninguna gracia. Consciente de cómo me latía el corazón, le cerré la puerta a la lluvia, que iba en aumento.

      Durante unos segundos no se oyó un ruido. Luego me llegó del cuarto de estar una especie de murmullo ahogado, una risa interrumpida, y la voz de Daisy, clara y artificial.

      —Por supuesto que sí: me alegra muchísimo volver a verte.

      Una pausa; se prolongó pavorosamente. No tenía nada que hacer en el recibidor, así que entré en la habitación.

      Gatsby, con las manos todavía en los bolsillos, se había apoyado en la repisa de la chimenea, en una imitación forzada de la naturalidad absoluta, incluso del aburrimiento. La cabeza se echaba hacia atrás de tal modo que descansaba en la esfera de un difunto reloj, y desde esa postura miraba con ojos de perturbado a Daisy, asustada pero muy elegante, sentada en el filo de una silla.

      —Ya nos conocíamos —murmuró Gatsby.

      Me miró unos segundos, y los labios se abrieron en un fallido intento de risa.

      Por suerte el reloj aprovechó ese momento para inclinarse peligrosamente bajo la presión de la cabeza de Gatsby, que se volvió y lo atrapó con dedos temblorosos para devolverlo a su sitio. Luego se sentó, rígido, con el codo en el brazo del sofá y la barbilla en la mano.

      —Siento lo del reloj —dijo.

      La cara me ardía como si estuviéramos en los trópicos. No fui capaz de encontrar ni un solo lugar común de los mil que tengo en la cabeza.

      —Es un reloj viejo —dije estúpidamente.

      Creo que, por un momento, los tres pensamos que se había hecho pedazos contra el suelo.

      —Hace muchos años que no nos vemos —dijo Daisy, con la voz más neutra posible.

      —Cinco años el próximo noviembre.

      La respuesta automática de Gatsby nos paralizó un minuto más por lo menos. Los había hecho levantarse con la sugerencia desesperada de que me ayudaran a preparar el té en la cocina cuando


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