100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт

100 Clásicos de la Literatura - Луиза Мэй Олкотт


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y que creo justo por los aires y las intervenciones de una persona semejante, o de cualquier otra persona? No, por cierto que no es tan fácil hacerme cambiar de idea. Cuando deseo hacer algo, lo hago. Y Enriqueta tenía toda la determinación de ir a Winthrop hoy, pero lo hubiera abandonado todo por una complacencia sin sentido.

      -¿Entonces se hubiera vuelto, de no haber sido por usted?

      -Así es. Casi me avergüenza decirlo.

      -¡Suerte para ella tener un criterio como el de usted a mano! Después de lo que me ha dicho, y de lo que yo mismo he observado la última vez que los vi juntos, no me cabe la menor duda de lo que está ocurriendo. Me doy cuenta de que no es sólo una visita de cortesía a su tía. Gran dolor espera a ambos, cuando se trate de asuntos importantes para ellos cuando se requieran en realidad certeza y fuerza de carácter, si ya ella no tiene determinación para imponerse en una niñería como ésta. Su hermana es una criatura encantadora, pero bien veo que es usted quien posee un carácter decidido y firme. Si aprecia la felicidad de ella, procure infundirle su espíritu. Esto, sin duda, es lo que usted ya está haciendo. El peor mal de un carácter indeciso y débil es que jamás se puede contar con él enteramente. Jamás podemos tener la certeza de que una buena impresión sea duradera. Cualquiera puede cambiarla; dejemos que sean felices aquellos que son firmes. ¡Aquí hay una nuez! -exclamó, cogiendo una de una rama alta-. Tomemos este ejemplo; una hermosa nuez, que, dotada de fuerza original, ha sobrevivido a todas las tempestades del otoño. Ni un punto, ni un rincón débil. Esta nuez -prosiguió con juguetona solemnidad-, mientras muchas de las de su familia han caído y han sido pisoteadas, es aún dueña de toda la felicidad que puede poseer una nuez. -Luego, volviendo a su tono habitual, continuó-: Mi mayor deseo para todas aquellas personas que me interesan es que sean firmes. Si Luisa Musgrove desea ser feliz en el otoño de su vida, debe preservar y emplear todo el poder de su mente.

      Al terminar de hablar sólo le respondió el silencio. Hubiese sido una sorpresa para Ana que Luisa hubiera podido contestar de inmediato a este discurso. ¡Palabras tan interesantes, dichas con tanto calor! Podía imaginar lo que Luisa sentía. En cuanto a ella, temía moverse por miedo a ser vista. Al paso de ellos, una gruesa rama la protegió y pasaron sin advertir su presencia. Antes de desaparecer, sin embargo, volvió a oírse la voz de Luisa:

      -María es muy buena en ciertos aspectos -dijo-, pero a veces me enfada con su estupidez y orgullo, el orgullo de los Elliot. Tiene demasiado del orgullo de los Elliot. Hubiéramos preferido que Carlos se casara con Ana. ¿Sabía usted que era a ésta a quien pretendía?

      Después de una pausa, el capitán Wentworth preguntó:

      -¿Quiere decir que ella lo rechazó?

      -Eso mismo. ¿Cuándo ocurrió esto?

      -No podría decirlo con exactitud, porque Enriqueta y yo estábamos por entonces en el colegio. Creo que un año antes de que se casara con María. Hubiera deseado que Ana aceptara. A todos nos gustaba ella muchísimo más, y papá y mamá siempre han creído que todo fue obra de su gran amiga Lady Russell. Ellos creen que Carlos no era lo suficientemente cultivado para conquistar a Lady Russell, y que, por consiguiente, ésta persuadió a Ana de rechazarlo.

      Las voces se alejaban y Ana no pudo oír más. Sus propias emociones la mantuvieron quieta. El destino fatal del que escucha no podía aplicársele enteramente. Había oído hablar de ella misma, pero no había oído hablar mal y, sin embargo, aquellas palabras eran de dolorosa importancia. Supo entonces cómo consideraba su propio carácter el capitán Wentworth. Y el sentimiento y la curiosidad adivinados en las palabras de él la agitaban en extremo.

      Tan pronto pudo, fue a reunirse con María, y ambas se dirigieron a su primitivo puesto. Pero sólo sintió un alivio cuando todos se encontraron de nuevo reunidos y la partida se puso en marcha. Su estado de ánimo requería de la soledad y del silencio que pueden hallarse en un grupo numeroso de personas.

      Carlos y Enriqueta volvieron acompañados, como era de presumir, por Carlos Hayter. Los detalles de todo este asunto Ana no podía entenderlos; hasta el capitán Wentworth parecía no estar del todo enterado. Era evidente, sin embargo, cierto retraimiento de parte del caballero, y cierto enternecimiento de parte de la dama, como asimismo que ambos se alegraban de verse nuevamente. Enriqueta parecía un poco avergonzada, pero su dicha era evidente. En cuanto a Carlos Hayter, se le notaba demasiado feliz, y ambos se dedicaron el uno a la otra casi desde los primeros pasos de la vuelta a Uppercross.

      Todo parecía indicar que era Luisa la candidata para el capitán Wentworth: jamás había sido algo tan evidente. Si es que eran necesarias nuevas divisiones de la partida o no, no podía decirse, pero lo cierto es que ambos caminaron lado a lado casi tanto tiempo como la otra pareja. En una amplia pradera donde había espacio para todos, se habían dividido ya de esta manera, en tres partidas distintas. Ana necesariamente pertenecía a aquella de las tres que mostraba menos animación y complacencia. Se había unido a Carlos y a María, tan cansada que llegó a aceptar el otro brazo de Carlos. Pero Carlos, pese a encontrarse de buen humor con respecto a ella, parecía enfadado con su esposa. María se había mostrado insumisa, y ahora debía sufrir las consecuencias, que no eran otras que el abandono que hacía del brazo de ella a cada momento para cortar con su bastón algunas ortigas que sobresalían del cerco. María comenzó a quejarse, como siempre, arguyendo que el estar situada al lado del cerco hacía que se la molestase a cada instante, mientras que Ana marchaba por el lado opuesto sin ser incomodada; a esto respondió él abandonando el brazo de ambas y emprendiendo la persecución de una comadreja que vio por casualidad; entonces casi llegaron a perderlo de vista.

      La larga pradera bordeaba un sendero, cuya vuelta final debían cruzar; y cuando toda la comitiva hubo llegado al portal de salida, el coche que se había oído marchar en la distancia por largo tiempo llegó hasta ellos, y resultó ser el birlocho del almirante Croft. El y su esposa acababan de realizar el proyectado paseo y regresaban a casa. Después de enterarse de la larga caminata hecha por los jóvenes, amablemente ofrecieron un asiento a cualquiera de las señoras que se encontrara particularmente cansada; de esta forma le evitarían andar una milla y, por otra parte, proyectaban cruzar Uppercross. La invitación fue general, pero todas la declinaron. Las señoritas Musgrove no se sentían fatigadas para nada; en cuanto a María, o bien se sintió ofendida de que no le hubiesen preguntado primero, o bien el orgullo de los Elliot se sublevó ante la idea de hacer de tercero en la silla de un pequeño birlocho.

      La partida había cruzado ya el sendero y subía por el declive opuesto, y el almirante había puesto en movimiento su caballo cuando el capitán Wentworth se aproximó para decir algo a su hermana. Qué era pudo adivinarse por el efecto causado.

      -Señorita Elliot, de seguro está usted cansada -dijo Mrs. Croft.Permítanos el placer de llevarla a casa. Hay muy cómodamente lugar para tres, puedo asegurárselo. Si todos tuviéramos sus proporciones diría que hay sitio para cuatro. Debe venir con nosotros.

      Ana estaba aún en el sendero y, aunque instintivamente quiso negarse, no se le permitió proseguir. El almirante acudió en ayuda de su esposa, y fue imposible rehusar a ambos. Se apretujaron cuanto fue posible para dejarle espacio, y el capitán Wentworth, sin decir palabra, la ayudó a trepar al carruaje.

      Sí, lo había hecho. Se encontraba sentada en el coche, y era él quien la había colocado allí, su voluntad y sus manos lo habían hecho; esto se debía a la percepción que él tuvo de su fatiga y a su deseo de darle descanso. Se sintió muy afectada al comprobar la disposición de ánimo que abrigaba hacia ella y que todos estos detalles ponían de manifiesto. Esta pequeña circunstancia parecía el corolario de todo lo que había ocurrido antes. Ella lo entendía. No podía perdonarla, pero no podía ser descorazonado hacia ella. Pese a condenarla en el pasado, recordándolo con justo y gran resentimiento, a pesar de no importarle nada de ella y de comenzar a interesarse por otra, no podía verla sufrir sin el deseo inmediato de darle alivio. Era el resto de los antiguos sentimientos; un impulso de pura e inconsciente amistad; una prueba de su corazón amable y cariñoso, y ella no podía contemplar todo esto sin sentimientos confusos, mezcla de placer y dolor, sin poder decir cuál de los dos prevalecía.

      Sus respuestas a las atenciones y preguntas de sus compañeros fueron inconscientes al principio.


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