100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт
era quizás una ocasión de estrechar su conocimiento.
El capitán Wentworth los esperaba, y un coche para cuatro, estacionado para mayor comodidad en la parte baja de la calle, estaba también allí. Pero su sorpresa ante el cambio de una hermana por la otra, el cambio de su fisonomía, lo atónito de sus expresiones, mortificaron a Ana, o mejor dicho, la convencieron de que tenía valor solamente en aquello en que podía ser útil a Luisa.
Procuró aparecer tranquila y ser justa. Sin los sentimientos de una Ema por su Enrique, hubiera atendido a Luisa con un celo más allá de lo común, por afecto a él; esperaba que no fuera injusto al suponer que ella abandonaba tan rápidamente los deberes de amiga.
Entre tanto ya estaba en el coche. Las había ayudado a subir y se había colocado entre ellas. De esta manera, en estas circunstancias, llena de sorpresa y de emoción, Ana dejó Lyme. Cómo transcurriría el largo viaje, en qué ánimo estarían, era algo que ella no podía prever. Sin embargo, todo pareció natural. El hablaba, siempre con Enriqueta, volviéndose hacia ella para atenderla o animarla. En general, su voz y sus maneras parecían estudiadamente tranquilas. Evitar agitaciones a Enriqueta parecía lo principal. Sólo una vez, cuando comentaba ésta el desdichado paseo a Cobb, lamentando haber ido allí, pareció dejar libres sus sentimientos:
-No diga nada, no hable usted de ello -exclamó-. ¡Oh, Dios, no debí haberla dejado en el fatal momento seguir su impulso! ¡Debí cumplir con mi deber! ¡Pero estaba tan ansiosa y tan resuelta! ¡Querida, encantadora Luisa!
Ana se preguntó si no pensaría él que muchas veces vale más un carácter persuasivo que la firmeza de un carácter resuelto.
Viajaban a toda velocidad. Ana se sorprendió de encontrar tan pronto los mismos objetos y colinas que suponía más distantes. La rapidez de la marcha y el temor al final del viaje hacían parecer el camino mucho más corto que el día anterior. Estaba bastante oscuro, sin embargo, cuando llegaron a los alrededores de Uppercross; habían guardado silencio por cierto tiempo. Enriqueta se había recostado en el asiento con un chal sobre su rostro, llorando hasta quedarse dormida. Cuando ascendían por la última colina, el capitán Wentworth habló a Ana. Dijo con voz recelosa:
-He estado pensando lo que nos conviene hacer. Ella no debe aparecer en el primer momento. No podría soportarlo. Me parece que lo mejor es que se quede usted en el coche con ella, mientras yo veo a los señores Musgrove. ¿Le parece a usted una buena idea?
Ana asintió; él pareció satisfecho y no dijo más. Pero el recuerdo de que le hubiera dirigido la palabra la hacía feliz; era una prueba de amistad, una deferencia hacia su buen criterio, un gran placer. Y a pesar de ser casi una despedida, el valor de la consulta no se desvanecía.
Cuando las inquietantes nuevas fueron comunicadas en Uppercross y los padres estuvieron tan tranquilos como las circunstancias permitían, y la hija, satisfecha de encontrarse entre ellos, Wentworth anunció su decisión de volver a Lyme en el mismo coche. Cuando los caballos hubieron comido, partió.
CAPITULO XIII
El resto del tiempo que Ana había de pasar en Uppercross, nada más que dos días, los pasó en la Casa Grande, y la satisfizo sentirse útil allí, tanto como compañía inmediata, como ayudando a los preparativos para el futuro, que la intranquilidad de los señores Musgrove no les permitía atender.
A la siguiente mañana, temprano, recibieron noticias de Lyme; Luisa seguía igual. Ningún síntoma grave había aparecido. Horas más tarde, llegó Carlos para dar noticias más detalladas. Estaba de bastante buen ánimo. No podía esperarse una recuperación rápida, pero el caso marchaba tan bien como la gravedad del golpe lo permitía. Hablando de los Harville, le parecía increíble la bondad de esta gente, en especial los desvelos de la señora Harville como enfermera. En verdad, no dejó a María nada por hacer. Esta y él habían sido persuadidos de volverse a la posada a la mañana siguiente. María se había puesto histérica por la mañana. Cuando él salió, ella se disponía a salir de paseo con el capitán Benwick, lo que suponía le haría bien. Carlos casi se alegraba de qué no hubiese vuelto a casa el día anterior, pero la verdad era que la señora Harville no dejaba a nadie nada por hacer.
Carlos pensaba volver a Lyme en la misma tarde, y su padre tuvo un momento la intención de acompañarlo, pero las señoras no se lo permitieron. No haría sino aumentar las molestias de los otros, e intranquilizarse más; un plan mucho mejor fue propuesto y se siguió. Se envió un coche a Crewherne por una persona que sería mucho más útil; la antigua niñera de la familia, quien, habiendo educado a todos los niños hasta ver al mimado y delicado Harry en el colegio, vivía por entonces en la desierta habitación de los pequeños, remendando medias, componiendo todas las abolladuras y desperfectos que caían en sus manos y que, naturalmente, se sintió muy feliz de ir a ayudar y atender a la querida señorita Luisa. Vagos deseos de enviar allí a Sarah surgieron en la señora Musgrove y en Enriqueta, pero sin Ana aquello podía resolverse difícilmente.
Al día siguiente quedaron en deuda con Carlos Hayter. Tomó como cosa propia el ir a Lyme, y las noticias que trajo fueron aún más alentadoras. Los momentos en los que recuperaba el sentido parecían más frecuentes. Todas las noticias comunicaban que el capitán Wentworth continuaba inconmovible en Lyme.
Ana debía dejarlos al día siguiente y todos temían este acontecimiento. ¿Qué harían sin ella? Muy mal podían consolarse entre sí. Y tanto dijeron en este sentido que Ana no tuvo más recurso que comunicar a todos su deseo secreto: que fueran a Lyme en seguida. Poco le costó persuadirlos; decidieron irse a la mañana siguiente, alojarse en alguna posada y aguardar allí hasta que Luisa pudiese ser trasladada. Debían evitar toda molestia a las buenas gentes que la cuidaban: debían al menos aliviar a la señora Harville del cuidado de sus hijos; y, en general, estuvieron tan contentos de la decisión, que Ana se alegró de lo que había hecho, y pensó que la mejor manera de pasar su última mañana en Uppercross era ayudando a los preparativos de ellos y enviándolos allá a temprana hora, aunque el quedar sola en la desierta casa fuese la consecuencia inmediata.
¡Ella era la última, con excepción de los niños en la quinta, la última de todo el grupo que había animado y llenado ambas casas, dando a Uppercross su carácter alegre! ¡Gran cambio, en verdad, en tan pocos días!
Si Luisa sanaba, todo estaría nuevamente bien. Habría aún más felicidad que antes. No cabía duda, al menos para ella, de lo que seguiría a la recuperación. Unos pocos meses, y el cuarto, ahora desierto, habitado sólo por su silencio, sería nuevamente ocupado por la alegría, la felicidad y el brillo del amor, por todo aquello que menos en común tenía con Ana Elliot.
Una hora sumida en estas reflexiones, en un sombrío día de noviembre, con una llovizna empañando los objetos que podían verse desde la ventana, fue suficiente para hacer más que bienvenido el sonido del coche de Lady Russell y, pese al deseo de irse, no pudo abandonar la Casa Grande, o decir adiós desde lejos a la quinta, con su oscura y poco atractiva terraza, o mirar a través de los empañados cristales las humildes casas de la villa, sin sentir pesadumbre en su corazón. Las escenas pasadas en Uppercross lo volvían precioso. Tenía el recuerdo de muchos dolores, intensos una vez, pero acallados en ese momento y también algunos momentos de sentimientos más dulces, atisbos de amistad y de reconciliación, que nunca más volverían y que nunca dejarían de ser un precioso recuerdo. Todo esto dejaba tras de sí... todo, menos el recuerdo.
Ana no había regresado a Kellynch desde su partida de casa de Lady Russell en septiembre. No había sido necesario, y las ocasiones que se le presentaron las había evitado. Ahora iba a ocupar su puesto en los modernos y elegantes apartamentos, bajo los ojos de su señora.
Alguna ansiedad se mezclaba a la alegría de Lady Russell al volver a verla. Sabía quién había frecuentado Uppercross. Pero felizmente Ana había mejorado de aspecto y apariencia o así lo imaginó la dama. Al recibir el testimonio de su admiración, Ana secretamente la comparó con la de su primo y esperó ser bendecida con el milagro de una segunda primavera de juventud y belleza.
Durante la conversación comprendió que había también un cambio en su espíritu. Los asuntos que habían llenado su corazón cuando dejó Kellynch,