La fageda. Dolors González
estos talleres permiten dar un paso adelante respecto a los que se organizan en el psiquiátrico de Salt, puesto que esta vez las figuras creadas no se amontonarán en un almacén ni se romperán, sino que serán productos útiles para un empresario, que las comercializará, y tendrán un valor económico. El trabajo puede empezar a adquirir sentido.
Pero antes hay que aprender bien el oficio, porque nadie en La Fageda tiene experiencia en él. Jordi Falgarona es el monitor encargado de la sección de manipulados en el centro de ocupación, y Cristóbal le transmite la siguiente consigna: La Fageda ha de perseguir la excelencia del producto (una actitud hacia el trabajo que será en adelante una constante en la cooperativa; no sólo por el afán de perfeccionismo sino como concepto moral, vital). Así empiezan a cumplir con los primeros encargos remunerados que llegan a la cooperativa, y en pocos meses los participantes se convierten en expertos de lo que denominan “minis”, figurillas del niño Jesús hechas con yeso.
Es el momento de dar otro paso. Ciertamente, ya no hacen objetos para amontonar en un rincón, sino “minis” para vender a dos industrias de peso en la comarca, pero preferirían no tener que trabajar como mano de obra barata de otra empresa que, además, hace de intermediaria e impide que se aprecie la utilidad real de lo que están fabricando. La responsabilidad sobre el trabajo queda diluida por el hecho de que la cooperativa no responde ante el comprador final de estos objetos. La cadena de valor que dibuja todo el proceso productivo se rompe, se acaba antes de llegar al final del ciclo, y ello resta sentido al proceso. Además, este sistema genera una dependencia clara. Los empresarios pueden cerrar el grifo en el momento y por los motivos que se les antojen, tanto da si el trabajo se está haciendo bien o mal. Por eso en La Fageda hay que ir más allá y empezar a pensar en un proyecto propio que les haga responsables de toda la cadena de producción y venta del producto y, por tanto, más autónomos.
Impulsada por esta idea, la cooperativa se fija como objetivo acabar haciendo producción propia una vez conocidas las técnicas de los moldes para hacer cerámicas. Así que Jordi y Cristóbal inician la búsqueda de materiales más nobles que la escayola, e investigan las diferentes técnicas para rellenar las bases. Piden permiso a los directivos de ambas empresas de imaginería a las que proveen para ir cada uno de ellos a una y aprender sus métodos.
Así descubren la diferencia entre trabajar con moldes abiertos y moldes cerrados. Falgarona estudia el cerrado, de látex, que tiene la apertura por arriba y se puede llenar de pasta a través de este agujero. Pero hay una técnica algo más complicada. Imaginemos, por ejemplo, el molde de un caballo al galope. En este caso, el molde abierto por arriba no nos sirve porque no garantiza que la pasta llegue a llenar todos los espacios que darían forma al caballo. Cristóbal es el encargado de aprender esta técnica que implica el uso de un molde abierto de silicona y, en algunos casos, refuerzos internos con alambres. Los trabajadores del Centro Ocupacional tendrán que utilizar los moldes, pulir la rebaba que queda al sacar el molde y el contramolde y pintar la figura.
Se realizaban labores para las empresas del textil de la comarca.
En 1984, después de trabajar varios meses para ambas empresas de imaginería y de seleccionar y plegar muchas prendas de ropa para la empresa de confección, se disponen a alcanzar el objetivo de hacer obra propia. Se producen ceniceros, lapiceros, espejos... una distribuidora de Sant Cugat acepta anunciar las creaciones del taller en su catálogo y se empiezan a vender las primeras. Parece que el negocio funciona... pero no.
“Fue un desastre”, recuerda años más tarde Cristóbal. “El producto no dejaba margen y no teníamos una estructura empresarial adecuada. En realidad no teníamos nada. Aún recuerdo que compramos un compresor de aire para poder pintar las figuras a pistola. Fue una gran inversión para nosotros, y no era un buen negocio. No dejaba de ser una artesanía mal pagada. Era un trabajo útil y muy bonito. De hecho, era nuestro primer proyecto totalmente propio, el inicio de una empresa como la que queríamos montar. El trabajo que hacíamos había adquirido otra dimensión en cuanto a la responsabilidad del trabajador ante el cliente. Ahora podíamos seguir la cadena de nuestra producción: sabíamos qué sucedía con el trabajo que hacíamos y teníamos que responder de él. Tal vez si hubiéramos persistido o hubiéramos estado más preparados, podría haber funcionado, pero... Tuvimos que plantearnos otras actividades”.
Trabajando a partir de los moldes.
Mientras se decide qué nuevo rumbo tomará la empresa, el taller funciona como cualquier otro: con un horario, una parada para comer, una exigencia de responsabilidad en el trabajo, un grupo dedicado a la imaginería, otro al apartado de confección, un tercero plegando cajas de cartón... y con sueldos. Los sueldos se pagan con lo que producen los trabajadores, que obtienen una remuneración más o menos alta en función de la productividad de la persona y de sus necesidades. Las ayudas del departamento de Servicios Sociales de la Generalitat, que en 1983 todavía depende de la Conselleria de Sanitat, se destinan al mantenimiento general del centro y a pagar al personal responsable con sueldos modestos.
Maria Portas entra a trabajar en La Fageda en 1984, con cuarenta y cuatro años, y es, pues, una de las pocas personas que nos pueden hablar de los primeros tiempos de la cooperativa desde el punto de vista asistencial. Su historia es, además, ilustrativa de la falta de atención que, una vez desaparecidos los padres, sufrían muchas personas con problemas mentales en la Catalunya de hace tan sólo veinticinco años.
En 1984, las constantes depresiones y algunas crisis de psicosis esquizofrénica paranoide han motivado dos ingresos de Maria en el psiquiátrico de Salt. Cuando recibe el alta médica, vuelve a estar en la calle y sola; la familia no se puede ocupar de ella. En una de las visitas de seguimiento, el doctor Torrell le recomienda que acuda al taller de la cooperativa y hable con Cristóbal Colón. En la sala de claustros del Carme recibe una calurosa bienvenida, hasta el punto de que se queda y ya no abandonará La Fageda. El día de su llegada sólo hay siete trabajadores en el centro. A ella la ponen a trabajar con los encargos de confección: tiene que agrupar piezas de ropa por tallas y referencias y también le pasan unos jerséis a los que tiene que sacar los hilos. El trabajo está concluido antes del fin de la jornada laboral, así que aprovechan para jugar a las cartas y al dominó sentados al lado de una estufa de leña.
La deformación congénita que padece en una pierna marca la vida de Maria, de aspecto frágil y mirada dulce. Los escasos recursos económicos familiares, el hecho de ser la única chica de la familia y los problemas de movilidad abreviaron el periodo de formación escolar. Con dieciocho años se enamoró del joven que cada invierno iba a cerrar las ovejas en la casa donde todos los miembros de la familia trabajaban como masoveros. Maria dice que le “tomó el pelo”: se quedó embarazada. Los padres del chico no quisieron oír hablar de casar al hijo con una chica coja, y su enamorado desapareció.
Maria tuvo que luchar para que los padres no mandaran a su hijo al hospicio. Por último los convenció y cuidó del pequeño durante sus cuatro años de vida, hasta que murió de un cáncer de hígado. Este golpe resultó demasiado duro para Maria y coincidió con la marcha de los dos hermanos mayores y con la muerte del padre. En casa sólo quedaron la madre, Maria y su hermano pequeño. Tuvieron que abandonar la casa e irse a trabajar de masoveros a otra masía, en Tortellà. Al morir la madre (Maria la acompañó y cuidó durante toda la enfermedad), ella se puso a vivir sola en un piso de Sant Joan les Fonts. Trabajaba de firme para sobrevivir, limpiando casas, y la malformación le causaba fuertes dolores. En poco tiempo la tuvieron que ingresar con anemia y pasó meses en el hospital de Girona para recuperarse.
Cuando recibió el alta, uno de sus hermanos la acogió en su casa, pero la experiencia no funcionó por el carácter difícil y a veces agresivo de Maria. Aunque entonces sólo tenía cuarenta años, el ayuntamiento le asignó una plaza en un geriátrico, la Caritat d’Olot, pero siguió habiendo graves problemas de convivencia y los nervios de Maria estaban a flor de piel, al extremo de que terminó por ingresar en el psiquiátrico de Salt. Allí conoció al doctor Torrell.
La estancia de Maria en La Fageda y la