El concepto de Personaje en la línea de Antonio Blay. Jordi Sapés de Lema
hace aunque no te guste”, “no se dice aunque lo pienses”, “se dice aunque no lo creas”, “no se toca aunque te guste”, etc., etc.; todo ello agravado por el hecho de que el entorno no cumple, a menudo, las reglas que promulga. Llegado a este punto, la supuesta educación se convierte en una pura casuística, carente de coherencia, que sólo se puede aplicar si se aprende de memoria. Esta situación obliga al niño a poner toda su atención en el exterior para saber cómo ha de comportarse en cada momento, según las diversas personas con las que interactúa y las circunstancias en las que se encuentra. Entonces se desconecta definitivamente de su capacidad de ver, sentir y hacer y pasa a poner la inteligencia, el amor y la energía que es al servicio del modelo exterior y sus demandas. El niño que, por causa de su edad, ya es de por sí dependiente del entorno, pasa ahora a someterse absolutamente al mismo: intelectualmente, afectivamente y energéticamente.
La configuración de la mente infantil
Conviene prestar atención a las primeras ideas que se imprimen en la mente del niño, porque estas ideas funcionarán como axiomas de su pensamiento durante el resto de la existencia:
La primera idea se refiere a su naturaleza genérica y es una idea que la oculta por completo, aunque no pueda anularla. Esta idea dice textualmente que una persona no tiene capacidad de comprender la realidad y actuar en ella de forma adecuada si se deja llevar por la actividad espontánea de su ser. Presupone que la expresión espontánea es básicamente incorrecta, inmoral e inadecuada; lo cual refrenda y justifica el atropello que se comete con el niño. En estos casos se suele poner como ejemplo a los animales, como si éstos fueran capaces de hacer las barbaridades que comete el hombre en nombre de la civilización. El caso es que se le induce al niño la idea de que la naturaleza humana es algo negativo de por sí, especialmente en el ámbito instintivo; idea que tiene por objetivo promover una desconfianza básica hacia sus propias apreciaciones, cuando no un sentimiento de culpabilidad por el hecho de tenerlas.
La segunda idea se refiere a la manifestación existencial del niño: a su yo-experiencia que, a esta edad, es todavía incipiente y se basa fundamentalmente en su código genético. En cualquier caso, el niño manifiesta unas determinadas inclinaciones que son la base de una manera de ser personal. Lógicamente, es imposible que esta inclinación coincida con el modelo; por lo tanto, la mera existencia del modelo supone una desautorización de esta forma de ser personal.
Puede resultar paradójico que todos los padres de un determinado ámbito cultural pretendan educar a sus hijos siguiendo exactamente el mismo patrón porque, en teoría, eso debería desembocar en una serie de personalidades clónicas; pero este obstáculo se resuelve atendiendo a la cantidad no a la cualidad. Parodiando a Orwell se puede afirmar que se pretende hacer a todos los niños iguales pero que unos conseguirán ser más iguales que otros; es decir: conseguirán aproximarse más al modelo. Si la identidad la confiere la imitación del modelo, cuanto más exacta sea esta imitación, más identidad se tendrá. De esta forma, la identidad se convierte en algo susceptible de ser cuantificado y medido: hay gente que “no son nadie” y hay gente que son “alguien”. Obviamente, el niño, de entrada no es “nadie”. Esta es la segunda idea.
La tercera es su corolario: la identidad es algo que se desarrolla, pero este desarrollo pasa por imitar, en el grado más elevado posible, una forma de pensar, sentir y hacer. Aquí no hay componenda posible: no vale adaptar el modelo a las propias inclinaciones individuales, hay que reproducirlo de una manera exacta; lo contrario conlleva un riesgo evidente de fracaso personal y una condena al ostracismo. El niño vive muy pronto en sus carnes este ostracismo por parte de sus padres y maestros, que lo rechazan y relegan cada vez que incumple las instrucciones. Esta práctica acaba con cualquier clase de rebeldía: el niño termina por asumir como propio el proyecto que el entorno ha diseñado para él. Entre otras cosas, porque confía en recuperar así la seguridad interna, la confianza en sí mismo y la claridad mental que ha perdido.
Y esta es la cuarta y última idea que se le transmite: la sociedad le proporcionará esta seguridad, confianza y claridad en la medida en que cumpla el modelo; y se la denegará en caso contrario. Su capacidad genérica de ver se sustituye por una información a la que tendrá más o menos acceso en función de su capacidad de memorizar y repetir los contenidos académicos que se le suministren. Su capacidad genérica de amar se sustituye por el cariño y la atención que recibirá de las personas de su entorno inmediato y por el éxito y la consideración de la sociedad que obtendrá si es una persona ejemplar que sigue los dictados de la ética y la moral. Y su seguridad interior se sustituye por el éxito material y el poder vicario que la sociedad le otorgará para que cumpla una función de control en la estructura colectiva. Todo ello en mayor cuantía cuanto mayor sea su proximidad al modelo.
Tenemos pues un niño que desconfía de sí mismo y de su manera espontánea de ser y que se apresta a luchar por encarnar una manera de ser que el exterior le impone y que supuestamente le facultará para llegar a experimentar lo que es su naturaleza genérica. En definitiva, un niño totalmente alienado a una manera de pensar y totalmente dependiente del exterior. Así que, a la postre, el genio maligno de Descartes ha resultado ser la propia sociedad.
El buen salvaje y el niño mimado
Conviene dejar claro que este diagnóstico no pretende reivindicar la figura del buen salvaje de Rousseau. Para ver lo inadecuado que resulta esta figura no tenemos más que contemplar los resultados de generaciones que han sufrido la dimisión de sus padres en la tarea de educar. Esta permisividad resulta más contraproducente que la tradicional severidad, porque inhibe por completo la actualización de las capacidades genéricas. En este caso, la idea que el niño recibe por parte de su familia es la de ser lo más importante, el centro del mundo; no tiene más que pedir por su boca y se le complace de la forma más inmediata posible. Habitualmente, no porque merezca una especial consideración por parte de sus padres, sino porque es la manera de que les deje en paz.
También en este caso el niño se acostumbra a depender del exterior; pero en un grado tal que le incapacita para soportar la más leve contrariedad. Y también ignora, porque no parece hacerle ninguna falta, su propia capacidad de comprender, amar y hacer. Se lo dan todo hecho y, por tanto, su yo-experiencia se desarrolla menos todavía que en el primer caso. Se contempla a sí mismo como un ser que no tiene que hacer ningún esfuerzo. Percepción que se desmoronará a las primeras de cambio, cuando salga del ámbito protector de la familia.
Esto demuestra que el problema no reside en el tipo de información que se le comunica al niño sino en el hecho de ignorar su identidad genérica y de no tener en cuenta su individualidad. Da igual que se le transmita al niño una imagen negativa o positiva; la cuestión es que se le lleva a confundirse con esta idea. Y el niño no es ninguna idea.
El desarrollo natural del niño pasa por actualizar sus potencialidades de una forma consciente y el primer objetivo de la educación debería ser que tomara plena conciencia de su identidad genérica como ser humano: su capacidad de comprender, amar y transformar el mundo. Es cierto que estas capacidades se desenvuelven mejor cuanto más rico es el entorno en conocimientos, relaciones y actividades; pero es él quien tiene que protagonizar sus descubrimientos, elaborar sus relaciones y vivir sus experiencias. Nadie puede hacerlo por su cuenta; ninguna pedagogía puede sustituir este protagonismo personal.
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