El duelo de los hermanos. Mateo Bautista García

El duelo de los hermanos - Mateo Bautista García


Скачать книгу
de mi hermanito David, que dos días antes había nacido en el Hospital La Paz. Regresaba a casa toda la familia, pletórica de felicidad, trayendo consigo al nuevo miembro. Era un cálido día de otoño. El sol traspasaba la ventanilla del coche y creaba un ambiente limpio y luminoso.

      Veintinueve años después, dos de junio de 2013. Tras pasar felizmente con mi esposa e hijos la tarde del domingo en un parque de atracciones, recibí una llamada telefónica de mis padres. Me informaron de que les habían comunicado desde el hospital que mi hermano se encontraba allí. Pregunté a mi mamá qué habían dicho, qué había sucedido, pero no les habían dado ningún detalle. Inmediatamente me trasladé a casa de mis padres para dirigirme con ellos al hospital. Era de noche.

      De camino, intenté hacer alguna averiguación, pues tenía conocidos que trabajaban en ese hospital. No obtuve ningún resultado. Nada. Por deformación profesional, soy abogado, o por la forma en que la mente es capaz de extraer conclusiones no del todo sustentas de lógica material, empezó a abrirse paso una idea oscura y atroz. ¿Por qué no habían dado información a mis padres? ¿Por qué mis amigos no sabían decirme nada? Era evidente que la falta de información era la mayor información. En esos momentos, deseas rehuir, quieres negarte a pensar, ansías tener esperanza.

      Llegué lo más pronto posible a casa de mis padres. Mi madre estaba muy nerviosa, hacía preguntas que no tenían respuesta, y tal vez ni la quisiera. A mi padre lo encontré taciturno, acaso consciente de la gravedad de la situación. El trayecto al hospital fue angustiante. Aún hoy día me cuesta volver sobre esos momentos en los que mi mamá no hacía sino repetir con congoja el nombre de mi hermano: «¡David, hijo mío, David! ¿Dónde estás? ¿Qué te ha pasado, David?».

      Cuando llegamos al Servicio de urgencias del hospital, con la excusa de no saber exactamente dónde debíamos dirigirnos, entré primeramente yo solo. Quería conocer de antemano el estado de salud de mi hermano para, en lo posible, mermar en mis padres el impacto de una fuerte noticia. Ellos, muy desasosegados, se quedaron esperando en la puerta y yo me adentré en la boca de ese túnel oscuro y voraz que serían nuestros días a partir de ese momento.

      Cuando ingresé, ya me estaban esperando. Me indicaron que pasara a una salita de consulta en la que un doctor joven con rostro serio me recibió y me invitó a sentarme. Ya no podía aguantar más. «Doctor, ¿es tan grave?», exclamé con voz trémula. Me contestó con un gesto afirmativo. Comenzó explicándome que David había llegado en paro cardiaco y que habían intentado reanimarlo durante más de media hora, debido a su juventud. No lo habían logrado. En ese momento, un atroz mazazo cayó sobre mí. Fue tan intenso que anuló todo mi ser. Sobre mí se sumieron el vacío y la nada, abrumándome hasta sustraerme el aire vital.

      Cuando recobré la plena consciencia del hecho, me vinieron de forma inmediata a la cabeza mis padres y mi hermano mediano. «¡Cómo se lo voy a decir a mis padres que están fuera!»: estas fueron mis primeras palabras. Con amabilidad, el doctor se ofreció a ello, se lo agradecí, pero rehusé. Debía hacerlo yo en persona. Retorné hacia ellos que, en su ansiedad y en mi demora, ya venían a mi encuentro. Sin palabras los abracé. Entre sollozos les comuniqué la terrible noticia. ¡Dios me dio las fuerzas!

      Los momentos de nuestro encuentro con David yacente se me quedaron grabados a fuego. Parecía dormido. La expresión de su rostro era tranquila y amable. Su cuerpo aún estaba caliente. Mis padres se comportaron con una serenidad y entereza que aún hoy en día impresiona mi corazón. Con infinito amor, acariciaron a su hijo, lo besaron, lo abrazaron, le hablaron con delicada ternura. Tan sobrecogedora escena hería mi alma con tal intensidad que por momentos tuve que apartarme y girarme, implorando en silencio: «¡Señor, dame fuerzas!».

      Estuvimos un buen tiempo allí hasta que amablemente nos pidieron que saliéramos para que pudieran trasladar el cuerpo inerte de David al Instituto Anatómico Forense. Podrán pasar miles de años antes de que olvide los gritos desgarradores de mi madre cuando regresamos al coche. Mi padre estaba en recogido y sufriente silencio. Volvíamos desolados, el día no amanecía, la ciudad estaba vacía, la casa sin David se sentía fría, ¡todo había sido tan rápido e imprevisto!

      En esta coyuntura, la mente se encuentra paralizada y alcanza a comprender la realidad de una manera parcial y sesgada. Sabe que es verdad lo que acontece, que es un hecho inamovible, pero no puede abarcarlo. No es que no logre comprender el suceso, simplemente es superior al entendimiento, limitado por la gélida y desbordante noticia. Me gustaría poder encontrar palabras para describir esa sensación de vacío y tormenta, solo soportable porque tu cuerpo ha soslayado los sentidos y el raciocinio para aplacar la fuerza del hachazo.

      Volvimos a casa y allí nos esperaba el segundo hijo, desde ahora mi único hermano en la tierra. Tal vez fuera en ese momento cuando yo tomara conciencia de la amputación. Ya nunca sería igual que antes, ya nunca volveríamos a sentarnos los cinco alrededor de la misma mesa, ya nunca existiría completa la comunidad familiar sobre la que mis padres habían cimentando nuestra feliz existencia. Era una noche muy oscura. En mi corazón se hicieron presentes aquellas manitas que había contemplado veintinueve años antes por primera vez, en un día luminoso.

      2

      El camino del duelo

       «Qué duelo tan amargo, qué dolor tan grave...

      Este sufrimiento es insoportable».

      Dicen que la infancia feliz es la que no se conserva en la memoria, pero yo la recuerdo y, por cierto, muy felizmente. Mis padres se esforzaron por crear un ambiente de seguridad y tranquilidad que logró que creciéramos muy dichosos. Con frecuencia, pensando en mi hermano David y en mi papá, recientemente fallecido, evoco aquellos días. Me viene a la mente la imagen del encuentro familiar en torno a la mesa en la que cenábamos los cinco todas las noches, y en ella veo a cada uno en su sitio correspondiente, cada cual con su personalidad, pero todos formando un único núcleo unido.

      Recuerdo las continuas bromas que nos gastábamos los tres hermanos, la ilusión de los días festivos, la celebración de la Navidad... Debido a la diferencia de edad, como hermanos mayores, éramos para David una referencia vital, un ejemplo. Siempre nos fue devoto, hasta el punto que mostraba hacia nosotros no solo una actitud fraternal, sino también filial. Aún hoy día, en ocasiones, llamando a mi hijo pequeño, involuntariamente lo nombro como a su tío fallecido, no por la viveza del recuerdo, sino por la semejanza del sentimiento paternal que también yo sentía hacia él.

      Uno no se da cuenta de la importancia de la formación y educación recibidas hasta que alcanza la madurez. Esto, que es una obviedad, cobra sentido cuando se puede comprobar que todo ese armazón creado por los padres es el sustento sobre el que los hijos desarrollan su personalidad y sobre el que pueden elaborar el duelo, tras un golpe brutal. Los buenos duelos no se improvisan. En ellos también valen los modelos, la enseñanza y la ejemplaridad.

      Rememoro que, siendo pequeño, durante un tiempo, me costaba dormir pensando en la muerte de mis padres. Me venía la imagen de ambos en un féretro, que cual fantasma me perseguía y me robaba el sueño. ¡Eran noches terribles! En la infancia todo lo que necesitamos es la seguridad que nos proporcionan los padres y, sobre ella, construimos el edificio de nuestra personalidad. Esos cimientos son los que te ayudarán a recomponer el edificio dañado por la muerte.

      La muerte se precipita sobre esa estructura familiar creada y la sacude hasta extremos inimaginables. Los lazos afectivos creados en la infancia son tan sólidos que hacen que el sufrimiento producido por la muerte de un miembro de tu familia sea muy intenso y avasallador. El sufrimiento es el tributo que paga el amor. A su vez, esos vínculos son tan compactos que se convierten en dique, garantía de que el desborde de la tribulación no pueda eliminarlos.

      Te proyectas en la vida en una concepción ideal o ficticia en la que la muerte no tiene cabida. Sin embargo, la realidad se impone. Tiene razón J. A. Jungmann al afirmar que «educar es introducir en la totalidad de la vida». Cuando me encontraba en el seno de mi mamá, con tres meses, falleció su joven madre tras una larga enfermedad. No la pude conocer físicamente, pero tantas veces mi mamá, trasmisora de tradiciones familiares, habla


Скачать книгу