Francisco de Asís. Carlos Amigo Vallejo
de esos vacíos, carencias y la falta de motivación para vivir y actuar con responsabilidad. No sentía la ausencia de respuestas ante asuntos tan esenciales como los que se podían referir al origen y destino final del hombre. Ya nada tenía que ver con una existencia rutinaria, anodina, sin sentido. Todos los días lo mismo: trabajando, sufriendo, metido en preocupaciones y casi sin saber por qué las cosas suceden de esta manera. ¿Hasta qué punto interviene la libre voluntad del hombre para encauzar su vida? Parece como si todo se le diera hecho, como si nada se dejara a su voluntad, como si la decisión y la responsabilidad no contaran. Una especie de mecanicismo fatalista, en el que queda muy poco espacio para la verdadera autonomía de la persona en su conducta social. Se busca el éxito sin esfuerzo, la realización personal sin tener unos horizontes que van más allá de lo inmediato, de lo que se puede tocar y medir. Se llega a pensar que la vida está dirigida por los poderosos, por las ideologías, por el miedo al qué dirán o por no caer en una especie de inseguridad permanente donde nada tiene consistencia.
El camino necesita iluminación y hay que buscarla allí donde está la auténtica verdad: en Dios. Así que tendrá que hablar con Él. Que esto es oración. Ponerse en contacto con aquel que es Señor y dueño de la existencia, y no cansarse de buscar su querer y voluntad. Es un contrasentido buscar la luz y apagar las fuentes de donde puede venir esa claridad que se necesita. Tu luz nos hace ver la Luz (Sal 35). El manantial de esa luz es el mismo Dios, y hasta Él hay que llegar y pedirle esa agua que tanto se necesita. Lo que resulta completamente absurdo es morirse de sed teniendo los manantiales de agua tan abundantes y tan cerca.
La oración es ese encuentro íntimo con Dios. Dios escucha al hombre y le habla. Sobre todo, en la vida del Señor Jesucristo. Después de recibir consejo e iluminación, vendrá la súplica, el deseo de ser ayudado. Y se terminará agradeciendo a Dios y alabando su nombre, que no deja nunca de la mano a sus hijos. Escuchar y hablar a Dios. No es tan difícil, porque Él está muy cerca del hombre, gracias a la acción del Espíritu Santo. Solamente hace falta un poco de recogimiento interior, para que el Espíritu lleve allí donde está la auténtica fuente del amor de Dios.
Enseguida van a venir los inconvenientes y las pegas que pone el hombre para este encuentro con Dios: la falta de tiempo, la oración no le «dice» nada, la sequedad del Espíritu, la indiferencia completa... Todo eso, puede ser más o menos cierto, pero el gran enemigo de la oración es esa rebeldía a sentarse en el banquillo de los acusados, a someterse al juicio de Dios, de ver cara a cara lo que es la verdad y el camino que hay que seguir. Después, la responsabilidad de ser coherente entre aquello en lo que se cree y el comportamiento de cada día.
¿Cómo hacer oración? No es lección que aprender, sino buscar la manera de vivir. Dios se ha manifestado en su Hijo, no hay otro camino ni otra verdad. La oración es meterse en la misma piel de Jesucristo y sentir con sus sentimientos y recibir sus consejos, y tener las actitudes que él tenía, guardar los mandamientos que él predicaba... Por eso, la oración es dejarse acompañar por Jesucristo, aceptar que le tome a uno de la mano y escuchar su conversación. Como los discípulos de Emaús, que estaban desconsolados, pero Jesucristo resucitado se pone a su lado y les fue explicando las Escrituras. Se les abrieron los ojos y el corazón. Solamente dejándose acompañar por Cristo se puede saber lo que es el origen y el destino, la motivación de la misma vida.
«Omnipotente, santísimo, altísimo y sumo Dios, todo bien, sumo bien, total bien, que eres el solo bueno, a ti te ofrezcamos toda alabanza, toda gloria, toda gracia, todo honor, toda bendición y todos los bienes» (AlHor). Esta es la oración franciscana, que todo lo eleva a Dios y desde Dios se hace alabanza a todas las criaturas. Es ofrecimiento de aquello que de más noble y mejor puede tener el ser humano. En definitiva, es poner en las manos de Dios lo que a Él pertenece. Pues solamente dando de lo que se ha recibido, se puede en verdad alabar a Dios. Todo lo que ha llegado del Señor altísimo es bueno, y solamente con la bondad se puede agradar al Bondadoso.
Más que súplica, la oración franciscana es una permanente acción de gracias, reconocimiento humilde y sincero al Señor Dios, que es el sumo bien, el todo y único bien, al cual debe llegar toda alabanza y al que debe retornar todo lo que saliera de sus manos. Por eso, esta acción de gracias que es como un derecho de Dios, pues solamente a Él pertenece cuanto de bueno puede tener la criatura. El bienaventurado padre san Francisco quiere que, en el oficio de las horas, se repita una y otra vez el deseo de que la oración llegue a la presencia de Dios, que el oído de Dios se ponga cerca de la súplica del orante. Es una oración de deseo y de súplica. No son los bienes del mundo lo que necesita, sino el deseo de ver a Dios: ¡cuándo veré tu rostro Señor, no me escondas tu rostro!
Una vez en la presencia de Dios, se ha de dejar que el Espíritu llene el corazón, para poder presentar ante el Señor la propia tribulación, que no es otra que el inmenso deseo de reposar y estar con Dios. El vacío en el corazón de Francisco es grande y solamente puede llenarse con la inmensidad del amor del altísimo Señor.
El bienaventurado Francisco une la oración con el trabajo. Por eso hay que huir de la ociosidad, si es que se quiere perseverar en la oración. De esta manera se convierten en oración todas y cada una de las obras que el hombre puede realizar. Todo tiene que ser alabanza al Dios altísimo, todo debe ser para Él y por Él. Se había dicho, ora et labora. Para Francisco son inseparables la oración y el trabajo de cada día. Y puede ser que el más importante y el más duro de los trabajos, sea precisamente el de la oración. Y sea cual fuere la actividad a la que el franciscano pueda dedicarse, debe tener muy en cuenta que nada apague el espíritu de oración y devoción (1R 4).
A este espíritu de la santa oración y devoción, todas las cosas temporales deben servir. Y ninguna de ellas puede apagar esta luz. Y orar continuamente sin desfallecer. Este pensamiento evangélico estará siempre en la base de la oración franciscana. Es una vigilancia activa y amorosa, atención a la presencia inmediata y cercana de Dios, que llena con su inmensidad todas las cosas. Lejos de cualquier atisbo de panteísmo, esta presencia divina es el amoroso cuidado que Dios tiene de todo aquello que ha salido de sus manos.
¿De qué hablaban Dios y Francisco en ese coloquio tan íntimo y ardiente? De Dios y de las cosas de Dios. Ni podía ser de otra manera, ni tampoco Francisco lo deseaba. Dios se había revelado como Él mismo es y el mayor gozo de Francisco era precisamente el encuentro con ese omnipotente y santísimo Señor.
Aquella oración no sabía de tiempos, ni de lugares, ni de circunstancias, vivía en Dios y con Él hablaba continuamente. Ni había espacio donde no pudiera habitar, ni momento alguno en el que Francisco no pudiera hablar con su Señor. El tiempo era de Dios, y todos los espacios estaban llenos de la inmensidad del que es eterno y omnipresente.
En esa seguridad sabía Francisco que Dios le hablaba y podía escuchar las súplicas que se le dirigían. Así se llegaba a lo que los místicos llaman la quietud del espíritu, es decir, el estar y sentir la presencia de Dios y hacer de esa unión mística la contemplación perfecta. En el principio y al final, y en el medio, y en todo era Jesucristo quien estaba presente. La oración de Francisco es abiertamente cristocéntrica: a Dios Padre, por el Espíritu, con su hijo Jesucristo.
En la oración, actúa con una gran libertad: solo depende de Dios. Es el hombre auténticamente libre, no tanto porque ya ha dejado todas las cosas, sino porque se ha entregado conscientemente a la misión de ser anunciador del Dios vivo.
A través de la oración se puede conocer verdaderamente al Dios de la misericordia, de la bondad, de la providencia. El que no ora no comprende, no gusta, no vive la grandeza del corazón de Dios. Es que la oración no es pensar y discurrir, sino adentrarse y ponerse, en alma y vida, en la voluntad salvadora de Dios en su hijo Jesucristo. La oración es el reconocimiento de la inmensidad de Dios y de un amor que lo llena todo. Es contemplar a Dios tal como Dios es.
Largas eran las horas dedicadas a la adoración. Tenía que meterse en el corazón y deseo de Dios y abrir el propio para sentir la divina presencia. Es una identificación completa, un palpitar al unísono. Para Francisco, la lectura de un texto de la Escritura no provoca interpelación. Porque en Francisco hay una adhesión total y previa a la apertura del libro. Dios ha llamado a Francisco. Le ha convertido. Si busca la palabra de Dios no es para dejarse convencer, sino para saber qué hacer