Cuerpo. Luis López González
espacio-distancia, espacio-textura, espacio-profundidad, espacio-presión, espacio-densidad, espacio-apertura... Si uno mira hacia su propio cuerpo con una mirada sensible y táctil, se da cuenta de que no somos una vasija, de que los límites de nuestro cuerpo no están tan definidos como pensamos. Tu cuerpo y mi cuerpo son densidades de vida, no de masa y volumen. Pero, además, somos el único «objeto» del universo que conocemos por dentro y por fuera1.
Si uno inicia una introspección hacia su interior, tendrá una tendencia connatural a perderse dentro de sí: no somos concretos ni estáticos por dentro. Si por el contrario, uno se exterioriza, tiene la tendencia a espaciarse, a proyectarse, a difuminarse hacia afuera. Tampoco aquí están delimitados nuestros cuerpos. Nuestra intuición es una puerta de entrada y salida... del cuerpo.
Por lo que respecta a lo que se suele llamar alma –que no se contrapone ni es una dualidad respecto del cuerpo– es la condensación de un espacio creado, vivido y trascendido. Ese espacio vivido es el lienzo donde se dibujan nuestras vidas. Somos como un gran lienzo en blanco. Yo me siento un lienzo coloreado –incluidas mis tempestades– por la mano de Dios o el Absoluto.
El hondón del alma es siempre hondón del cuerpo. Ese espacio interior goza de una densidad especial y espacial diferente del espacio cartesiano. Su coordenada es esféricamente holística: la conciencia amorosa. No es metáfora, es sensación. La vida está dentro de nosotros; los proyectos, el movimiento está fuera, en la cabeza. Cuanto más busco lo de dentro, menos me importa lo de fuera, así todo parece y aparece más bello.
El humo de las sensaciones y los sentimientos lleva al fuego del alma. El barco del amor echa su ancla en el aquí-ahora del cuerpo, que siente y nota. Si te detienes un instante a sentir, te das cuenta de que puedes sentir y puedes sentir que sientes. ¡Qué maravilla de la conciencia!
Pero las sensaciones orgánicas (interocepción) y las músculo-esqueléticas (propiocepción) no agotan nuestra percepción. Existe toda una gama de registros que no se enmarcan en estas sensaciones, a los que yo llamo intracepción, en relación con el intracuerpo2, en el sentido interior y no en un plano fisiológico o anatómico. Por poco que vuelvas a detenerte y a escucharte, siempre te encuentras dentro de ti. Nunca puedes salir del todo. Al contrario, cuanto más salgas de ti, es porque llenas más tu interior. Lo contrario de la interioridad no es la exterioridad, sino la superficialidad3. ¿Qué es entonces la interioridad?:
La interioridad hace referencia a nuestra condición corporal, a nuestra exterioridad, es decir, a nuestra apariencia y motricidad: no solo somos sino que estamos en el mundo. [...] La interioridad es a la vez dimensión y destreza. Es la concavidad del ser relatada por poetas, místicos y filósofos (castillo interior, morada, refugio, fortaleza, bodega, etc.) en cuyas paredes (la conciencia) reverberan toda suerte de registros: pensamientos, emociones y sensaciones diversas. Pero también es la manera de conocer, sentir y vivirnos a nosotros mismos y a los demás, lo cual la abre al ámbito competencial. Así pues, la interioridad es un puente entre la psicología y la espiritualidad y se trata, en definitiva, de una capacidad propia del ser humano de desarrollar su conciencia (autoobservación y observación) y de otorgar sentido y significado a su propia existencia. Algunos neurocientíficos, la limitan al psiquismo humano, otros la abren a la trascendencia pensando que el ser humano es algo más que cerebro y que el corazón es el órgano de la interioridad que da sentido y significado a nuestras vidas. Curiosamente, hoy se investiga el papel del corazón en la cognición y conducta humanas4.
Pero la interioridad no es una especie de solipsismo al que accede una aristocracia de la humanidad. Todos estamos llamados a ella, o mejor dicho, todos gozamos de ella. Lo interior es también exterior. La profundidad de la conciencia sale fuera a cada instante, deseosa de convertir y recibir como gracia todo lo que hace. ¡Solo faltaría que para educar la interioridad fuera imprescindible ir a la universidad!: «Dichosos los afables, porque ellos heredarán la tierra» (Mt 5,4).
La interioridad es una dimensión consubstancial al ser humano, es la cabaña interior, mientras que la espiritualidad es la atmósfera que se respira en esa cabaña. La profundidad de nuestra conciencia no siempre es sinónimo de espiritualidad y debemos respetar las interioridades no espirituales, si bien, tarde o temprano, cualquier ateísmo profundo tiene los visos de una espiritualidad encarnada.
Una de las condiciones para desarrollar la interioridad es la soledad, a la que le dedico un apartado en este libro: cuerpo que no se siente nunca solo, no crece. La soledad va acompañada de desnudez, de vacío de toda esa hojarasca que nos arropa y atrapa. Ese vacío, esa concavidad, es plenitud, que es lo que somos.
Quisiera que tuviéramos en cuenta la noción budista del vacío interior para no confundirla con la nada ni menospreciarla –muy frecuente en ámbitos cristianos–:
La noción de vacío en el budismo se deriva de la noción de la no-identidad. Debemos preguntarnos: ¿vacío de qué? Vaciedad, en este sentido, significa vacío de una entidad separada e independiente llamada yo. ¡Pero vacío de un yo separado significa lleno de todas las cosas!5.
Nuestro espacio interior se cultiva de forma consciente, es decir, con propuestas y actividades concretas prefijadas de antemano. Pero el espacio interior se cultiva con naturalidad siempre y cuando estemos en el amor. La interioridad no puede ser una investigación, o al menos solo eso: sería estéril. Un corazón grande y no necesariamente cultivado intelectualmente llena el interior de muchas personas. Al menos, yo «envidio» a personas sencillas que están en el presente, ven y buscan la belleza, la armonía y son muy conscientes de sí mismas, por dentro y por fuera.
Para empezar, te sugiero que reflexiones lo siguiente: ¿Qué importancia le das en tu vida a tu corporalidad? ¿Qué sentido le das? Toma nota si lo deseas. Dedícale unos minutos. No es necesario que pases rápidamente a lo que viene a continuación; ni que decidas hacerlo en dos momentos diferentes.
Ahora, pon tu mano (o manos) en el pecho para contactar contigo mismo/a. Enfoca tus sensaciones y ubícate detrás de ellas. Observa tus pensamientos y observa qué hay detrás de ellos. Observa el Gran Corazón que hay detrás de toda emoción. Siempre que estés turbado/a, lleva las manos al corazón, eso te hará conectar con tu yo profundo donde está la paz.
No es necesario que las palmas contacten con el pecho, también podemos unir las manos, entrelazadas por los dedos, o simplemente ponerlas de cualquier forma espontánea a la altura del corazón. Por eso, prueba de diversas maneras, hasta sentir la paz.
Te invito a tomar notas en las páginas del final del libro de las sensaciones que te han venido. Incluso te aconsejo que cada vez que leas algo del libro hagas un pequeño diario ahí.
Piensa en qué circunstancias y lugares, en que te encuentres solo/a, sueles conseguir o tener un contacto profundo y sereno contigo mismo/a. ¿Podrías frecuentarlos más? ¿Y encontrar alguna otra manera o lugar?
CABEZA-CUERPO
«El hombre blanco está loco,
está convencido de que se piensa
con la cabeza».
ANÓNIMO SUDAMERICANO
Dios no cabe en nuestra cabeza. Las cualidades experienciales de la cabeza y del cuerpo son bien diferentes. Mientras la cabeza es «estrecha», obsesiva, rígida, apretada, superficial..., el cuerpo se muestra abierto, frondoso, ancho, esponjoso, con mucha profundidad.
La cabeza reacciona continuamente –como la loca de la casa, que diría santa Teresa–, mientras que el cuerpo sabe la verdad, participa de ella. La cabeza habla ahogadamente mientras el cuerpo permite entrar y salir al hablar, hacer probaturas y puede permanecer en silencio. Detrás de cualquier sensación, en cualquier recoveco del cuerpo, hay siempre un plácido silencio, mientras que detrás de un pensamiento, suele venir otro, y otro... –también podemos encontrar