El círculo de los blasfemos. Alberto Prunetti

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esa! ¡Picaste otra vez, blandengue!

      Atónito, el barquero del Aqueronte se aleja con aire lúgubre, mirada fija y llameante, persiguiendo la sombra de un desdichado.

      Y ya no dice palabra alguna.

      LA HISTORIA DE LOS TRABAJOS DE HÉRCULES

      Con la imaginación puedes transformar el contorno del promontorio de Piombino en Moby Dick, la ballena con la aleta perforada que obsesionaba al capitán Ahab. Desde allí no ves la acería de Italsider. Es un sitio hermoso, con una bahía donde se dice que iban a bañarse las hadas. Cuando yo era pequeño, ese lugar lo frecuentaban solo unos pocos turistas. Hablaban idiomas que no entendía y vestían de blanco, con extraños sombreros de paja. La necrópolis etrusca de Baratti estaba vallada, pero era de acceso libre. Si no estaba el guarda, Renato —mi padre— saltaba y yo me deslizaba por debajo de la valla. Nos gustaba deambular entre los etruscos. «Francesca, voy a llevar al crío con los etruscos», le decía Renato a mi madre. Y salíamos hacia Baratti en el viejo Audi. Mi madre se alegraba de que Renato llevara a su hijo a lugares cultos en vez de al bar deportivo. Por el camino, mi padre me contaba historias de la antigüedad a su manera. Los mitos clásicos se volvían épica metalúrgica. «¿Hércules? Se las arreglaba bien, claro que sí. Él era uno de los nuestros. ¡Pero los doce trabajos de Hércules los hago yo en un solo día en la fábrica! ¡De verdad, eh!», afirmaba Renato. «Vulcano también es bueno, se le da bien el hierro… Estuve en su taller aquella vez que tuve que rehacer la rosca de un racor que había perdido el paso. ¡Sí, en serio! ¿No me crees?». Yo reía, no sabía si creerlo o no. Y entonces Renato recitaba la lista de los doce trabajos obreros de Hércules. Algunos de ellos aún los recuerdo. El trabajo de la búsqueda de empleo, que era el octavo. El noveno trabajo era ser utilizado por el patrón. El décimo, articular el sindicato. El undécimo trabajo, doblegar al patrón. Y el último trabajo, la liberación final de todos.

      —¿Estás seguro de que esos eran los doce trabajos de Hércules, papá? En el colegio me lo han contado de una forma algo diferente…

      —Puedes apostar a que sí, hijo —me decía—. Garantizado. Tan seguro como el hierro. Y en cualquier caso el sentido es ese, haz caso a tu padre.

      Mi padre era así. Le bastaba con un destornillador para darle la vuelta con un golpe de muñeca a las historias que nos enseñaban en el colegio. Y por supuesto era bonito aprender los mitos de la antigüedad al revés. También la historia de los etruscos.

      —Fíjate en esa necrópolis —decía Renato—. Tu abuela materna andaba por aquí hace dos mil o tres mil años, porque sabes que es muy mayor, ¿no? Y sobre esas tumbas puso un par de clavos y un cordel para tender sus enormes bragas. Ah, ¿no me crees?

      Luego me hablaba de la industria que había justo detrás de la colina, la acería en la que se hacían los mejores raíles de 108 metros del mundo. De los obreros y de los piquetes de protesta. Eran historias milenarias llenas de adversarios poderosos, lugares malignos y compañeros capaces de obrar una magia extraordinaria. También me hablaba de la formidable huelga que justo entonces, a principios de los años ochenta, estaban librando los mineros británicos, perseguidos por la temible Lady Margarita del Gran Norte. Renato y sus compañeros habían hecho en la fábrica una colecta para enviar dinero al sindicato, en las Midlands, y yo, entusiasmado, vitoreaba a aquellos mineros norteños que en mi imaginación tenían el rostro de los futbolistas del Liverpool. Cuando los partidos estaban a punto de empezar, la cosa se ponía seria y Renato cambiaba de expresión. Aparcaba el coche en la explanada de gravilla con vistas a las plácidas aguas del golfo de Baratti, abría la puerta, ponía pie en tierra, encendía un cigarrillo y fijaba la mirada en las islas de Gorgona y Capraia. Luego sintonizaba la frecuencia de una emisora local que retransmitía los partidos de aficionados. No el fútbol de Primera División sino el balompié modesto, el de sus amigos obreros que militaban en categorías no profesionales.

      Y me decía:

      —Hala, niño, vete a estudiar esas cosas, las trompas etruscas.

      Y yo le respondía:

      —Papá, se dice tumbas, no trompas, que son instrumentos de viento. Concretamente, se trata de túmulos de planta circular o elíptica, aunque hay también una valiosa tumba de quiosco del siglo V antes de Crist…

      —¡Nada de blasfemias, Maremma marrana! —me recriminaba Renato, desconocedor de las convenciones de la datación historiográfica—. ¿No sabes que en domingo antes del saque inicial no se puede tomar en vano el nombre del hijo del carpintero? —Y se apresuraba a ejecutar un ritual apotropaico de dudosa elegancia—. Venga, Míster Potato… ve, vete allí… a las trompas etruscas.

      Y yo iba y él se quedaba fumando en paz mientras seguía la retransmisión del derbi Cecina-Rosignano Solvay, porque en aquella necrópolis, sin el estorbo del promontorio de Piombino, la señal de radio llegaba nítidamente, y ese era el verdadero motivo —oculto a los ojos de los lugares cultos, también a los de mi madre— por el que me llevaba allí: la recepción de las ondas de radio en Baratti era perfecta. Yo, mientras, iba a la caza de los raros turistas alemanes o británicos que hacían la etapa de Piombino en el Grand Tour y, fortalecido por las lecciones de historia y de épica de Renato, se las cantaba del tirón… Debían saber que los etruscos eran los grandes obreros del metal en la antigüedad y fundían el hierro de la isla de Elba, que en latín se llama Ilva. «Y mi padre también trabaja en la fábrica de Ilva, ¿sabe, señora? Así que a lo mejor también él es etrusco; mire, es aquel que está en el coche escuchando los partidos de fútbol. Y construyeron una acería en el lago Accessa, esa también es buena. Y al lado de los hornos de fundición estaban las casas de los obreros. Y mi padre me dijo que la FIOM, el sindicato del metal, se liaba a castañazos con los patrones etruscos del acero si durante una huelga se les ocurría llamar a los guardias. Y que, sin el metal del Elba, los siete reyes de Roma nunca habrían hecho una mierda, porque en esa islona estaba la cuenca de hematita férrica más grande del Mediterráneo. Y pobre del que se saltara un piquete o hablara con los esquiroles. Está escrito en una estela etrusca con las diez reglas obreras halladas entre estas tumbas. La descifró mi padre, que no se sabe dónde aprendió etrusco pero jura que eso está escrito y el que no lo crea es un truhan y un lacayo, ¿vale?».

      Y entonces los turistas británicos me miraban con perplejidad, alguno me regalaba un caramelo para calmarme, otro me daba una propina. Entonces yo, exultante, enumeraba de memoria los doce trabajos de Hércules y a continuación me largaba. Y ellos pensaban: «Bah, será el hijo del guarda». Y luego, confundidos, seguían paseando entre las vetustas ruinas cubiertas de hiedra, tratando de encajar las piezas de mi historia de épica y arqueología metalúrgica, que les sonaba un poco extraña aunque no se atrevieran a llevarme la contraria, no fuera a ser que aquel tipo del coche, el que había descifrado la estela etrusca a base de guantazos y palabrotas, saliera y la emprendiera a castañazos como aquellos de la FIOM de Etruria con los esquiroles y con los reyes de Roma, Maremma del carajo. En fin, que no estaba claro lo que decía ese niño delgado y pálido que aspiraba fuertemente la c y que probablemente vivía en esas tumbas como un espíritu salvaje de ese lugar silvano y rupestre, realmente pintoresco.

      Pues sí, los domingos de sobremesa Renato y yo llevábamos vida a la ciudad de los muertos y las almas de los antiguos pobladores no se habrán molestado excesivamente al escuchar que se profanaban las piedras fúnebres en un dialecto tan sacrílego como el de Livorno. Es más, interceptando las ondas de radio se habrán alegrado del empate entre el Tuttocalzatura y el Cuiopelli y de la victoria a domicilio del Ardenza frente al Donoratico, mientras mi padre juramentaba porque el Solvay había perdido y ahora en la clasificación necesitábamos más puntos que alguien que se trincha un dedo con una podadera. De esas sobremesas de domingo en Baratti guardo también un recuerdo lejano de un episodio extraño y más bien angustioso. Un día, mientras me escondía dentro de un túmulo circular,


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