Diamantes para la dictadura del proletariado. Yulián Semiónov
de Lenin por di- namizar la economía rusa mediante el desarrollo de un «capitalismo de Es- tado». Con ese fin, se permitió la introducción de cierta iniciativa privada que fomentara un mercado interior al tiempo que se mantenía un control estatal sobre los sectores clave de la economía soviética. Se decretó en 1921 y duró hasta 1929, sustituida por el Primer Plan Quinquenal. (N. de la T.)
INTERMEZZO EN REVEL
Nikándrov contuvo la respiración cuando el guarda fronterizo empezó a pasar una segunda vez las hojas de su pasaporte nuevecito, con olor a hule.
—¿Cuál va a ser su profesión?
—Escritor.
—¿Y cómo es que se va?
«¿Será posible que los bolcheviques hayan vuelto a jugar conmigo? —le pasó por la cabeza, enfadado y cansado—. ¿Qué es lo que quieren de mí? ¿Será posible que me manden de vuelta a Moscú? Uf, menuda jeta: napias blancas y con pecas. Es un crío y ya está de los nervios».
Pero el guarda, después de dar unas vueltas al pasaporte, se lo devolvió a Nikándrov, volvió a mirar de arriba abajo y con sospecha al escritor y salió del compartimento.
Nikándrov cerró los ojos y se recostó sobre el respaldo rígido de felpa del asiento.
«Hasta siempre, Rusia desaseada, país de esclavos, país de señores —recitaba para sí a Lérmontov y se tragaba las lágrimas—. Ellos me hicieron llorón, los malditos comisarios. Tenían razón los romanos: no hay nada más terrible que los esclavos rebelados, su libertad es tiránica y ciega, y sus ideales están impregnados de barbarie y crueldad, porque predican el bien universal, pero universal no hay nada, excepto el nacimiento y la muerte», pensaba mientras prestaba atención a los golpecitos del guarda fronterizo en el compartimento vecino, donde viajaba un enigmático comisario de Moscú, acompañado de dos chequistas vestidos de cuero y con máuseres.
Nikándrov salió al pasillo. Primero había decidido encerrarse en el compartimento y quedarse allí hasta que su tren hubiera pasado la frontera, pero después pensó con desagrado: «¿Será posible que me hayan convertido en un cobarde tan miserable que hasta me dé miedo su presencia cercana?». Y se puso de pie, se ajustó la chaqueta cual soldado y, deteniendo la mirada en el hombre entrecano y en la cuarentena que sonreía de mentira en el espejo, abrió la puerta con brusquedad.
El vagón estaba medio vacío.
En el compartimento vecino, el comandante del servicio de fronteras y los chequistas de cazadora de cuero se despedían del enigmático hombre achaparrado: ojos color aceituna, abrigo de piel de castor y zapatos romos, la última moda americana.
—Le deseamos un feliz viaje —dijo uno de los chequistas, estrechando la mano a su tutelado— y que regrese felizmente cuanto antes, camarada Pozhamchi.
Los guardas y los chequistas se fueron, la locomotora silbó, rechinaron los topes, tintinearon las jarras en sus soportes de cobre y el tren marchó lentamente de Rusia a Estonia.
Pozhamchi estaba al lado de la ventana, sin quitarse el abrigo a pesar de que el vagón estaba bien caldeado.
Pasaban volando las casitas campesinas: casas con cubierta de tejas, de mampostería, con ventanas grandes.
Nikándrov se acordó de Rusia: las ventanucas cegatas, sin luz, la ruina, la suciedad, la pobreza…
—¿No le da vergüenza, comisario? —preguntó Nikándrov inesperadamente incluso para él.
—¿Perdone? ¿Es a mí? —sonrió Pozhamchi.
—¿A quién si no? El comisario lleva unos zapatos color frambuesa, mientras el infeliz aldeano, tal como vivía en la barbarie, así sigue viviendo. ¿Contra qué se alzaron? Ni un solo país del mundo ha llegado a otro país con la humillante petición: «Sean nuestros dueños, nuestra tierra es abundante, pero ¡no hay orden!». Rusia lo ha hecho. Y ustedes van y la meten de cabeza ¡en una revolución! Y estaba preparada para la revolución como yo lo estoy… ¡para procrear!
—Uy, pero no se altere —le pidió Pozhamchi—. Quizá yo…
—¿Usted qué? A ver, ¿qué? ¡No hay revoluciones! ¡Hay ambiciones, muchas! ¿A cuántos millones han engañado, eh? ¿Cómo va a llevar a cabo la sucia y pobre Rusia una revolución social? A ellos —Nikándrov señaló con rabia el paisaje estonio que pasaba—, a ellos les tocaba empezar, ¡y no a nosotros con nuestros pies descalzos y nuestros febriles instintos tártaros!
Nikándrov sentía que su aspecto era ridículo y penoso mientras vociferaba todo lo que le causaba dolor, pero no era capaz de detenerse. Vio que su compañero de viaje quería objetar, y esto le dio más rabia todavía.
—¡Bien me sé sus objeciones! ¡El país de esclavos analfabetos se aplica para ofrecer al mundo un nuevo camino! ¡Nosotros, los que no sabemos qué es el metropolitano o el aeroplano, nos hemos alzado contra el poder de los Estados norteamericanos! Unos tipejos borrachos que queman cuadros solo porque estaban colgados en la casa de un terrateniente…, ¡así son los que pretenden rehacer el mundo! ¡La revolución es la cumbre del desarrollo lógico! ¡La revolución está obligada a hacer la vida mejor de esa de la que reniega! ¿Y qué ha traído su revolución? ¡Hambre! ¡Ruina! ¡El poder de unos brutos que me dictan qué puedo y qué no puedo escribir!
Cuanto más rabiosos eran los gritos de Nikándrov, más sonriente se volvía la cara de Pozhamchi, y ya no estrechaba asustado contra su pecho el maletín grueso de piel de cerdo.
—¿De qué se ríe? —preguntó Nikándrov con pesar—. No debería reírse de sí mismo. El mal es vengativo: se vengará en la segunda generación, y en la tercera. Se han olvidado de sí mismos, embriagados con su minuto de poder, ¡al menos piensen en los niños! Rusia no les perdonará lo que han hecho con ella, nunca se lo perdonará, y su camino de regreso a la sensatez será sangriento y la sangre de estos años no tendrá ni punto de comparación con la sangre que se les avecina por sus pecados…
—Qué ganas de enojarse por nada —se sonrió Pozhamchi, aprovechando que Nikándrov le daba chupadas a la pipa—. Si me lo permite, yo pienso justo como usted, y no tengo intención de regresar con estos de los sóviets.
—¿Cómo?
—Pues eso mismo —respondió con cierta alegría maliciosa Pozhamchi—, solo que, muy señor mío, a juzgar por lo que veo, a usted le resultó fácil el «adieu, Rusia», mientras que a mí me ha supuesto mucho esfuerzo marchar, y un grandísimo riesgo.
Y mientras echaba otro vistazo al horario de las paradas, Pozhamchi se dirigió sin prisas hacia la salida: el tren se había detenido en una pequeña estación. Junto al edificio, Nikándrov vio varios trineos y un automóvil negro con aspecto de fiera —casi seguro alemán— con la matrícula salpicada de barro.
De pronto, Nikándrov se echó a reír. Se puso en cuclillas, se golpeaba las rodillas con las palmas —secas, grandes, esculpidas con líneas bien marcadas—, se ahogaba de risa, pero volvió a sentir lágrimas saladas en la garganta. «Dios mío — pensó—, ¡soy libre! Él como un ratón en un barco ahogándose y yo… ¡orgulloso! Yo regresaré a casa vencedor y él, ¡nunca!»
El jefe de vagón, mientras frotaba con un trapo el pasamanos de cobre, dijo a Pozhamchi:
—Solo paramos cinco minutos, no se vaya lejos, camarada. Aquí ni chapurrean ruso, cada uno habla a su manera…
—Gracias —dijo Pozhamchi, y saltó al andén con ligereza impropia de su edad. Después marchó trotando hacia el edificio de la estación.
En una mesita de un bufé pequeño y limpio había tres personas. Lanzaron una mirada fugaz al recién llegado y continuaron sorbiendo en silencio la cerveza de sus jarras de barro.
—Gentil hombre —se dirigió Pozhamchi al camarero del bufé—, ¿a quién se puede contratar aquí para ir a Revel?
—El