Diamantes para la dictadura del proletariado. Yulián Semiónov

Diamantes para la dictadura del proletariado - Yulián Semiónov


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es por la familia —gritaba él—, ¡quiero que los niños y tú estéis cubiertos! No tengo tiempo para dormir contigo, ¡y mucho menos con otra! Estoy cansado, ¿lo entiendes? ¡Cansado!

      —¡No te atrevas a hacerme reproches! —respondía su mujer—. ¡Yo no los hago por lavar tu ropa y prepararte la comida!

      En una palabra, cuando Kurt llevaba a la mujer del embajador desde un anticuario donde esta había comprado un servicio único del siglo XVII, de repente salió una carreta desde una travesía y Kurt, normalmente calmado y calculador, inquieto ahora por la escena en casa, se agarró con tal fuerza al freno que el paquete con el servicio se cayó y se rompieron tres tazas. La esposa del embajador se limitó a hacer una observación contenida, claro —no hay que perder la dignidad delante del chófer—, pero con su marido se comportó de una forma bien distinta: si hay que plegarse incluso ante los más allegados, ¿cómo vivir?

      —Podrías solicitar un chófer de Londres —decía nerviosa—, esos animales no están en condiciones de conducir un automóvil, ¡deberían ir en vacas!

      —Pero ya sabes, querida —respondió el embajador—, que el presupuesto remitido por el ministerio se ha reducido al mínimo. Mi camarero también es estonio y bien que me gustaría a mí ver en su lugar a nuestro Howard de Liverpool…

      —Puedes contratar un chófer británico y pagarle con nuestro dinero…

      —Entonces, querida, no podría comprar servicios de Sajonia ni ir cada año a Cannes.

      —No es nada caballeroso, querido, echarme en cara los viajes a Cannes…

      —Querida, estás confundiendo el concepto de reproche con la constatación de un hecho.

      —Lo que acabas de decir es inmoral. No voy a permitirme hacer un reproche: tus antepasados escoceses estaban más interesados en el comercio del vodka de cebada que en su futuro…

      Sin perder tiempo —como le habían pedido—, el embajador llegó a ver al presidente, todavía sin haberse tranquilizado, continuando interiormente el mordaz diálogo con su mujer, quien era tan fría y cruel que se había permitido reprocharle sus orígenes escoceses.

      El presidente informó al embajador de Su Majestad de la conversación con el ruso y preguntó:

      —¿Podemos contar con una diligencia rápida y efectiva por parte de Londres?

      —No puedo darle una respuesta, señor presidente, sin consultarlo con el gobierno de Su Majestad.

      —En este momento me interesa su punto de vista.

      —Pero en Londres yo no vivo en Downing Street —respondió el embajador, y comprendió al momento que no había hablado al presidente como debía, y comprendió que había hablado así por el enfado con su mujer, lo que lo hirió aún más, pues fue consciente de que adolecía de una falta inaceptable en un diplomático: la emocionalidad, y, por eso, intentando suavizar de alguna manera su imperdonable brusquedad, dijo—: Enviaré inmediatamente a Londres un telegrama con sus recomendaciones.

      El jefe del gobierno no podía estar al tanto, naturalmente, de las desagradables declaraciones que acababa de haber en casa del embajador de Su Majestad. Pero sí de que a Londres habían llegado varios funcionarios bolcheviques rusos de alto rango que estaban manteniendo conversaciones con representantes de círculos de negocios serios. Y el presidente presuponía que en Londres se apuntaba a un giro definitivo para suavizar las relaciones con los rojos. Por eso, cuando se hubo despedido del embajador, invitó al ministro de Asuntos Exteriores Karl Einbund y le propuso que detuviera ya mismo a varios emigrantes rusos: esta acción le ofrecía la posibilidad —aunque solo en el futuro más cercano— de parar los posibles ataques del Narkom de Asuntos Exteriores, alegando que había un grupo de emigrantes detenidos y que había una investigación en marcha, de cuyos resultados serían informados todas las partes interesadas. Al presidente le gustó mucho: «todas las partes interesadas». Era expresivo, pero daba motivos para una doble interpretación, y en política eso solo puede ser un premio: cuando uno u otro párrafo, en ocasiones una palabra, ofrece la posibilidad de diferentes interpretaciones, y cualquier interpretación presupone una conversación sentados a la mesa, y no intercambios de tiros desde las trincheras.

      ESA NOCHE EN REVEL

      —Señor Nikándrov, permítame que lo felicite por su interesante y trágica ponencia sobre la situación en nuestra patria — dijo Yevgueni Andréievich Krasnitski, un viejo amigo de Vorontsov, de su época en el ejército—, ojalá se incorpore cuanto antes a nuestra causa común, lo acogeremos de corazón.

      Con él habían llegado otras tres personas; estos eran callados, lo único que hacían era beber con todos cada vez que Vorontsov o Krasnitski proponían un brindis. Jan Rastenburg había traído a dos jovencitos: a uno se lo veía pulcro, bien alimentado, color crema, era el traductor y poeta Iván Heinasmaa; mientras que el segundo, sin peinar, era Jüri Lõpse, un popular poeta y actor. Al principio los poetas no dijeron ni mu, se concentraron con fuerza en el vodka y en los panecillos con comida, y de vez en cuando observaban la sala: por lo visto, esperaban a Jürla para empezar su partida en presencia del periodista.

      El bar estaba lleno de humo y de ruido, el ambiente era alegre. Aquí se reunía gente de diferentes tribus, extraña: marineros y especuladores, pero también la bohemia y, a veces, sujetos cercanos a los círculos gubernamentales y diplomáticos, a los que casi era imposible comprender. Puede que alguno de ellos mañana esté sentado dirigiendo un departamento o puede que vengan siguiéndolo agentes secretos de la policía que seleccionan las últimas migajas de pruebas para, a la mañana siguiente, tras llamar bajito a la puerta, llevárselo a la cárcel o allá, a una isla o más lejos todavía.

      Vorontsov miraba a Nikándrov con pasión. Admiraba su talento analítico, ligeramente frío, y, además, a ese hombre estaban ligados sus recuerdos más queridos: la caza, las discusiones a la hora del té vespertino en Sosnovka sobre los destinos del mundo, sobre la historia de Rusia, y las carreras de caballos… En una palabra, todo lo que se había ido para, a todas luces, no volver.

      Nikándrov, quien al principio se había sentido cohibido —los años de la revolución habían dejado huella: el autocontrol, el miedo a la denuncia de algún vecino que hubiera podido escuchar alguna palabra imprudente que se le hubiera podido escapar—, ahora estaba desatado e incluso se comportaba con cierto descaro: estaba sentado con las piernas cruzadas con demasiado descuido y soltaba ocurrencias que alguna que otra vez se pasaban de bastas. Vorontsov lo comprendía: creía que estaba provocado por un sentimiento de liberación interior que, en la mayoría de los casos, era incontrolable.

      Jürla no llegó solo: con él estaba Lahme, el secretario de la redacción del Postimees, que estaba con la perdidamente bonita, y al parecer un pelín borracha, Lida Bossey, una actriz de varietés en Villa Mon Repos. Era popular en Revel: su voz era algo ronca, baja, y cantaba unas canciones extrañas, una curiosa mezcla de francesas y gitanas; al principio resultaba divertido y curioso, después los escalofríos le recorrían a uno la piel. Decían de ella que cada noche sacaba grandes cantidades de dinero de capitanes y de viejos industriales; esto le daba la posibilidad de ser completamente independiente y no pertenecer a un único protector.

      Al ver a Lida, Nikándrov se recolocó, su cara se volvió aún más expresiva, se dibujaron con mayor claridad las arrugas de tristeza que rodeaban su boca. Lida se sentó cerca de él; olía a perfume ligeramente amargo, y él empezó a sentir inquietud y dicha.

      El melenudo y despeinado Jüri Lõpse, tras esperar a que todos intercambiaran apretones de manos y saludos ruidosos y bebieran, preguntó:

      —Señor Nikándrov, ¿en dónde ve usted el deber de un literato?

      —La tarea de un literato es la literatura.

      —Puedo leerle unos aforismos de La Rochefoucauld — fue la respuesta brusca de Lõpse—, me interesa su interpretación.

      —Me da un poco de vergüenza responder a unas preguntas tan grandilocuentes


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