Diamantes para la dictadura del proletariado. Yulián Semiónov
—¿Aquí solo se reúnen artistas del pincel?
—Para nada. Ahí tiene a Kliúiev. Y a Marienhof al lado. Unos gusanos. Unos cobardes que callan mientras los comisarios los mantienen.
El francés esbozó una ligera sonrisa:
—Empiezo a tener la impresión de que esto de meterse unos con otros es una costumbre moscovita. ¿Ha sido siempre así o empezó después de la revolución?
A Misha no le dio tiempo a responder: Staritski, el crítico teatral, se había acercado a su mesa.
—¿Está libre? —preguntó.
—Por favor —respondió Blenner—, no esperamos a nadie más.
En un pequeño semisótano de la calle Kropótkinskaia se había abierto poco tiempo atrás un comedor en el que se servía té y café —previa muestra del carnet emitido por el Comité Central de Mejora de la Vida de los Científicos— a la inteligencia científica y creadora de la capital. Por eso aquí se amontonaba gente que se conocía, si no personalmente, al menos sí de oídas.
—¿Quién es? —preguntó sin ceremonia alguna Staritski, mirando fijamente al francés—. ¿A quién te has traído, Misha?
Yeroshin, que era de los que sentían el tradicional respeto por los extranjeros, empezó a agitarse en la silla, pero el francés esbozó una sonrisa bondadosa y le tendió a Staritski su tarjeta de visita.
El crítico se metió la tarjeta en el bolsillo y preguntó: —¿Del Komintern?
—Más bien de la Entente.
—Entonces tenga cuidado con Misha, es agente secreto de la Checa.
—Pero mira que eres animal. —Misha hizo un intento por sonreír—. Tú y tus tonterías de siempre…
—¿Dónde está aquí la tontería? Yo evito a todo burgués, incluso al propio, al de casa, así que de acercarme al ajeno… ¡Dios me libre, me proteja y me ampare! Nada, nada, cuando todo este galimatías acabe, te ajusticiaremos, Misha. Por razones sanitarias e higiénicas.
—¿Usted es de los que creen que el «galimatías» se va a acabar? —preguntó Blenner.
—El mundo vive según las leyes de la lógica y no puede soportar la locura por mucho tiempo. Y aquí no se trata de individuos, sino de cierto sistema supramundial que nos gobierna según sus propias leyes, unas desconocidas.
—Cualquier alteración de este mundo viene determinada por los individuos —señaló el francés—. Cifrar las esperanzas en un esquema supramundial establecido es, a su manera, una deserción civil.
—¿Entonces, qué?, ¿me está diciendo que empuñe un Nagant?
—Para nada… Solo intento hacerme una imagen clara de lo que ocurre…
—Imágenes claras en Rusia no ha habido ni habrá: aquí cada uno es un Clemenceau a su manera. Además, solamente los corredores, los exploradores, quieren tener imágenes claras. ¿Es usted corredor?
—Todo periodista es, en cierta medida, corredor.
—Así que le interesa la claridad… —resopló Staritski y declamó—: «No hay muerte más honrosa que la muerte en beneficio de la patria, y esta no puede asustar al auténtico ciudadano, al honrado». Alexander Uliánov. El hermano de Lenin. Justo esto es lo que tendremos muy pronto en la infeliz y atormentada Rusia, donde se han alzado… hermano contra hermano.
—Prefiere usted citar a Uliánov… El espíritu de sacrificio de los enviados a la muerte no le resulta muy atrayente… ¿solo a nivel personal?
—¿Y con qué derecho me habla usted así?
—¿Cómo? —El francés no comprendió—. Es una pregunta. No comprendo que pueda ofenderle una pregunta cuando tiene la posibilidad de responder.
A Blenner lo empezaban a crispar sus interlocutores. Montaban unos planes fantásticos, hacían alusiones misteriosas a saber de qué y presagiaban unos cambios inminentes; al mismo tiempo, ni uno de ellos decía una sola palabra buena sobre aquel a quien un minuto antes había saludado amigablemente, en ocasiones hasta con un beso. Al principio a Blenner lo trastornaban estas conversaciones y ya se había construido una concepción clara de sus futuros artículos: «Rusia al borde del estallido». Pero tras su encuentro con Litvínov,1 quien, siendo todavía embajador en Estonia, había sido confirmado como subcomisario del Pueblo para Asuntos Exteriores, el francés se vio obligado a des hacerse de esa concepción.
—¿Pregunta usted por la denominada oposición creadora? —le había inquirido Litvínov—. Claro que hay oposición, sería ridículo que no la hubiera. Chéjov sostenía: «Aquel que habla más que escribe se desgasta sin haber escrito nada de provecho». Con nosotros están Gorki, Blok, Serafimóvich, Briúsov; unos vástagos magníficos: Maiakovski, Pasternak, Aséiev; detrás de nosotros marchan Timiriázev, Shokalski, Óbruchev, Graftio, Gubkin; con nosotros están Koniónkov, Konchalovski, Petrov-Vodkin, Nésterov, Kandinski, Kustódiev… A veces las cosas se les ponen un poco difíciles, como en todas partes, también nosotros tenemos nuestros idiotas particulares y nadies envidiosos en los organismos que se dedican a la ilustración cultural. Pero en ningún otro país el arte consigue un auditorio enorme e interesado como el que ha aparecido en Rusia después de la revolución…
Rebuscó en su mesa y le lanzó un periódico al francés:
—Es de los suyos. Paul Nadau, ¿lo conoce? De París, también periodista. —Litvínov sonrió de nuevo—. Ahí tiene, lea lo que escribe de nuestra oposición, que no parlotea alrededor de una taza de té, sino que es seria, habla de los eseristas y de los cadetes. Estuvo con ellos en la cárcel de Butyrka.
Blenner cogió el periódico y enseguida vio unos párrafos subrayados: «Toda la celda debatía con gran solemnidad problemas de orden interno, como, por ejemplo, la designación del cuartelero. La manía infantil por el parlamentarismo que había caído sobre toda Rusia se ponía de manifiesto en los interminables discursos vacíos de nuestra celda. Bajo la dirección del presidente las enmiendas se sustituían por contraenmiendas; estas, a su vez, por propuestas, y a estas las sustituían las contrapropuestas. Los participantes de este siniestro torneo carcelario empleaban unos métodos que no estarían de más en el palacio de Westminster. Los presos escuchaban pacientes esos debates oratorios que no llegaban a nada… Tres días después de fuera llegaron unas cestas con productos para los miembros del Partido Socialista Revolucionario. Sin cortarse, estos se pusieron a llenarse los carrillos. Los demás presos se daban la vuelta en silencio para no sufrir mucho. Pero el delegado no lo resistió, se puso en pie y dijo: “Propongo debatir en asamblea la cuestión de la socialización de todos los víveres”. Se hizo el silencio. Solo se oían los chasquidos de las mandíbulas de los camaradas eseristas, que empezaron a masticar más deprisa. Finalmente, uno de ellos pronunció con voz dulzona: “Esta idea nos resulta atractiva, colegas, por supuesto, puesto que deriva directamente de los principios de nuestro partido. Pero ¡reflexionemos! ¿Estamos dispuestos a atentar contra la libertad de conciencia? Aquí hay muchos que no comparten nuestras ideas —añadió el orador señalando a un coronel mayor y hambriento, a un terrateniente con el estómago vacío y a un famoso abogado moscovita encolerizado por el hambre—. ¿Obligaremos a estos señores a convertirse en socialistas a pesar de su voluntad? ¡Claro que no, camaradas! Afirmo que la consiguiente deliberación de esta cuestión debe ser aplazada”. Y el orador se apresuró a recuperar enérgicamente el tiempo perdido en la destrucción intensiva de alimentos».
—¿Qué le parece? —preguntó Litvínov—. Si lo hubiera escrito un bolchevique…, pero es que resulta que su colega, que es burgués…, no nos soporta. Aun así, también dijo cuando lo liberaron: «Se está mejor con ustedes, al menos ustedes son concretos, pero esos… Como medusas antes de una tormenta: inmensos e inestables».
… Y ahora, al encontrarse con varios