Don Quijote de la Mancha. Miguel de Cervantes

Don Quijote de la Mancha - Miguel de Cervantes


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de Caco, que la sé de coro; si de mujeres rameras, ahí está el obispo de Mondoñedo, que os prestará a Lamia, Laida y Flora, cuya anotación os dará gran crédito; si de crueles, Ovidio os entregará a Medea; si de encantadores y hechiceras, Homero tiene a Calipso, y Virgilio a Circe; si de capitanes valerosos, el mesmo Julio César os prestará a sí mismo en sus Comentarios, y Plutarco os dará mil Alejandros. Si tratáredes de amores, con dos onzas que sepáis de la lengua toscana, toparéis con León Hebreo, que os hincha las medidas. Y si no queréis andaros por tierras extrañas, en vuestra casa tenéis a Fonseca, Del amor de Dios, donde se cifra todo lo que vos y el más ingenioso acertare a desear en tal materia. En resolución, no hay más sino que vos procuréis nombrar estos nombres, o tocar estas historias en la vuestra, que aquí he dicho, y dejadme a mí el cargo de poner las anotaciones y acotaciones; que yo os voto a tal de llenaros las márgenes y de gastar cuatro pliegos en el fin del libro.

      »Vengamos ahora a la citación de los autores que los otros libros tienen, que en el vuestro os faltan. El remedio que esto tiene es muy fácil, porque no habéis de hacer otra cosa que buscar un libro que los acote todos, desde la A hasta la Z, como vos decís. Pues ese mismo abecedario pondréis vos en vuestro libro; que, puesto que a la clara se vea la mentira, por la poca necesidad que vos teníades de aprovecharos dellos, no importa nada; y quizá alguno habrá tan simple, que crea que de todos os habéis aprovechado en la simple y sencilla historia vuestra; y, cuando no sirva de otra cosa, por lo menos servirá aquel largo catálogo de autores a dar de improviso autoridad al libro. Y más, que no habrá quien se ponga a averiguar si los seguistes o no los seguistes, no yéndole nada en ello. Cuanto más que, si bien caigo en la cuenta, este vuestro libro no tiene necesidad de ninguna cosa de aquellas que vos decís que le falta, porque todo él es una invectiva contra los libros de caballerías, de quien nunca se acordó Aristóteles, ni dijo nada San Basilio, ni alcanzó Cicerón; ni caen debajo de la cuenta de sus fabulosos disparates las puntualidades de la verdad, ni las observaciones de la astrología; ni le son de importancia las medidas geométricas, ni la confutación de los argumentos de quien se sirve la retórica; ni tiene para qué predicar a ninguno, mezclando lo humano con lo divino, que es un género de mezcla de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento. Sólo tiene que aprovecharse de la imitación en lo que fuere escribiendo; que, cuanto ella fuere más perfecta, tanto mejor será lo que se escribiere. Y, pues esta vuestra escritura no mira a más que a deshacer la autoridad y cabida que en el mundo y en el vulgo tienen los libros de caballerías, no hay para qué andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la Divina Escritura, fábulas de poetas, oraciones de retóricos, milagros de santos, sino procurar que a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo; pintando, en todo lo que alcanzáredes y fuere posible, vuestra intención, dando a entender vuestros conceptos sin intricarlos y escurecerlos. Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente deje de alabarla. En efecto, llevad la mira puesta a derribar la máquina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos y alabados de muchos más; que si esto alcanzásedes, no habríades alcanzado poco.

      Con silencio grande estuve escuchando lo que mi amigo me decía, y de tal manera se imprimieron en mí sus razones que, sin ponerlas en disputa, las aprobé por buenas y de ellas mismas quise hacer este prólogo; en el cual verás, lector suave, la discreción de mi amigo, la buena ventura mía en hallar en tiempo tan necesitado tal consejero, y el alivio tuyo en hallar tan sincera y tan sin revueltas la historia del famoso don Quijote de la Mancha, de quien hay opinión, por todos los habitadores del distrito del campo de Montiel, que fue el más casto enamorado y el más valiente caballero que de muchos años a esta parte se vio en aquellos contornos. Yo no quiero encarecerte el servicio que te hago en darte a conocer tan noble y tan honrado caballero, pero quiero que me agradezcas el conocimiento que tendrás del famoso Sancho Panza, su escudero, en quien, a mi parecer, te doy cifradas todas las gracias escuderiles que en la caterva de los libros vanos de caballerías están esparcidas.

      Y con esto, Dios te dé salud, y a mí no olvide. Vale.

      AL LIBRO DE DON QUIJOTE DE LA MANCHA

      Urganda la desconocida

       Si de llegarte a los bue-,

       libro, fueres con letu-,

       no te dirá el boquirru-

       que no pones bien los de-.

       Mas si el pan no se te cue-

       por ir a manos de idio-,

       verás de manos a bo-,

       aun no dar una en el cla-,

       si bien se comen las ma-

       por mostrar que son curio-.

       Y, pues la expiriencia ense-

       que el que a buen árbol se arri-

       buena sombra le cobi-,

       en Béjar tu buena estre-

       un árbol real te ofre-

       que da príncipes por fru-,

       en el cual floreció un du-

       que es nuevo Alejandro Ma-:

       llega a su sombra, que a osa-

       favorece la fortu-.

       De un noble hidalgo manche-

       contarás las aventu-,

       a quien ociosas letu-,

       trastornaron la cabe-:

       damas, armas, caballe-,

       le provocaron de mo-,

       que, cual Orlando furio-,

       templado a lo enamora-,

       alcanzó a fuerza de bra-

       a Dulcinea del Tobo-.

       No indiscretos hieroglí-

       estampes en el escu-,

       que, cuando es todo figu-,

       con ruines puntos se envi-.

       Si en la dirección te humi-,

       no dirá, mofante, algu-:

       ¡Qué don Álvaro de Lu-,

       qué Anibal el de Carta-,

       qué rey Francisco en Espa-

       se queja de la Fortu-!

       Pues al cielo no le plu-

       que salieses tan ladi-

       como el negro Juan Lati-,

       hablar latines rehú-.

       No me despuntes de agu-,

       ni me alegues con filó-,

       porque, torciendo la bo-,

       dirá el que entiende la le-,

       no un palmo de las ore-:

       ¿Para qué conmigo flo-?

       No te metas en dibu-,

       ni en saber vidas aje-,

       que, en lo que no va ni vie-,

       pasar de largo es cordu-.

       Que suelen en caperu-

       darles a los que grace-;

       mas tú quémate las ce-

       sólo en cobrar buena fa-;

       que el que imprime neceda-

       dalas a censo perpe-.

       Advierte que es desati-,

       siendo de vidrio el teja-,

       tomar piedras en las ma-

       para tirar al veci-.

       Deja que el hombre de jui-,

       en las obras que compo-,

       se vaya con pies de plo-;

       que el que saca a luz pape-

       para entretener donce-

      


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