Asia Central. Análisis geopolítico de una región clave. Mohamed El Yattioui
o, incluso, para que se conduzca de acuerdo con ellos. Dentro de esa acción colectiva, sin embargo, es necesario hacer una distinción entre islamismo e islam como recursos de movilización diferentes, si bien es cierto que en principio pudiera aceptarse con reservas que la expan-sión del segundo contribuye a generar mejores condiciones, aunque no necesaria e inevitablemente, para el ascenso del primero. El islamismo o islam político, que será abordado en el último apartado, constituye una forma de instrumentalización de la religión con objetivos políticos y, en su expresión más radical, representa una fuerza antisistema que pretende transformar el Estado secular en uno islámico. En contraste, la otra forma de actividad colectiva proviene de una espiritualidad piadosa compartida (islam) por personas y grupos sociales comprometidos con un modo de vida, mas no interesadas en cuestionar la autoridad política (Shaykhutdinov y Achilov, 2014, p. 388). Ese creciente activismo social, fruto del ascenso de la religiosidad cotidiana, en general no tiene carácter antisecular, por el contrario, muchas veces argumenta sus demandas como parte de los derechos de libertad religiosa consagrados en las constituciones seculares. Como parte de esas acciones, podemos considerar las presiones en torno a cuestiones relacionadas con la extensión del ámbito de expresión de esa religiosidad, como el uso del hijab en lugares públicos, centros laborales y escuelas; la realización de rezos en las calles, el uso de la barba, el llamado al rezo (azan) a través de micrófonos, o las cuotas para realizar el hajj y el umrah (peregrinaciones a la Meca), las cuales han sido recurrentes en los cinco países centroasiáticos, con más o menos intensidad, especialmente durante la última década. Esas presiones, generadoras también de polémicas a nivel social, evidencian la contradicción entre dos realidades coexistentes dentro de las sociedades centroasiáticas, la religiosa y la secular, pero difícilmente podrían ser consideradas en sí mismas como acciones de oposición política, aunque todas ellas representan de hecho claras transgresiones a los firmes límites impuestos por los gobiernos centroasiáticos a la reislamización de la sociedad.
Estado y religión: instrumentalización de un “islam oficial”
El resurgimiento islámico en Asia Central aconteció en un escenario político particular que determinó, desde un inicio, la naturaleza de la relación con el Estado y la posición de éste frente al mismo. Las nuevas constituciones políticas promulgadas entre 1992 y 1993 consagraron en los cinco países, en unos casos de manera más explícita que en otros, el carácter secular del Estado y el derecho a la libertad de credo religioso, pero esos pilares esenciales en una democracia moderna perdieron gran parte de su significado real en el contexto de regímenes autoritarios abiertamente represivos y opuestos a las libertades democráticas, incluyendo la religiosa.
Las independencias conllevaron la preservación del poder de la vieja élite comunista conservadora. En todos los casos, los antiguos primeros secretarios del Partido Comunista y presidentes de los sóviets supremos se convirtieron en los nuevos presidentes de las repúblicas independientes. En cuatro de ellos —Kazajistán, Uzbekistán, Turkmenistán y Kirguistán— la transición formal transcurrió sin mayores dificultades porque la oposición reformista había sido aplastada desde antes de la separación en 1991. Sólo en Tayikistán, donde las corrientes democrática e islamista formaron un frente opositor unido, el cambio resultó traumático y terminó desencadenando una cruenta guerra civil entre 1992 y 1997. El temor por la crisis tayika reforzó la solidaridad de los países vecinos, los cuales en 1993 convinieron en crear la Comunidad de Estados de Asia Central, una especie de santa alianza del autoritarismo regional. Gracias a ese apoyo, y también al de Rusia, el régimen de Emomali Rahmon logró resistir el embate y negociar un acuerdo de paz que le permitió mantenerse en el poder después de 1997.
Durante al menos los primeros 15 años de independencia no hubo ningún tipo de cambio político en Asia Central. Las repúblicas presidencialistas se convirtieron en gobiernos personalistas y el poder estuvo férreamente concentrado en manos de una generación de políticos formada en la escuela de la era soviética. En Turkmenistán, Saparmurat Niyázov gobernó desde 1991 hasta su muerte en 2006. Askar Akáiev fue presidente de Kirguistán de 1991 a 2005, año en que un movimiento de protesta espontáneo (Revolución de los Tulipanes) lo obligó a dejar el cargo. En los otros tres países la vida de las autocracias ha sido mucho más prolongada. En Uzbekistán, Islam Karímov ejerció un poder absoluto hasta su muerte en 2016; Nursultán Nazarbáyev hizo otro tanto en Kazajistán hasta 2019; y en Tayikistán el presidente Emomali Rahmon está por concluir su cuarto mandato de siete años (2013-2020).
Por otro lado, al concluir el poder de la rancia élite neosoviética, la sucesión quedó en manos de una segunda generación de figuras que ya no provenía de la alta jerarquía de la era soviética, pero sí del capital político creado por los prolongados poderes autocráticos y que, por consiguiente, estaba más interesada en el mantenimiento de esos regímenes que en promover una apertura democrática. Tras la muerte de Niyázov en 2006, asumió la presidencia de Turkmenistán su ex Viceprimer Ministro, Gurbangulí Berdimujamédov, quien utilizó el modelo autoritario de su predecesor para perpetuarse en el poder hasta la actualidad (Borh, 2016). En Kirguistán, a pesar de la Revolución de los Tulipanes y la caída de Akáiev en 2005, los cambios políticos no lograron promover una transición estable por la propensión de los mandatarios posteriores a reproducir los patrones autoritarios, las prácticas de corrupción y la violación de las libertades civiles (icg, 2016). El fin de la era Karímov tampoco trajo cambios significativos en Uzbekistán. El sucesor y ex primer ministro, Shavkat Mirziyoyev, ha seguido una línea más liberal en cuanto a la apertura económica del país, pero sin modificar los pilares del sistema político (icg, 2017a). En el caso de Kazajistán, la renuncia de Nursultán Nazarbáyev en 2019 y la elección de Kassym-Jomart Tokáyev, ex primer ministro (1999-2002) y presiden-te del Senado (2013-2019), abrió también en teoría la misma disyuntiva entre continuidad y cambio, aunque todavía resulta bastante riesgoso anticipar el curso que pueda seguir ese proceso (Bohr et al., 2019). A pesar de sus múltiples dificultades, más previsible se vislumbra el escenario futuro en Tayikistán donde, gracias al referendo orquestado en 2016, el presidente Emomali Rahmon ha venido preparando el camino para agenciarse un nuevo periodo o sentar las bases de una dinastía familiar traspasando el poder a su primogénito Rustam Emomali, alcalde de la capital del país (International Crisis Group, 2017b).
La evolución política regional en el periodo postsoviético refleja, por tanto, claros elementos de continuidad con la herencia del antiguo régimen comunista. Dentro de ese panorama, la relación Estado-religión, en general, y Estado-islam, en particular, también estuvieron esencialmente influidas por esa visión continuista. La actitud de los gobiernos autocráticos hacia el resurgimiento islámico estuvo determinada por el interés de subordinar el proceso a un estricto control estatal y de instrumentalizarlo como recurso de legitimación política a través de la construcción de un “islam oficial”. Si durante la era soviética la función de ese islam oficial fue neutralizar el potencial subversivo que la religión suponía para un régimen promotor de una nueva cultura atea y supranacional, su misión después de 1991 ha estado ligada al rescate y fortalecimiento de una identidad cultural autóctona que legitime y proporcione un sentido histórico a las nuevas realidades estatales. Esa diferencia de funciones contribuye a entender la postura de los gobiernos centroasiáticos de promover en cierta medida la islamización de la sociedad, y de hasta ribetear con símbolos religiosos la política del estado secular, pero asegurando los mecanismos de control necesarios para evitar que el fenómeno trascienda los límites deseables y pueda convertirse en un problema para la estabilidad de los poderes autocráticos.
Siguiendo la tradición de la Junta Espiritual de Musulmanes de Asia Central y Kazajistán de la era soviética, cada república creó su propia “administración espiritual” como única instancia de autoridad y representación religiosa bajo control gubernamental. La esfera religiosa fue sometida gradualmente a una política fiscalizadora por parte de los estados, quienes se mostraron muy activos en la promulgación de leyes, registros y procedimientos regulatorios. La constitución de organizaciones religiosas quedó sujeta a estrictos registros oficiales. El proselitismo religioso, la labor misionera y las actividades políticas fueron legalmente prohibidas. A los imanes se les requirió acreditarse y renovar sus documentos periódicamente para ejercer sus oficios rituales. Con el tiempo