Ontología del accidente. Catherine Malabou
real y total del ser. Quizá nunca ha sido presentada así. Sean cuales sean sus rarezas –de las cuales las más impactantes son claramente las que despliega Ovidio–, las formas que crea y el resultado de las transmutaciones de los desafortunados que son sus víctimas, permanecen, si se puede decir así, dentro de la normalidad. En efecto, sólo cambia la forma exterior del ser, nunca su naturaleza. El ser sigue siendo lo que es en el seno del cambio mismo. El presupuesto sustancialista es el compañero de ruta de la metamorfosis occidental. La forma se transforma, la sustancia permanece.
En la mitología griega, Metis, diosa de las artimañas, es “capaz de mudarse en todo tipo de formas”: “león, toro, mosca, pez, ave, llama o agua que fluye”.7 Pese a todo, este polimorfismo no es infinito. Corresponde a una paleta de identidades muy extensa pero limitada. Cuando está sin fuerzas, Metis debe pura y simplemente recomenzar el ciclo de sus transformaciones, sin poder seguir innovando. Regreso de la astucia al punto cero. Los cambios de Metis terminan con el agotamiento del registro de las formas animales. Así es como los restantes dioses pueden triunfar sobre Metis. Sin un poder metamórfico acotado, ella sería invencible.
Pero este límite no es sólo una falta que se pueda atribuir a Metis. Está muy lejos de serlo. De manera general, todos los dioses que se metamorfosean conocen el mismo destino. Todas las formas de travestismo están contenidas en una “gama de posibles” que pueden ser enumerados y con los cuales siempre se puede proponer un esquema tipológico, una panoplia o un muestreo.8
Así, por ejemplo, “captado de improviso, el dios toma, para desprenderse, los aspectos más desconcertantes, los más contrarios entre sí, los más terribles; por turnos, él se convierte en agua que corre, llama que quema, viento, árbol, pájaro, tigre o serpiente. Pero la serie de transformaciones no puede continuar indefinidamente. Ellas constituyen un ciclo de formas que, llegado a su término, regresan a su punto de partida. Si el adversario del monstruo no cede, el dios polimorfo, quemando sus últimos cartuchos, debe recuperar su aspecto normal y su figura primera, para no abandonarlas. Así Chiron advierte a Peleo: aunque Tetis se haga agua, fuego o bestia salvaje, el héroe no debe soltarla antes de haberla visto retomar su forma antigua”.9
De igual manera, Idotea pone a Menelao en guardia contra las artimañas de Proteo: “Sostenedlo, por mucho que intente soltarse en su prisa ardiente; tomará todas las formas, se mudará en todo lo que se arrastre en la tierra, en el agua, o en el fuego divino; pero tú, sostenlo sin decaer; sujétalo con más fuerza, y cuando llegue a querer hablar, retomará los rasgos que le habéis visto cuando se dormía”.10
Las metamorfosis proceden así en círculo, un círculo que las liga, las encierra y las detiene. Y esto, una vez más, se debe a que la verdadera naturaleza del ser nunca es arrastrada por ellas. Si esta naturaleza y esta identidad pudiesen cambiar en profundidad, es decir, de un modo sustancial, no habría necesidad de un retorno de las formas anteriores, y el círculo se rompería, ya que la forma previa faltaría repentinamente en la tangente ontológica que perseguía. La transformación ya no sería del orden de la artimaña, de la estratagema o de la máscara que siempre se puede retirar y que permite adivinar los rasgos auténticos del rostro. Ella, más bien, revelaría una clandestinidad existencial que, más allá de la ronda de las metamorfosis, permitiría que el sujeto se hiciese irreconocible. Irreconocible menos por un cambio de apariencia que por el hecho de un cambio de naturaleza, de un cambio de la escultura interior. Sólo la muerte es susceptible de detener ese potencial plástico, cuyos giros no pueden ser agotados por nada, que nunca puede agotar sus giros y que nunca consigue “quemar sus últimos cartuchos” por sí mismo. En principio, todas las mutaciones son posibles para nosotros, y son imprevisibles e irreductibles a una gama o a una tipología. En realidad, nuestras posibilidades plásticas nunca están terminadas.
La mayoría de las veces, en las metamorfosis antiguas, la transformación interviene en el lugar y sitio de la huida. Por ejemplo, cuando Dafne es perseguida por Febo y no puede correr tan rápido, se transforma en árbol. Ahora bien, la metamorfosis por destrucción no es un equivalente de la huida; ella es más bien la forma que toma la imposibilidad de huir. La imposibilidad de huir allí donde, sin embargo, la huida se impondría como la única solución. Hay que pensar la imposibilidad de huir en situaciones en las que una tensión extrema, un dolor o una enfermedad empujan hacia un afuera que no existe.
¿Qué es una salida, qué puede ser una salida donde no hay ningún afuera, ninguna otra parte? Precisamente en esos términos Freud describe la pulsión, esta extraña excitación que no puede encontrar su descarga al exterior del psiquismo y que se caracteriza, como lo dice en Pulsiones y destinos de pulsión, por “su incoercibilidad por acciones de huida”. La cuestión es precisamente saber cómo “eliminar” la fuerza constante de la pulsión. Freud escribe: “Lo que así se forma es un intento de huida”.11 Aquí hay que tomar en serio el verbo “lo que se forma”, “es kommt zu Bildung”, literalmente “lo que viene a formarse”, ya que este verbo no hace más que anunciar el intento de huida, constituyéndola. La única salida posible ante la imposibilidad de huir parece ser, precisamente, la constitución de una forma de huida. Es decir, la constitución de un género o de un ersatz de huida y, a la vez, la constitución de una identidad que huye, que huye de la imposibilidad de huir. Identidad desertada y disociada, que no se reflexiona sobre sí misma, que no vive ni subjetiviza su propia transformación.
La plasticidad destructiva hace posible la aparición o la formación de la alteridad en donde el otro falta absolutamente. La plasticidad es la forma de la alteridad en donde falla toda trascendencia, sea a la manera de una huida o de una evasión. El único otro que existe entonces es el otro para sí mismo.
Es cierto que Dafne sólo puede escapar de Febo transformándose. En cierto sentido, para ella también la huida es imposible. También para ella el momento de transformación es un momento de destrucción: la donación y la supresión de forma son contemporáneas. “Recién terminado su rezo, una pesada torpeza invadió sus miembros; su tierno pecho está rodeado por una corteza delgada; sus cabellos crecen y se transforman en follaje, sus brazos en ramas; sus pies hace poco tan rápidos se congelan en raíces inertes, su cabeza porta una copa de árbol; sólo le queda su brillo”. Del antiguo cuerpo sólo queda un corazón que late algún tiempo bajo la corteza, sólo quedan algunas lágrimas. La formación de un nuevo individuo es precisamente esta explosión de la forma que libera la salida y que permite el surgimiento de una alteridad inasimilable por parte del perseguidor. Sin embargo, en el caso de Dafne, paradójicamente el ser-árbol conserva, preserva y salva el ser-mujer. La transformación es una forma de redención, una extraña salud, pero al fin y al cabo una salud. A la inversa, la identidad de huida forjada por la plasticidad destructiva huye primero de sí misma, ella no conoce ni salud ni redención y no está allí para nadie, y sobre todo no está para sí misma. Ella no tiene cuerpo de corteza, ni armadura, ni ramas. Al conservar su piel, ella se vuelve irreconocible para siempre.
En El Teorema de Almodóvar, Antoni Casas Ros describe el accidente de automóvil que lo desfiguró: un ciervo surgió del camino, el escritor pierde el control de su automóvil, su compañera muere con el impacto, él queda con el rostro completamente destruido. “Al principio creí a los médicos, pero la cirugía reparadora no pudo quitarle a mi rostro su estilo cubista. Picasso me habría odiado, pues soy la negación de su invención. Cualquiera diría que él también me vio en la estación de Perpignan, el centro del universo según Dalí. Soy una fotografía movida que podría hacer pensar en un rostro”.12
Fui testigo de transformaciones de este tipo, aun cuando ellas no deformaron los rostros e incluso si ellas procedían de un modo menos directo de accidentes que se puedan reconocer como tales. Menos espectaculares y menos brutales, pero no por eso tienen menos poder para empezar un fin y para desplazar el sentido de una vida. En esa pareja que no se recuperó de una infidelidad. En esa mujer de un medio acomodado cuyo hijo se apartó brutalmente y que abandonó a su familia para ocupar en el Norte de Francia. En un colega que partió a vivir a Texas creyendo que ahí sería feliz. En muchas personas, en el centro de Francia, donde viví mucho tiempo, quienes perdieron su trabajo cerca de los cincuenta años durante la crisis del ’85, en los profesores en zonas difíciles, en los enfermos de Alzheimer. Lo impactante en todos estos casos era que la metamorfosis efectuada, por explicable que sean sus