Víctimas del absolutismo. José Luis Gómez Urdáñez
en sus escritos una mínima crítica política coyuntural, por más que le llegaran pasquines, ejemplares de El Duende, rumores y toda clase de sátiras sobre la vida cortesana organizada en torno a un rey loco y una reina empeñada en gobernar, unos príncipes de Asturias relegados por la madrastra y un partido español suspirando por llevar al trono a la gran esperanza, Bárbara y Fernando, objetos de especial adulación.
Su estancia en Madrid —en 1726, cuando publicó el primer volumen del Teatro crítico, y un mes en 1728— fue suficiente para entrever la fermentación constante en que vivía la corte; «las prisiones cortesanas, donde al más astuto salen canas», en frase de su amigo el jocoso padre Isla (que la tomó de la «Epístola moral a Fabio», de principios del siglo XVII). Todavía recordaría el tema en las Cartas eruditas, expresamente en la que titula «Ingrata habitación la de la Corte» (CE, t. III: 25), donde lanza sus peores dicterios contra el mundo cortesano, «…donde hierven las pretensiones, hierven ciertas especies de vicios, con quienes tengo especial ojeriza: la hipocresía, la trampa, el embuste, la adulación, la alevosía, la perfidia. Aborrezco la hipocresía (...) las Cortes son los teatros donde la fortuna principalmente reparte sus favores o aflige con sus desdenes».
Feijoo vivió en la corte un tiempo de grandes alborotos. Felipe V había vuelto al trono, o más bien, Isabel Farnesio le había obligado, llegando incluso a mezclar al papa. Era la primera gran estrategia farnesiana, pues la casamentera de Europa tuvo que empeñarse a fondo para hacer volver a Felipe V al trono en agosto de 1724, ya que en otro caso hubiera sido proclamado Fernando, el hijo de la saboyana. Hasta hubo que cesar al padre jesuita Bermúdez, el primer español confesor regio, que intentaba convencer a Felipe V de que no podía volver a ceñir la corona, pues rompería su juramento. Farnesio montó en cólera contra este padre, al que llamó Judas, pérfido, traidor; hasta dijo que prefería morir sin auxilios espirituales que recibir la comunión de manos del padre Bermúdez. Pero también empleó la delicadeza y, con su proverbial mano izquierda, pidió al nuncio Aldobrandini que convenciera a Felipe V, a la vez que hacía nombrar a un nuevo confesor, el padre Clarke, al servicio entonces de los embajadores del imperio en Madrid, lo que podía contribuir a asegurar el matrimonio de su adorado hijo primogénito Carlet, el futuro Carlos III, que ya tenía concertado con una princesa austriaca (María Teresa, la que luego llegaría a emperatriz). No tenía mal olfato la parmesana —que no picó tan alto cuando concertó el matrimonio de su hijastro Fernando con una portuguesa—, pero tampoco lo tenía Feijoo, al que le tocó vivir en Madrid los fastos de la paz de Viena, el escandaloso final de Ripperdá y el ascenso de Orendain y los vizcaínos, Juan de Goyeneche, Ustáriz, etcétera. No es nada extraño que este primer periodo político culmine con la dedicatoria del tomo cuarto del Teatro al infante Carlos, el gran triunfador de la negociación con Inglaterra en el Congreso de Sevilla de 1729, del que salía hecho duque de Toscana y Parma gracias a los ingleses… y a su madre Isabel Farnesio, la parmesana. Con todo, como veremos, Feijoo buscó otros argumentos para justificar la dedicatoria.
Las Cortes eran un teatro, había dicho el padre, «donde hierven las pretensiones», es decir, los objetivos de los partidos, el que está en el poder y la oposición. Es preceptivo que un partido político necesite una oposición, pero, como ha resaltado Teófanes Egido, en el reinado de Felipe V, el otro partido apenas pudo organizarse de manera eficaz, aunque dejó rastro en todos los ámbitos, entre ellos, la sátira política; también contó con personajes activistas, como por ejemplo un inclasificable Diego de Torres Villarroel al que vamos a sorprender como conspirador en varias ocasiones, siempre al servicio de la casa de Alba. Este personaje, del que resaltaremos por ahora que era lo contrario de Feijoo, también había visto en el infante Carlos al astro emergente. Fue en El Escorial donde estuvo invitado para celebrar el 25 de octubre de 1726 el aniversario de Isabel Farnesio, en la fiesta ofrecida por el propio infante. Este imprimió en su imprenta, a los 9 años, el almanaque de Torres del año siguiente, el año en que también le iba a dedicar la primera parte de las Visiones y visitas… Por supuesto, el almanaque iba dedicado a Felipe V.
Comenzaba así Diego de Torres una vida apegada a los poderosos que le llevaría a ser un recadista de los grandes y a frecuentar a los ministros, más al noble Carvajal que a Ensenada. En el trozo quinto de su Vida, Torres confesó que cobraba en aquel entonces dos mil ducados de renta «en cinco posesiones felizmente seguras», que debía la primera a la duquesa de Alba; la segunda, a su hijo, el duque de Huéscar; la tercera, al cardenal de Molina; la cuarta, al conde de Miranda; y la quinta, al marqués de Coquilla.
Quizás Feijoo, que estaba en Madrid cuando Torres se jactaba de entrar en los mejores palacios, se hizo eco luego de las famosas tonterías del catedrático, del que dijo el padre Isla que era «un bello lienzo bien imprimado que no tiene entera pintura, sino tal cual chafarrinón de todas tintas». En una de las suyas, el que había sido hasta torero había alborotado Madrid al propalar cuando estaba hospedado en la casa de la condesa de Arcos, en 1723, que los duendes daban golpes en los pisos superiores por las noches. A Feijoo, estas habladurías le produjeron risa y saltó con su discurso sobre los duendes y los ruidos: «que pudo hacer (…) el viento, o un gato, o un ratón, o un doméstico que quiso hacerle aquella burla, para tener después de qué reírse»; para concluir que «las narraciones de espíritus familiares solo se hallan en el vulgo, o en algún autor nimiamente crédulo y fácil, que andaba recogiendo cuentos de viejas para llenar un libro de prodigios» (TC, III: 4).
Como es sabido, Torres fue uno de los críticos expresos de Feijoo. Catedrático de matemáticas —la «ciencia forastera», según Feijoo— y antinewtoniano, acabó desenmascarándose en el asunto de la censura de las Observaciones astronómicas, de Jorge Juan. Torres quiso nada menos que añadir a la obra del sabio alicantino —uno de los mejores amigos de Ensenada— unas «prevenciones que le parecen precisas a don Diego de Torres Villarroel antes de entrar a la narración de las observaciones con que se intenta persuadir que es elipsoide la figura de la tierra y dificultades que se le ofrecen para no consentir en negarle su demostrada redondez». Como ha apreciado Jacques Soubeyroux, esta respuesta revelaba el «espantoso retraso» de Torres, al que el padre Burriel, que había mediado con Gregorio Mayans ante el inquisidor Pérez Prado para evitar el escándalo, acabaría llamando «el más necio que vi en mi vida». Jorge Juan, muy enfadado, llegó a pensar en publicar el libro fuera de España antes de someterse al diktat de la ignorancia.
En adelante, veremos la deriva de Torres y su papel en el partido de la oposición. Como oía a los grandes atizar todos los fuegos contra los hidalguillos medrados, tendremos en Torres —figura política que necesita un estudio meditado— un buen contrapunto al padre maestro para guiarnos en los vericuetos de los intelectuales y la política.
Proteger y protegerse
Los peligros del siglo político obligaban a tener valedores, también si se trabajaba con la pluma en la mano. Todos los ministros plebeyos, en un momento de su carrera, tuvieron que salvar graves obstáculos; algunos fueron víctimas tempranas, como Macanaz, generalmente por sobrepasar los límites impuestos por el régimen que todos conocían. De Macanaz a Ensenada, la nómina de caídos es extensa (no hay que advertir que caían los plebeyos, nunca los grandes). A los que vivieron de la pluma les pasó algo parecido. Incluso Feijoo fue denunciado ante la Inquisición, como la mayoría de los críticos, esos que le causaban gracia, pues España se había llenado de ellos. «Desdichada la madre que no tiene algún hijo crítico» (CE, II: 18), escribió con socarronería.
Así que nuestro padre tuvo que aguzar el ingenio y pensar cada vez más políticamente en la medida en que aumentaban sus enemigos o él se adentraba más en terrenos delicados. Las primeras dedicatorias y aprobaciones son muy neutrales: son las del religioso y universitario que cumple con sus obligaciones. Por ello, dedica el primer tomo del Teatro crítico a su general, José Barnuevo, y es censurado por su maestro, Antonio Sarmiento de Sotomayor —los dos llegarían a obispos—; es aprobado por un franciscano, Domingo de Losada, y censurado también por un jesuita, Juan de Campo-Verde, que es el más influyente, pues es profesor del Colegio Imperial y tiene relación con los antiguos confesores jesuitas del rey, los padres Daubenton y Bermúdez, y con el nuevo, el padre Clarke, la opción de Isabel Farnesio, como ya hemos visto. Sin duda, Campo-Verde está bien informado de la caída