Morirás por Cartagena. Víctor San Juan
MORIRÁS EN CARTAGENA
Victor San Juan Sánchez
ISBN: 978-84-15930-16-7
©Victor San Juan Sánchez 2014
© Punto de Vista Editores, 2014
http://puntodevistaeditores.com/
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Índice
EL AUTOR
Durante toda su vida, Víctor San Juan Sánchez (Madrid, 1963) ha tratado de asumir el difícil compromiso de una vocación marinera (es capitán de yate con varias travesías oceánicas) con una profunda afición literaria, en la que combina ensayo y novela (diez libros publicados) e intensa dedicación a las obras públicas civiles e infraestructuras; de todo ello, inevitablemente, surge una peculiar visión del mundo y una filosofía que a menudo podemos encontrar leyendo entre las líneas de sus textos.
INTRODUCCIÓN
Hace más de dos siglos, en 1741, la Inglaterra del rey Jorge II, un país emergente, lleno de comerciantes ambiciosos, y dirigido por una aristocracia militarista y agresiva, de cuyas filas saldrían algunos de los generales y almirantes más famosos de todos los tiempos, decidió ampliar su área de influencia en América, ya sojuzgada por el norte, ordenando a su Armada, la Royal Navy, desembarcar en una ciudad clave de América del Sur para iniciar así también la conquista de este continente.
La idea no era nueva; tiempo atrás, los puritanos ingleses del Lord Protector Oliver Cromwell, promotor del Western Design, ya lo habían intentado en Santo Domingo, cosechando un rotundo fracaso. Lo cierto es que la debilidad de la España de entonces convertía en factibles estas intentonas. La hegemonía de los Austrias se había extinguido con el fin de siglo y la muerte de su último monarca, Carlos II El Hechizado. Tras la incierta Guerra de Sucesión, emergió una dinastía francesa dependiente de los designios del soberano del país vecino, Francia.
El nuevo rey español, Felipe V, procuró marcar distancias con la familia, pero, consciente de gobernar un gran imperio, no pudo o no supo ser lo prudente que las circunstancias aconsejaban, dejándose provocar por quienes deseaban despojarle de una parte de aquél. Intentó gobernar al alza, como una potencia de primera, sin tener en cuenta que sólo contaba con la debilidad y pundonor de un país de segunda. Ello colocaría a España en peligrosísima situación, apetitoso bocado de importantes intereses y sin apenas fuerzas para defenderse.
Cuando llegó la hora, ni Francia ni la lejana metrópoli pudieron ayudar a la ciudad americana que tuvo la mala suerte de convertirse en objeto de esta invasión. Valientemente, por sí sola, dejando a un lado patrioterismos, banderías y justificaciones, fue capaz de aprovechar la constancia, el coraje, la tenacidad y la pericia de un puñado de bravos, para batirse, cuerpo a cuerpo, contra el enemigo que amenazaba sus hogares, en una de las campañas más desiguales, apasionantes y encarnizadas que registra una Historia, a veces, demasiado olvidadiza.
1.- EL PLAN
Nada de esto habría sucedido de no ser por la codicia de algunos hombres. El ansia de gloria y poder logra a veces nublar los entendimientos y encender los ánimos, haciendo posible concebir justificaciones indecentes que, repetidas muchas veces y ante seres ineptos y parcos de razón y sensatez, hasta parecen ser ciertas y convertirse en asuntos serios e importantes, negocios de estado. No es cierto que no haya nada personal en un negocio atroz; por el contrario, la carencia de escrúpulos es la que ha despersonalizado al hombre, y lo acerca más a lo que realmente es, un patético y animal homo sapiens.
La diferencia entre un negocio importante y otro que no lo es no está en la categoría del mismo, pues el importante puede ser mucho más vil y degenerado que el otro, sino el lugar en el que se lleva a cabo. Nuestro lugar era grande, espacioso, elegante y algo oscuro; la escasa luz que, a media faz, descubría los rostros de los personajes, a duras penas conseguía filtrarse por las difusas cristaleras góticas del fondo. Los famélicos candiles, puro testimonio más que verdaderamente eficaces para la iluminación, ponían algo de color desvaído sobre una mesa cuyo tablero había de suponerse, pues, cubierto de viejos planos, pergaminos, libros e innumerables útiles de medida y estudio minucioso, era completamente invisible. No había sillas, al menos en su proximidad. Los personajes reunidos en torno a aquel abundante material de análisis parecían haberse autoimpuesto la disciplina de permanecer en pie, tensos, alerta, dispuestos para la acción. Lo estaban. El negocio que se traían entre manos tenía el suficiente peso específico como para hacerles olvidar la comodidad o cualquier tipo de relajación que pudiera inducir al aburrimiento. Trataban del destino de los pueblos, pero no del suyo propio, sino de aquél que, desde la noche de los tiempos, había sido el archienemigo, el rival sobre todos los demás y que, sólo cuarenta años antes y gracias a su propia descomposición, logró ser al final humillado; mas no destruido, ni despedazado. Esa tarea era la que se disponían a acometer.
Un compuesto y serio personaje hacía uso de la palabra:
–En efecto, milords, tuvieron la oportunidad pero no lo consiguieron. Lo curioso es que, con ellos, podría hablarse de un auténtico proceso de regeneración. Sería como si –y perdonen la expresión– un brazo amputado, al cabo del tiempo, hubiera sido capaz de reencarnarse engendrando otro. Quién lo habría dicho ¿verdad? Si el viejo y estimado George Rooke levantara la cabeza…
Un murmullo de aquiescencia y chistosa, aunque pacata, complicidad se extendió alrededor de la mesa, llenando el vacío y frío espacio. Luego, la voz continuó:
–Sí señores; así es. El viejo tío George les tomó La Roca durante la Guerra de Sucesión, cuando ese maldito papista de Berwick detenía nuestro ejército expedicionario de Lisboa a la altura de Ciudad Rodrigo. Mientras, en Europa, Eugenio y Marlborough le administraron su primera píldora al Soleil Royal en Blenheim–nuevas risas discretas; la voz prosiguió–. El viejo y astuto rey Luis de Francia. ¡Quién le iba a decir que ese muchacho un poco lelo, hermano del Gran Duque de Borgoña y el duque de Berry, Felipe, se le iba a sublevar una vez instalado en el trono español! Y todo por una niña, la mosquita muerta de la reina de España que parecía no ser nadie, María Luisa Gabriela de Saboya. ¡Dadle a una mujer una herencia –levantó los brazos–