Morirás por Cartagena. Víctor San Juan
y lo quiso de verdad. Para nosotros, se planteaba una jugada interesante: esto era exactamente por lo que habíamos luchado apoyando a Carlos de Austria en su pugna por el trono. Si lo hubiéramos sabido, podríamos habernos ahorrado una guerra, pero entonces, queridos amigos ¡no tendríamos Gibraltar! La Roca nos permite, en cualquier condición, tener al monarca hispano bien sujeto por la entrepierna –mostró entonces su puño en alto, como si lo estuviera haciendo, para delicia de su público–. Desde allí, podemos atacar el corazón de la Península en cualquier momento. Así que, si el reino de España se ha regenerado, no es menos cierto que presumimos de tenerlo siempre bajo control.
–Sin embargo, sir Edward –interrumpió una voz con claro acento de las Trece Colonias, afirmando luego–, otra cosa sucede con el imperio americano.
–En efecto, amigo –corroboró sir Edward Vernon volviéndose deferente hacia su interlocutor, lo que produjo un cambio de luz sobre el lado hasta ahora sin iluminar de su rostro– y es ni más ni menos ese asunto que nos ha traído aquí y ahora. Nada más acabar la contienda sucesoria con la victoria de Felipe, el nieto de Luis XIV de Francia, España se embarcó en una aventura tras otra; lejos de haber quedado exhausta, parecía emerger pletórica de energía. Nos sorprendió a todos. Primero, en 1716, reconquistaron la isla de Corfú para el Papa. Al año siguiente se lanzaban a la conquista de Italia, Cerdeña y Sicilia; tuvimos que mandar al almirante Byng para destruir su flota a levante de ésta última isla, sobre el cabo Passero. Puestos en faena, también Jacobo, duque de Berwick, entró de nuestra parte por el País Vasco para destruir los astilleros de Santander; volvimos a entrar en Vigo para lo mismo. La lección debería haber sido suficiente ¿no les parece? Pero no: en 1727 volvieron a lanzarse para tratar de recuperar La Roca; al fin se habían dado cuenta de lo mucho que les molestaba.
–Creo que no tuvieron éxito en semejante empresa –dijo el de las Trece Colonias.
–Como bien sabéis, milord, la clave para tomar Gibraltar está en mantener el dominio marítimo; los españoles nunca lo han conseguido y, así las cosas, no podrán recuperar La Roca jamás. El almirante Charles Wager, destacado (con el rango de comodoro) en la Guerra de Sucesión, fue el encargado de las represalias –respondió Vernon; sus ojos se entornaron ahora cómplices hacia sus interlocutores:
–En Cartagena de Indias. Atacó una flota de tres galeones, capturó uno, incendió otro y un tercero consiguió escapar.
–¿Creéis que se trata de un presagio?
–Puede. Pero más vale no creer en presagios cuando de operaciones militares se trata. Hablábamos del resurgimiento español con Felipe de Borbón; sin embargo, a estas alturas, sus fuerzas parecen haberse agotado. En el 24, antes del último ataque a La Roca, intentó abdicar en su hijo, pero el muchacho murió y, a regañadientes, tuvo que volver a ocupar el trono. Mas parece haber perdido todo interés por el gobierno, aparte de la razón; nuestro embajador en Madrid, Ben Keene, cuenta cosas horribles del estado demente en que se halla el monarca. Parece ser que quien lleva realmente las riendas es su segunda esposa, Isabel Farnesio, una mujer egoísta y dominante como acostumbran las princesas italianas; sólo busca lo mejor de la herencia para sus vástagos, por encima de los primogénitos, hijos de la fallecida reina María Luisa Gabriela de Saboya.
–Se hallan, pues, en un momento de postración y debilidad.
–Así es, en efecto. Desde las más altas instancias –por un momento, las omniscientes sombras del rey Jorge II de la Gran Bretaña, el primer ministro, Walpole y el jefe de la oposición, Newcastle, parecieron planear sobre la sala– se nos alienta a aprovecharlo, en especial, desde que ha tenido lugar ese desagradable incidente con el Navío del Asiento. No obstante, como no podía ser menos, el honorable Walpole se opone, tratando de negociar.
Una tercera voz, irritada, intervino entonces:
–De un tiempo a esta parte se opone a todo. Y eso que las provocaciones han sido continuas, a cuento del condenado Navío del Asiento.
–Perdón, señores –interrumpió la voz con acento colonial– ¿Qué es esto del Navío del Asiento?
Edward Vernon recuperó la palabra:
–Por el Tratado de Utrecht, Felipe de España se vio obligado a reconocer para nuestros comerciantes de esclavos una cantidad de 144.000 unidades anuales que poder introducir en sus territorios americanos, rompiendo así el monopolio secular. Los barcos negreros que se ocupan de este comercio, a razón de unas 4.000 cabezas al año, se conocen como “navíos del Asiento”; el Asiento de negros, se entiende. Lo que ha venido sucediendo es que, tras las dilatadas y calurosas travesías transatlánticas desde el África subtropical, estos mercantes, inevitablemente, hacen escala en puertos como Barbados o Jamaica antes de dirigirse a su destino. Los españoles los acusan de cargar en ellos toneladas de contrabando, y pretenden inspeccionarlos para verificar que se cumplen los términos del tratado.
–Pero esto es intolerable. Viola la libre plática y el comercio de los mares que la Gran Bretaña ha defendido desde los tiempos de Drake y Hawkins.
Un estridente tono entró ahora en escena:
–Sin embargo, señores, nos hace un servicio impagable. Es justo lo que necesitamos para enardecer al populacho y vencer la resistencia del viejo Walpole.
–El señor William Pitt –anunció Vernon, circunspecto– indica la forma en que podemos aprovechar el incidente a nuestro favor; es pura carnaza política en manos de los tories.
–Por supuesto; los whigs de Walpole van a temblar con esto en la próxima sesión parlamentaria. Ha sucedido en el estrecho de Florida: el guardacostas español Isabel detuvo al mercante Rebecca, declarando contrabando una parte de su carga. Cuando el capitán Jenkins protestó, el español le cortó una oreja, espetándole: “Esto mismo haré a tu rey si a lo mismo se atreve”. Tenemos a Jenkins en Plymouth, deseando comparecer: trae su oreja en un frasco de alcohol.
Ahora una franca carcajada agitó el pecho de los reunidos, distendiéndose la tensión.
–¡Señores, por favor! Señores –llamó Vernon al orden–,no desprecien el efecto que puede tener un desorejado ofendido sobre las masas y el Parlamento.
–En cualquier caso, podemos contar con que, si todo sigue su curso como esperamos, nuestro plan podrá llevarse a cabo.
–Bien, y ahora, señor Vernon, milord: ¿seríais tan amable de explicar este plan?
Edward Vernon se incorporó lentamente; después, tan teatral como pudo, tomó uno de los pergaminos y lo extendió sobre la mesa: un soberbio mapamundi. Alargando ambos brazos y extendiendo las manos para impedir que se enrollara, miró a los presentes. Por primera vez, la luz de un candelabro dio de lleno en su rostro, que tomó un aspecto fantasmagórico.
–Aquí, señores, está nuestro objetivo. Pero, antes, permítanme un poco de Historia.
Los reunidos enmudecieron. Un ligero cosquilleo pareció agitar a los más bisoños, mientras los veteranos se esforzaban en contener una mueca escéptica de políticos habituados a trucos mucho más elaborados y sibilinos. Por un momento, Vernon pareció buscar a alguien en la sala:
–Señor Anson, por favor, acercaos. Esto es muy importante.
Un joven oficial de marina, fornido pero apuesto como aristócrata, se aproximó a la mesa sin decir palabra.
–Como saben ustedes –continuó Vernon, mientras su dedo índice buscaba Europa y la península Ibérica sobre el mapa–, el rey Guillermo, esposo de la reina Ana, fue el artífice del gran plan estratégico de la Guerra de Sucesión española. Se trató de una tenaza combinada; por un lado, John Churchill, duque de Marlborough, y el príncipe Eugenio avanzarían desde Flandes hasta Italia y el Danubio, aislando así los Países Bajos españoles de Francia. Aunque no sin dificultades, fue una marcha triunfal, que destrozó los ejércitos de Luis XIV. Por otro lado –ahora el índice se posó sobre el golfo de Vizcaya–, el almirante Rooke, con el ejército del príncipe de Darmstadt, debía atacar el “bajo vientre” hispano apoderándose de Cádiz, lo que completaría el cerco y, ya