Una vida aceptable. Mavis Gallant

Una vida aceptable - Mavis  Gallant


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Castle se limitó a responder con su característico acento de las praderas:

      —Tu abuela Woodstock tenía una jarra antiquísima para la leche con la imagen del príncipe Alberto. Estaba en la cocina, justo en el borde de un estante. Siempre parecía a punto de caerse. En ella guardaba el apio, el perejil. Esa jarra, que deberías tener tú, está en un museo de Búfalo. Así es como cuidamos nuestro patrimonio nacional… Por eso te he traído una cosa. Es mía, pero, conociendo a tu familia como la conozco, me da la impresión de que, si no te doy esto, nunca vas a tener nada.

      Se refería a una de sus dos guías. Se la dio a Shirley por encima de la mesa mientras la abría por la guarda. Con tinta sepia, en una letra liliputiense, alguien había escrito:

      Para Charlotte S. Mackie

      por su quinto cumpleaños,

      de Shirley Ann Horsburgh.

      5 de noviembre de 1873

      Debajo, en un color algo más fresco:

      Para la pequeña Cathie Murray Pryor,

      de su madrina

      Charlotte S. Woodstock.

      Regina, 2 de julio de 1892

      Luego, escrito con bolígrafo y con la letra alargada de la señora Castle, se podía leer:

      Para Shirley Norrington, recuerdo de nuestro encuentro en París, este libro vuelve a quien le corresponde por derecho.

      Catherine M. Castle, domingo de Pentecostés de 1963

      —Cuántas mujeres, ¿eh? —dijo la señora Castle—. Si hubiera esperado otra década, te habría podido dar una auténtica antigüedad: cien años. Pero no quería esperar tanto. Lo encontré el invierno pasado mientras ordenaba la casa antes de venir a Europa. Guardé un montón de cosas: todo aquello por lo que mis hijos no se ponían de acuerdo ni decidían quién iba a quedarse con qué. Lo guardé todo y punto. Que se peleen cuando me muera. Les dije que antes de mudarme a un pequeño apartamento y pasarme la vejez cuidando de… —Perdió el hilo de lo que quería decir—. El libro… Le tengo mucho apego, pero me imagino que te mereces tener algo de tu familia y, conociendo a los Woodstock como los conozco, probablemente esta sea la única herencia que vayas a recibir. No pongas esa cara de perplejidad. ¿Es que no te dicen nada estos nombres? Pues vaya, Shirl… Excepto por el mío, y considerando que se saltaron a tu madre sin querer, es tu linaje femenino. Esto sin duda demuestra que vivimos en un mundo de hombres. ¡Me apuesto lo que quieras a que te sabes todos los apellidos por parte de padre!

      —Woodstock me suena, aunque no me dice nada. Pero Pryor… ¡Anda, hay una Shirley! Siempre me dijeron que me llamaron así por una criada que teníamos.

      —Pryor soy yo —dijo la señora Castle—. Yo era Cat Pryor. Mackie es tu abuela, su apellido de soltera. A ti te he puesto como Norrington porque me cuesta seguirte la pista. ¿Qué has sido? ¿Higgins? ¿Perrigny? —Pronunció el segundo apellido con gran firmeza, acentuando la segunda sílaba—. Al menos, Norrington es como empezaste. En realidad, tu abuela no era mi madrina, pero se autoproclamó como tal. Yo nací, me bauticé y me confirmé como anglicana, y para las mujeres de tu familia eso equivalía a que el papa te tenía en el bolsillo. Aunque muchas se han vuelto más respetables desde entonces. Tu madre ya no cree en nada, excepto en la reencarnación. Eso es respetable. Digo que a nadie se le ocurriría atacarlo, pero que me aspen si quiero que mi alma acabe en otra persona que no sea yo. Yo, Shirl; yo ante todo. Antes no pensaba así, pero ese es el consejo que te doy. Cuando te levantes por la mañana, di para ti misma: «Por lo pronto, yo; los demás, ya veremos».

      Lo que la señora Castle le había dado no era una guía de viaje, sino que podría tratarse del mismísimo texto que la abuela de Shirley leía a los parados: el precio que habían tenido que pagar los pobres para comer huevos fritos en la cocina de los Woodstock.

      El pío nuestro de cada día

      o

      Una serie con las

      PRIMERAS ENSEÑANZAS RELIGIOSAS

      que la mente infantil

      es capaz de asimilar

      —No digo que tengas que leerlo, ¿eh? —aclaró la señora Castle con un tono ofendido—. Puedes dejarlo para después. Además, no habrá nada que no sepas.

      Pero Shirley ya estaba sumergida en sus páginas:

      ¡Qué fácil sería hacer daño a tu pobre cuerpecito!

      Si cayese en el fuego, las llamas lo abrasarían.

      Si cayese agua hirviendo sobre él, lo escaldaría. Si cayese en aguas profundas, y no lo sacaran de inmediato, se ahogaría. Si un enorme cuchillo atravesara tu cuerpo, se desangraría. Si una caja enorme te cayese en la cabeza, la aplastaría. Si te cayeses por la ventana, te desnucarías. Si pasaras varios días sin comer…

      —Cuando venía de Roma, coincidí con un francocanadiense en el tren —dijo la señora Castle—. Un chico simpático, de tu edad, quizá algo más joven. Mucho más joven, con toda probabilidad. Comió conmigo en el vagón restaurante. Bebimos vino blanco, decía que era alérgico al tinto, que le salía un sarpullido en el cuello. Su padre era dentista. Empezó a criticar a su propia familia y llegó un momento en el que yo ya no sabía hacia dónde mirar. Decía que eran todos muy vulgares. Yo no los conocía, qué iba a saber yo. Pero le expliqué que también había gente vulgar en Saskatchewan, y en absolutamente todas partes. Y él me respondió: «Bueno, puede que vosotros siempre fuerais vulgares. Pero nosotros nos vulgarizamos por culpa del contacto con los ingleses».

      —¿Con qué ingleses? —preguntó Shirley, dejando El pío nuestro de cada día a regañadientes—. ¿Qué quería decir con eso?

      La señora Castle se encogió de hombros. Empezó a recoger su cuaderno, su bolígrafo y sus guantes.

      —Pero dejó que le pagase la comida —dijo.

      —La mitad de los hombres que conozco son así. ¿Eso es vulgar?

      —Es poco atento. Bien podrían haber sido los últimos billetes que me quedasen.

      —Supongo que fue algo grosero. ¿O no? Nunca he tenido muy claro lo que significa «grosero». —Shirley intentó imaginarse el tren, la mano agarrando una copa de vino.

      —Pues no lo sé —respondió la señora Castle en tono alegre—. Creo que a él le parecía sociable, sin más. Intentaba que la conversación me resultara interesante. Bueno, Shirl, no te entretengo más, que tienes mucho que leer.

      —Señora Castle, me lo he pasado de maravilla. ¿Nos veremos otra vez?

      —La verdad es que no hace falta, ¿no? Nos hemos visto un buen rato y ya sé qué decirle a tu madre. Hemos estado en Pons, que me moría de ganas de conocer, y esta tarde voy a Fontainebleau con un grupo de American Express. Me han gustado mucho los éclairs.

      —¿Qué va a decirle a madre?

      —Nada que no pudiese grabar para que lo oyeran otras personas. Que estás delgada como un alambre y que parece que conoces a mucha gente. Que, para serte franca, eres más o menos como siempre has sido. Que prefieres leer a escuchar, pero no todo en la vida son libros. ¿Sabías que naciste de nalgas? Si volvemos a vernos alguna vez, te contaré un montón de cosas que a lo mejor te interesan.

      * * *

      Al salir a la calle, Shirley se sintió como una extraña en París y como si la señora Castle llevase allí toda la vida. La vio dirigirse con resolución a la que sin duda sería su parada de autobús. ¿Se habían despedido? De pronto la señora Castle dio media vuelta y le dijo:

      —¿Por qué tu amiga italiana…? ¿Era Gina? ¿Por qué lo hizo?

      —Renata… No es italiana.

      —Da igual. ¿Por qué intentó suicidarse? ¿Para ver qué hay después?

      —Pues creo que se


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