Inspiración y talento. Inmaculada de la Fuente
organización a la que pertenecía también Pardo Bazán. O a manifestarse contra la pena de muerte y otras causas sociales, como la reivindicación de los judíos sefarditas. De Burgos buscaba crear opinión con sus artículos y encarnaba un periodismo comprometido. Bastantes años antes de que un grupo de mujeres notables creara en 1926 el Lyceum Club Femenino en Madrid, ya mantenía contacto con las dirigentes de foros europeos similares. Aunque al principio eludió identificarse como feminista. Tal vez porque pensó que más que hablar de feminismo urgía llevar a cabo sus ideas.
El 20 de diciembre de 1903 inició una audaz campaña en favor del divorcio, al anunciar en su columna:
Me aseguran que muy en breve se fundará en Madrid un «Club de matrimonios mal avenidos», con el objeto de exponer sus quejas y estudiar el problema en todos sus aspectos, redactando las bases de una ley de divorcio que se proponen presentar en las Cámaras.
Un reclamo para reconocer días después que el anuncio había desencadenado «una tempestad» entre hombres y mujeres y lanzar la pregunta sobre la conveniencia del divorcio en España a lectores, intelectuales y políticos. Unamuno, Azorín, Baroja, Pérez Galdós, Giner de los Ríos, Pardo Bazán (que se excusó de contestar arguyendo que no había estudiado el tema), Blasco Ibáñez, Antonio Maura o Francisco Silvela fueron interpelados y dieron su opinión. Un caudal de respuestas con un apoyo todavía minoritario al divorcio que la autora convertiría en libro. Ese órdago al matrimonio de por vida le valió la crítica de los medios conservadores. Como ella misma contó al periodista de La Esfera, E. González Fiol, en 1922, el periódico ultraconservador (de signo carlista) El Siglo Futuro «se metió conmigo en forma muy desabrida». Indignada por su tono, se presentó en la redacción de El Siglo. «Pregunté por el director. Salió el redactor jefe, y como se negó a darme explicaciones y a rectificar, le di de bofetadas. Dimos el mitin, como se dice ahora». Lejos de dar por zanjado el tema, De Burgos escribió al director asegurándole que, si El Siglo no rectificaba, le esperaría en la puerta de la Redacción con una zapatilla y le correría por la calle a zapatillazos. Hubo rectificación.
En sus inicios frecuentaba la tertulia de Marqués de Riscal, convocada por Antonio de Hoyos, en la que coincidía con personajes de la aristocracia y la farándula, aunque de vez en cuando asistieran figuras de peso como Pardo Bazán o Blanca de los Ríos. Años después ella misma inauguró en su casa de la calle Eguilaz las tertulias de Colombine a la que acudían jóvenes poetas y promesas de la literatura. La anfitriona ejercía sobre ellos un suave magisterio cultural y vital.
Primer viaje a Europa
En 1905 solicitó ampliar estudios en el extranjero tras obtener el correspondiente permiso de la directora de la Escuela Normal Central. La experiencia de vivir cerca de un año fuera (con estancias en Francia, Italia y Suiza) le cambió la perspectiva. Podría decirse que De Burgos fue una de las primeras españolas con vocación europeísta. Le acompañó su hija María y, aunque era un viaje «de estudios», no se podía obviar su carácter versátil. El Heraldo de Madrid le publicó crónicas y entrevistas que recogieron sus paisajes humanos y literarios predilectos: Nápoles, Roma… De su encuentro con Leopardi surgió el reto de preparar una biografía del poeta. En Roma, con el apoyo del corresponsal de Heraldo de Madrid en la capital, dio una conferencia sobre la situación de la mujer en España. Entre el público se encontraban amigos influyentes, como Concepción Jimeno de Flaquer, otra española defensora de la equiparación femenina. El texto de esta conferencia lo publicaría en Sempere (1907), la editorial valenciana próxima a Vicente Blasco Ibáñez que daría a conocer sus primeros títulos.
A su vuelta, en 1906, se afianza en el Heraldo de Madrid con una columna en la línea de «Lecturas para la mujer». Firma como Claudine inicialmente, pero poco después recupera el ya clásico seudónimo de Colombine. En esta columna combinó de nuevo la temática «femenina» que le demandaban los periódicos con artículos en los que introducía su propio discurso. Esa flexibilidad le permitió plantear en el periódico una encuesta sobre el voto femenino. No la ganó, a pesar de que evitó dar una imagen radical. Quedaba mucho camino por delante y ella lo sabía.
Vicente Blasco Ibáñez fue uno de sus principales amigos y referentes en sus comienzos. Aunque algunos le dieron un carácter sentimental, en su relación pesaba, ante todo, la amistad y la complicidad literaria y política. De Burgos compartió el ideario radical de Blasco antes de acercarse al Partido Socialista, al que se afilió en 1910. Lo abandonó en 1920 y, al proclamarse la República, se afilió al Partido Republicano Radical-Socialista (escindido de Izquierda Republicana) en el que también militó Victoria Kent. Carmen de Burgos, sin embargo, defendía el derecho al voto de la mujer sin dilaciones, al igual que Clara Campoamor.
La periodista hubiera sido una heroína de haber tenido que compaginar sola su infatigable quehacer profesional y su papel de madre, pero contó con la ayuda y compañía de su hermana Catalina, Ketty, que vivió en Madrid con ella muchos años. Y, en ocasiones, con la de su hermano Lorenzo. Rafael Cansinos Assens cuenta en La novela de un literato que en su primera visita a la casa de la escritora la encontró dictando una crónica a su hermano Lorenzo en la cocina mientras tenía la sartén en la mano para freír patatas. A Cansinos Assens le habían comentado que Colombine quería encargarle una traducción del alemán para la editorial Sempere y, sin avisar, se acercó a su domicilio con el poeta José Luis Fernández. Pero esa tarde no había tertulia y Carmen de Burgos se vio sorprendida con el delantal puesto y la preparación de la cena. Su hija María interrumpió la visita: quería llamar la atención y formar parte de los amigos de su madre, esos escritores que visitaban su casa sin interesarse por ella y su mundo. En pocos minutos la escritora acabó y firmó la crónica para que su hermano la llevara a El Heraldo, mandó a la niña a su cuarto y asignó a Cansinos Assens la traducción de Max Nordau para la editorial vinculada a Blasco Ibáñez. Este apareció en la casa cuando los visitantes se iban. Venía del Congreso, estaba cansado y le pareció bien que Colombine hubiera encargado la traducción. Ella también traducía libros. Pero solo del francés, solía puntualizar, para atajar las insinuaciones de quienes decían que se atrevía a traducir todo con tal de ganarse unas pesetas. Colombine era sinónimo de éxito. Es decir, era «el éxito», escribió Cansinos Assens en La novela de un literato.
La escritora vivió durante años un tira y afloja con las autoridades educativas, de las que dependía como profesora. Al volver de su primer viaje a Europa, fue trasladada a la Escuela Normal de Toledo. Había un abismo entonces entre vivir en Toledo o en Madrid. Pero al trasladarse a su nuevo destino, colaboró en la prensa local y estableció amistad con la profesora Dolores Cebrián y con Julián Besteiro, que contraerían matrimonio poco después. Permaneció en Toledo cerca de cinco años para atender sus clases, pero pasaba los fines de semana en Madrid. Eso levantó suspicacias: la acusaron de agrupar sus horarios lectivos en determinados días para vivir entre Toledo y Madrid, lo que le acarreó un expediente y varios problemas burocráticos hasta que se demostró que no había nada irregular. Las fuerzas vivas toledanas y, en especial el clero, reaccionaron mal ante sus columnas. Ella se defendió y contraatacó con su pluma. Allí nació parte de la fama de anticlerical que le acompañaría. Este sambenito le alcanzaría más allá de su muerte y contribuiría a que sus libros quedaran proscritos. Quienes los habían leído sabían que no era para tanto.
Donde sus compañeros veían privilegios ella solo encontraba trabajo y desdoblamiento: enseñanza, periodismo, traducciones, viajes, libros. Los límites los ponían los otros, no ella. En 1908 publicó Cuentos de Colombine y abordó el ambicioso proyecto de Revista Crítica, lo que implicaba intensas reuniones los domingos en su casa madrileña con colaboradores y amigos. Trató de involucrar a Pérez Galdós, Juan Ramón o Giner de los Ríos. Pero contaba, sobre todo, con el grupo de jóvenes poetas que asistían a su tertulia, tras trasladarse de la calle Eguilaz, a un piso más amplio en San Bernardo. Además de Cansinos Assens, Hoyos, Gálvez y otros asiduos, se sumaban jóvenes literatos llegados a la capital que querían conocer a Colombine y recibir sus consejos. Uno de ellos fue el poeta canario Tomás Morelos, con el que la escritora tuvo una breve relación sentimental solo conocida por los más íntimos. Tan breve que Colombine pidió al joven poeta, que durante un tiempo había alojado en su casa, que volviera a Canarias con sus padres a acabar