Historia e historiadores. Luis Felipe Valencia Tamayo
ya no propiamente profesionales es un asunto que debe examinarse con cuidado.
Se resalta, en todo caso, este hecho, porque aún en nuestras facultades de Filosofía se miran con más que simple frugalidad las reflexiones en torno a la historia. Como si el tiempo se hubiera detenido en las argumentaciones hegeliano-marxistas, los atisbos más incautos echados sobre la filosofía de la historia conllevan inmediatamente preguntas por el fin de la historia, el desenvolvimiento de las ideologías, el papel de las clases sociales, la lucha de clases, en fin, toda una sarta de conceptos que hacen presa a esta disciplina de unas ya poco reconocidas características particulares, rasgos que, aunque populares, solo ofrecen el pasado de la propia filosofía de la historia. Si así fueran las cosas, tendríamos la querida disciplina como un capítulo más —si no un peón— del idealismo hegeliano o del materialismo histórico marxista. Pero el paso del tiempo, el mismo desesperanzador desarrollo de la historia en las manos de quienes han sido heraldos de aquellas versiones de ella y el aumento de las reflexiones críticas han mostrado que el siglo XXI se inició con nuevas disposiciones mentales, conceptuales y argumentativas a la hora de hablar de la filosofía de la historia. A lo largo del siglo XX también algunos historiadores de izquierda despertaron a los reales debates en torno a la disciplina que les daba pábulo. E. P Thompson, E. Hobsbawm, son solo dos de los nombres más importantes que dieron un viro en la forma en que se actualizó la crítica radical en torno al papel de los historiadores y sus obras. Polémicos, como muchas de sus buenas obras, sus textos fomentaban un espíritu distinto en torno a las clásicas ideas de la filosofía de la historia. Con todos los retos que ha representado hacerlo en una época en la que los ideales se disipan y se recogen los testimonios de sus víctimas, aparecieron historiadores que respaldaron con la crítica, el debate y la reflexión una invocación de sus antiguos sueños.
Sin embargo, grandes obras del siglo XX que continuaron sosteniendo la idea de un plan en la historia, que reconocían un grupo de leyes que debía ser descubierto por los historiadores, fueron examinadas bajo la mirada supremamente crítica de las recientes generaciones de estudiosos. El Estudio de la historia, de Arnold Toynbee, y La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler, obras mayores en la historiografía de principios del siglo XX y que se permitían el impulso de los trascendentales requisitos de los teóricos del siglo XIX, han sido llevadas al juicio de los nuevos historiadores. El telón ha caído, como la cortina, como el muro, y nuestras facultades gustan de mantenerlo puesto con irrefrenable ímpetu hablando solo de la filosofía de la historia de Hegel y la dialéctica marxista como las obras que mayor sustento han dado a las disquisiciones en torno a la disciplina hoy tan versátil. Mucha agua ha corrido bajo el puente y lo que se mostraba antes seco hay que verlo hoy mojado. Algunos pueden incluso sentir rabia, que no es más que el dolor del abandono, cuando se dice que mirando la historia no se ha descubierto ni su plan, ni sus leyes, ni aquel entramado que tan alentador fue en otras épocas. En otras palabras, no se ha visto la Historia, pero empezamos a reconocer la difícil tarea de tomar el aliento de las muchas historias que han aparecido alrededor de ella. Aunque confundidos con las presentes manifestaciones, después de notables vicisitudes, y ante las incertidumbres que despiertan las nuevas posibilidades de hablar del pasado, la desolación del gran relato, la gran Historia, nos ha dejado ver las múltiples formas que adopta todo lo que ha dejado de ser. ¿Quiere usted hablar ahora del progreso? Cree su historia. ¿Quiere hablar de la decadencia? Cree su historia, a despecho de que se ciernan sobre su interés las duras sospechas de querer ser un historiador dulcemente tendencioso.
Hubo un tiempo, es cierto, en que cada cual iba presentando su versión del pasado a la luz de requisitos casi institucionales: un dogma de fe, una idea de la ciencia, una idea de la vida, en fin, para construir una idea de la Historia. Pero durante el siglo XX todas las instituciones han sido sometidas a un remezón que ha alentado no solo notables discusiones sino obstinadas incertidumbres. A la par de la diversificación de las publicaciones y el amparo de las clásicas lecturas históricas en la televisión y el cine, la historia enfrenta una etapa de crisis de la que se espera salga, si no más madura, por lo menos más concreta en sus propósitos. Tras las incursiones en los más oscuros terrenos del pensamiento del siglo XX, se la enlistó por una temporada en las filas de las disciplinas científicas queriendo hacer de ella una nueva herramienta de presentación del mundo. Nadie discute los nobles objetivos que han sostenido los hacedores de ciencia, pero sí se discute, y mucho, la determinación de hacer a la historia una más de sus profesiones insertándola en el camino de los designios científicos. Y si tales dudas se tienen en torno a los programas de acercamiento y formas de trabajar sobre la historia, nada raro es que muchos desesperen de la profesión en que se han formado y asuman la crisis con alguna lamentable decisión, si no es que se devuelven a las versiones clásicas o se dirigen al camino de la posmodernidad más radical negando toda posibilidad de conocimiento al estudio del pasado. Una de las primeras impresiones que debemos mantener en pie, entonces, es la de una historia que se ramifica y produce como obra de sus deudos una gran cantidad de trabajos en forma y fondo completamente dispares y, a la vez, una disciplina que en su misma dinámica aparición se ve inmersa en un buen número de asuntos por esclarecer.
Abandonado el gran relato y el interés por explicar los hechos y los acontecimientos históricos en aras de una versión in extenso de la vida del hombre, los problemas de la filosofía de la historia son hoy completamente distintos de los problemas que llegaron a plantear filósofos e historiadores tanto del siglo XIX como de la primera mitad del siglo XX. De hecho es en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial en la que se empiezan a publicar obras de un tono distinto, ni más faltaba: crítico, sobre las fórmulas con las cuales se había trazado una idea de la historia que comprometía incluso el porvenir. No debe olvidarse que en aquel periodo se está generando un profundo interés sobre la obra de Toynbee, pero los reales llamados de atención sobre la historia los generan textos como los de Collingwood y Popper, a la sazón penetrantes reflexiones críticas en torno a la realidad política y social de Europa impregnada de singulares prejuicios por las versiones que cada estadista socorría y quería llevar a cabo. No había que dar muchas vueltas para que la realidad dejara de ser tan contundente: la historia debía revisarse en sus propósitos, prácticas, métodos, lo que se traduce en qué hacen en verdad los historiadores, cómo investigan, cómo escriben y cómo el público se encuentra con ellos. Se pasó de pensar en la ontología de la historia —por usar un término también en desuso— a pensar en la práctica de una disciplina que, como todas las experiencias humanas, tiene muchos problemas teóricos que resolver. Si miramos bien el asunto, no se ha dejado de hacer historia un solo día, y desde que los primeros escritores griegos tuvieron ganas y tiempo para realizarla no se ha parado de escribir a pesar de que no sean claras las condiciones de trabajo en las que un escrito de historia se desarrolla. Las últimas décadas han sido las que preguntan por el enfoque, el empleo de la lengua, el uso y abuso de las metáforas, el estilo por el que se escriben las historias y en ello se ha encontrado el nuevo desarrollo de una filosofía que puede resultar fascinante en sus debates.
Sin embargo, no basta el notable incremento en las reflexiones teóricas que cuestionan todos los asuntos que rodean la vida de los historiadores. A la hora de abordar la realidad chocamos instantáneamente con las ideas que durante tanto tiempo han mantenido a la historia como un gran relato que palpita detrás de todos los hechos. Digo instantáneamente porque basta la vida cotidiana para que nos demos cuenta que no es fácil deshacerse de las sombras de las versiones trascendentes. Frente a lo inexplicable y absurdo de la vida del hombre, es mucho más sencillo sostener, por ejemplo, que Dios quiere así las cosas a tratar de dar una explicación racional. Si se desatan guerras y la muerte ronda en los campos de batalla, es mucho más fácil sostener que se hace a favor de una meta mucho más importante que la misma vida, llámese esa meta libertad, democracia o hasta civilización, todo esto como contrapartida de aterradores ideales como la esclavitud, el totalitarismo o la barbarie. Queda la sensación de que podemos retraernos académicamente, teóricamente, de los acontecimientos que definen las obras de los historiadores, para actuar, como profesionales, en aras de los principios de una disciplina que se libera de los megarrelatos a partir de los cuales se ha dado explicación a los acontecimientos; pero, inmediatamente caemos en la cuenta de que no es suficiente tal ejercicio si en la realidad y en las comunidades humanas la historia y las explicaciones de los hechos se siguen amparando en una dirección, sea esta religiosa o política. Uno