Ser posmoderno. Norberto Chaves
ridículo: pérdida del pudor, renuncia a la intimidad, mimetismo voluntario, masificación, ausencia de patrones personales y sociales.
Aquel sujeto protagonista de la modernidad, núcleo de lo social, defecciona, se repliega y es sustituido por el individuo-pulsión, molécula del flujo.
La masificación genera así un nuevo ente, ya no caracterizable como sujeto: un ser sin edad ni país, un individuo ni joven ni viejo y de ningún lugar, sin memoria ni proyecto, sin ensoñaciones ni fantasías y prácticamente sin pensamientos. Sin antes ni después.
Una forma de vida humana instalada en un presente absoluto: el de sus respuestas reflejas inmediatas a estímulos exteriores inesperados.
En ese contexto desaparece la cultura. Nos enfrentamos al hecho, ya no de la diversidad cultural, sino de la absorción de la cultura dentro de lo extracultural: la pura distracción.
Escojamos como típico género de la distracción a la narrativa de consumo, discurso banal menos preocupado por la calidad literaria que por la trama que atrape y entretenga.
Ante el lector una secuencia de acontecimientos singulares lo mantendrá atento a los desenlaces, sin otra pretensión que satisfacer su curiosidad.
Este género literario, por llamarlo de alguna manera, es sin duda el que tiene mayor salida en el mercado, auténticos best sellers de tienda de aeropuerto: una literatura que arrastra al lenguaje hacia el abismo de la irrelevancia o el sinsentido.
Italo Calvino, ejemplo de serenidad y equilibrio, pierde ambos ante ese sinsentido del lenguaje, brindándonos un texto tan diáfano como exasperado. Figura en el capítulo «Exactitud» de sus Seis propuestas para el próximo milenio, obra póstuma e inacabada.
A veces tengo la impresión de que una epidemia pestilencial azota a la humanidad en la facultad que más la caracteriza, es decir, en el uso de la palabra; una peste del lenguaje que se manifiesta como pérdida de fuerza cognoscitiva y de inmediatez, como automatismo que tiende a nivelar la expresión en sus formas más genéricas, anónimas, abstractas, a diluir los significados, a limar las puntas expresivas, a apagar cualquier chispa que brote del encuentro de las palabras con nuevas circunstancias.
No me interesa aquí preguntarme si los orígenes de esa epidemia están en la política, en la ideología, en la uniformidad burocrática, en la homogeneización de los mass-media, en la difusión escolar de la cultura media. Lo que me interesa son las posibilidades de salvación. La literatura (y quizá solo la literatura) puede crear anticuerpos que contrarresten la expansión de la peste del lenguaje.
Quisiera añadir que no solo el lenguaje parece afectado por esta peste. También las imágenes. Vivimos bajo una lluvia ininterrumpida de imágenes; los media más potentes no hacen sino transformar el mundo en imágenes y multiplicarlas a través de una fantasmagoría de juegos de espejos: imágenes que en gran parte carecen de la necesidad interna que debería caracterizar a toda imagen, como forma y como significado, como capacidad de imponerse a la atención, como riqueza de significados posibles. Gran parte de esta nube de imágenes se disuelve inmediatamente, como los sueños que no dejan huellas en la memoria; lo que no se disuelve es una sensación de extrañeza, de malestar.
Pero quizá la inconsistencia no está solamente en las imágenes o en el lenguaje: está en el mundo. La peste ataca también la vida de las personas y la historia de las naciones. Vuelve informes, casuales, confusas, sin principio ni fin, todas las historias. Mi malestar se debe a la pérdida de forma que compruebo en la vida, a la cual trato de oponer la única defensa que consigo concebir: una idea de la literatura.
Calvino murió en 1985, con la posmodernidad sobre sus hombros. No podemos pensar que él fuera ajeno a ese fenómeno.
Por el contrario, sabemos que preparó esas seis conferencias, que habría dictado en Harvard, apremiado por el espectáculo de la decadencia del lenguaje y del libro, propia de la era «postindustrial».
La denuncia que, sintomáticamente, Calvino inicia en la decadencia del lenguaje, le conduce a detectar el vaciamiento de la propia vida de las personas y la sociedad en su conjunto.
Y como vía de recuperación pone su esperanza en la literatura, forma suprema de captura de sentido. Al final de este ensayo se comprobará hasta qué punto esta es una esperanza compartida.
Aquella «epidemia pestilencial» no es sino la que desteje la trama de la cultura y la sustituye por los abalorios del pasatiempo irrelevante: el vacío.
El mundo deviene un gigantesco parque temático y el individuo, un ente trashumante: aquello que Pasolini denominó, allá por los 60, «mutación antropológica». Oigámoslo en sus Cartas luteranas:
La pérdida del prestigio ‘infundado’ de todos los valores de una cultura entera no puede dejar de producir una especie de mutación antropológica, no puede dejar de causar una crisis total […] Se trata, insisto, de la pérdida de los valores de toda una cultura; valores que, sin embargo, no han sido sustituidos por los de una cultura nueva (a menos que tengamos que ‘adaptarnos’, como por lo demás sería trágicamente correcto, a considerar ‘cultura’ el consumismo).
Tres procesos indican esa mutación: a) resignificación de lo cultural como espectáculo: el concierto deviene «show»; b) sustitución de lo cultural por los géneros de masas: primacía del entretenimiento; c) vacío, o sea, droga/consumo: anomia recanalizada.
Volvamos a Pasolini:
La droga es siempre un sucedáneo […] de la cultura […] A un nivel medio —referente a «muchos»— la droga viene a llenar un vacío causado precisamente por el deseo de muerte, y que es por tanto un vacío de cultura. Porque la cultura —en sentido específico, o mejor, clasista— es una posesión, y nada precisa de más encarnizada y loca
energía que el deseo de posesión. Quien no tiene esa energía en dosis siquiera mínima, renuncia.
En este acto de renunciamiento podemos localizar el inicio del proceso de deculturación.
En ese proceso es indispensable no soslayar la progresiva decadencia y marginalización del folclore en sentido estricto, o sea, el ejercicio social de la cultura como práctica reproductiva de la comunidad; un folclore que es sostenido, en el mejor de los casos, por su minoritaria profesionalización.
Crece aceleradamente el número de personas que no recuerdan ninguna canción tradicional o niños que no han aprendido ningún juego no mediado por el consumo.
Solo esfuerzos denodados de educadores conscientes de la crisis logran sostener efímeramente la ritualidad lúdica de la niñez, boicoteada por un enorme aparato mediático que, con sus vidrios de colores, secuestran la voluntad infantil.
Y es, precisamente, el infantilismo la característica más saliente del comportamiento deculturado, que descarta como pertinentes incluso los principios de la conducta cívica.
El creciente desdén por las normas de urbanidad («disculpe», «gracias», «permiso»), tendencia ya detectada y denunciada por la opinión pública, suele atribuirse a la «mala educación», cuando, en realidad, se trata de conductas de otro origen.
Prueba de ello la da el hecho verificable de que personas instruidas y formales en medio del flujo incurren en esas «descortesías».
Esta aparente contradicción proviene del hecho de que tales comportamientos no son fruto de una cualidad del individuo sino de una condición de la actual vida en sociedad: la conducta masa en la que todos inevitablemente incurrimos.
La persona que no saluda en el ascensor, que no agradece que le cedan el paso o que no se disculpa cuando tropieza con alguien no le falta el respeto al prójimo: obra de tal manera sencillamente porque no reconoce la presencia del otro, lo omite, desatiende toda forma de alteridad.
Mimetizado con la multitud por sus automatismos en la adopción de lo que se le impone, el individuo-masa, él mismo estandarizado, es idéntico a los demás pero no reconoce tener semejantes, carece de ellos.
Está solo, ausente de lo social. Pasa sin escalas intermedias del psiquismo