El general se confiesa. Cesar Gavela
cobijado en el bosque: tenía que pisar el espacio abierto si quería continuar su camino. Y aunque consideró que muy probablemente allí iba a terminar su viaje, había que dar el paso.
Llevaba una gorra de paja y vestía pantalón corto azul celeste y camiseta blanca. Esos colores destacaban con los tonos verdes del monte y de los guardias. Se cruzó con varios, imaginó que alguno le interrogaría, pero nada le dijeron. Uno de ellos incluso le saludó sin detenerse, casi sin mirarlo.
Sintió que estaba ocurriendo algo nuevo. Como si hubiera vislumbrado otro modo de transcurrir el tiempo, de formarse la vida y los hechos. Como si se esfumara por el aire aquello que tendría que haber sucedido. Y nacer así otra cosa, la que él perseguía.
No se le ocurrió pensar que los guardias habían dado por hecho que él era hijo de alguno de los empleados temporales que trabajaban en las cacerías. Hombres rudos, reclutados en las aldeas de la zona, que se alojaban en un barracón de madera escondido en el bosque, a unos trescientos metros de la casa de Avelino Dámaso.
Aquellos hombres salían al monte en la madrugada acompañados de algunos militares. Iban a buscar a los venados en sus escondites, los azuzaban y luego los conducían por robledales y vaguadas hasta hacerlos pasar delante de los puestos de tiro.
-¡Fuego, mi general!
Y el general disparaba.
Pero ahora al niño no le habían disparado. A los niños no se les mata. Alguien debió decir eso, o pensarlo, aunque no era necesario. O quizá nadie pensó nada porque se pensaba poco entonces, no convenía. O daba lo mismo, o la gente ya no se acordaba de pensar. El tiempo era lento, la vida austera, el sol muy frío y el general Franco aún no demasiado viejo.
“Todo está en marcha. El año es bueno, el país progresa, las instituciones funcionan y la paz está garantizada. Pero es que además, y yo ahí sí que veo una señal de la Providencia, España ha ganado la Copa de Europa de selecciones nacionales a la Unión Soviética. Somos los mejores del continente en fútbol, el deporte más popular, y eso es un símbolo más. No solo una fuente de orgullo, también es un triunfo que recuerda y honra la victoria de España sobre el comunismo”.
“La guerra se hace para defender una patria, pero también para transformarla. Por eso hemos construido pantanos y carreteras, colegios y hospitales, puertos y ferrocarriles. La guerra continúa en la paz combatiendo la pobreza o la secular sequía de España. Es soldado el obrero que cava una zanja y el minero que pica la antracita en las entrañas de la tierra. El agricultor es un soldado, el obrero industrial también, y el médico, y el maestro, y el cartero y el viajante de comercio. Ellos creen que trabajan, que se ganan un sueldo, que mantienen a su familia. Pero aunque no lo sepan, también están luchando en el frente de batalla. Cada buen español siempre es un soldado”.
“El enemigo, que no perdona nunca, que solo tiene la destrucción de España como objetivo y esencia, como anhelo mortuorio, nunca podrá negar las nuevas ciudades sanitarias, las enormes empresas públicas siderúrgicas, las factorías de coches y de camiones. Hemos hecho más en los últimos diez años que los anteriores dirigentes de España en doscientos. Solo por eso mi tiempo es bueno; el tiempo de la patria en marcha”.
La tercera patada en el bajo vientre: los gritos de dolor de Luis Boeza fueron anegados con una toalla húmeda que el comisario Manuel Acebo le puso en la boca. El detenido cayó al suelo, se retorcía sobre las baldosas.
Acebo, que estaba acompañado por el policía Jacinto Mena, miró a Boeza como quien mira a una piedra. Para él no había nada en aquellos gemidos, tampoco en la sangre que corría por el rostro. Para él solo había un trabajo, un sueldo y unas horas que habían resultado perdidas porque aquel hombre no había contestado a ninguna de sus preguntas. Luego le hizo una señal a Jacinto Mena, que pateó la cabeza del detenido contra la pared. Era un golpe que podía matar.
Luis Boeza quedó inconsciente, encogido, amoratado. Movía la boca como quien está muriendo. Los dos hombres salieron de la celda de la Dirección General de Seguridad.
-Demasiado ímpetu –dijo el comisario.
-Usted estaba ahí.
-Por mí no hay problema, lo sabes. Está todo bien. Pero ahora hay que tener más cuidado. Lo que antes se podía hacer, parece que ya no conviene tanto. Quizá debí habértelo dicho, pero el hijo de puta me provocó. No aguanto esa cosa de fraile loco que tiene.
-¿Qué cambios ha habido, comisario?
-Presiones internacionales, acuerdos con el Mercado Común o no sé qué. Es lo que me han dicho. Que lo vea el médico.
Dos horas después ingresaron a Luis Boeza en el Hospital Militar Gómez Ulla. A Elva López no le dijeron nada ni se lo iban a decir. Ella solo sabía que en la madrugada del martes habían llegado a casa unos policías vestidos de paisano que se llevaron a su marido en una furgoneta gris.
Él apenas había dicho nada, tampoco ofreció resistencia. Le pidió a Elva que permaneciese tranquila: le dijo que todo obedecía a un malentendido aunque él sabía que no era así. Su hijo escuchó borrosamente pasos, incluso rumor de palabras, pero no llegó a despertarse.
Todo había sido muy rápido: los policías irrumpieron cuando Luis leía en el pequeño comedor y Elva y Pablo dormían. Ella ya no le esperaba, como antes, despierta en la cama. Donde él entraba cada vez más tarde, más ensimismado y obsesivo. Sin que ya casi nunca la abrazara. Se quedaba en una esquina y se dormía inmediatamente.
Un día hablaron de esas cosas. Luis Boeza dijo:
-Te entiendo, Elva; ¿cómo no te voy a entender? Pero ellos me reclaman.
-¿Ellos? Es estúpido decir eso. ¿Quiénes son ellos?
-Los trabajadores, los estudiantes, el país entero… No puedo defraudarles.
-Y entonces prefieres defraudarme a mí. Se ve que te resulta más cómodo.
-No Elva, aquí no estamos hablando de elegir. Mi lucha y mi compromiso para contigo van de la mano.
-¿Compromiso? Háblame de amor, no me hables de compromisos.
-Te amo a ti y amo al pueblo. Tengo que atender a su llamada.
-Eso son palabras vacías, Luis. Palabras que has leído en libros por ahí. Pero yo no quiero esas palabras, prefiero callarme y ya está. Sé que eres noble, no te voy a hacer sufrir. Además, he aprendido a resignarme.
-Elva, no hay ninguna razón para que hables así. No pasa absolutamente nada.
-La vida siempre es dura, la felicidad no existe y todo es una trampa. Alguna vez se lo oí decir no sé a quién, puede que a alguna amiga de mi madre. Me pareció entonces que no tenía razón, pero ahora sé que sí. Que la vida es eso, que la felicidad no existe. Y ya está.
-Yo te quiero.
-Me gustaría vivir de otra manera, Luis, aunque sé que es imposible. Además, noto que has cambiado mucho últimamente.
-¿Por qué dices eso?
-Te estás yendo de mí, de nosotros, y lo haces cada vez más deprisa. Sé que no querrías que pasara esto, pero pasa.
-No es verdad.
-Yo creo que hasta miras la casa de otro modo, incluso a mí. Y al niño…
-Al niño no… Ni a ti.
-Y yo me doy cuenta de todo.
“La libertad política es un señuelo. ¿Qué libertad había en la República? ¿La de insultar, la de matar? ¿La de desmembrar la nación y quemar conventos? ¿La de repartir insidias en todas las escalas de la sociedad? ¿La libertad del crimen y la venganza? Pues si esa es la libertad, yo la combato. Aunque me cueste la vida. Siempre me opondré a la falsa libertad que propicia el odio”.
“Creo que la libertad es un asunto personal. Y tiene su ámbito en lo familiar, lo profesional, lo mercantil… Cada uno es dueño de pensar como quiera, de casarse con quien quiera, de ejercer