Las islas griegas. Manuel Casanova

Las islas griegas - Manuel Casanova


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      Parece que al fin he logrado despertar su interés, pero adivino que por respeto a mi intimidad no se atreve a pedirme que sea más explícito; o por el contrario piensa que lo dicho no es sino un golpe de efecto, una baladronada indigna de un diálogo serio entre caballeros. En cuanto a lo segundo, pierda cuidado, no he tratado de impresionarlo con una falsedad; si se trata de lo primero, su reserva es comprensible. De existir algo inconfesable en mi vida, no sería muy cuerdo por mi parte ir por ahí haciendo confidencias al primero que me escucha. ¡Y menos a un juez! Pero estoy fingiendo un temor que no siento, sé que puedo hablarle sin miedo a las consecuencias. Confío en su talante abierto y desenfadado y estoy convencido de que es capaz de establecer la diferencia entre una confesión oficial y la divagación de una noche de verano. Además, desde que ocurrieron los hechos que me propongo narrarle ha habido tiempo y distancia, dos elementos que mitigan la trascendencia de las cosas y disminuyen su credibilidad. Y puesto que usted insiste, no me haré rogar por más tiempo. Le contaré mi historia.

      Soy el único hijo de una familia de clase media asentada en un pueblo grande y próspero. Mi padre no tenía estudios, pero creó en los años cuarenta una pequeña empresa de transportes y trabajó en ella sin conocer el descanso. Con el paso del tiempo, la empresa creció y se convirtió en un negocio rentable. Vivíamos bien, con desahogo, con distinción incluso, éramos una familia respetada y tengo el recuerdo de una infancia sin privaciones. Me educaron en un colegio de religiosos que no dejó en mí secuelas apreciables y después fui a la universidad. Mi padre quería que fuese abogado, profesión que me era y me es por completo indiferente, pero se trataba de obtener un título y hacerme cargo a su debido tiempo de la empresa familiar.

      En el mes de octubre de 1959 abandoné el ambiente familiar y marché a la capital. Me instalé en un colegio mayor y quedé deslumbrado por un mundo que desconocía. Piense que en aquella época todo el acerbo cultural giraba en torno a las universidades y ser universitario tenía un cierto empaque social. De modo que me sumergí por completo en aquel ambiente, en el que lo de menos eran las materias que uno se proponía aprender. Fue así como descubrí mi verdadera vocación, que no era en modo alguno el Derecho sino la música. Había en el colegio una sala de música y en ella un piano que comencé a pulsar de manera instintiva. Alguien entendido comentó que en mí existían posibilidades ocultas y yo lo tomé como la caída de San Pablo. En el mismo colegio recibí unas clases iniciales y luego, ahorrando dinero de aquí y de allá, me matriculé en el conservatorio sin que mis padres tuvieran conocimiento de ello.

      Entré en contacto con grupos literarios y artísticos, en los que fui admitido por mis aptitudes musicales y también, pienso, por mi capacidad intelectual. Nunca había tenido ni volvería a tener tantos amigos; nunca mi actividad sería tan desbordante y enriquecedora. Entre las horas de piano, las tertulias, las conferencias, el cine de autor, el marxismo de salón y las primeras experiencias amorosas, apenas me quedaba tiempo para estudiar y el balance del primer curso fue catastrófico. Mis padres se sorprendieron: no acertaban a explicarse que aquello le ocurriese a su hijo. Pero todo se aprende y en los años siguientes adquirí una mayor soltura y, sin prescindir de mis actividades artísticas, fui aprobando asignaturas.

      La música llenaba cada vez más mi vida. La miopía me había eximido del servicio militar y me encontraba en una situación óptima para planificar mi porvenir. Poco a poco fui madurando una decisión: hablaría con mi padre y le expondría con claridad mi deseo de abandonar las leyes y dedicarme por completo a la música. Quería ser un gran concertista de piano o por lo menos intentarlo. Jamás llegué a exponer mi propósito. Un mes antes de iniciar mi último año de carrera mi padre se suicidó.

      Las circunstancias del suceso fueron confusas y más para mí, ya que sin duda se me ocultaron detalles. Tampoco quise saber demasiado, ni indagar las causas de un acontecimiento que por encima de todo me causaba asombro. Entiéndame, la muerte de mi padre me produjo un intenso dolor; pero no el mismo dolor que hubiera sentido si hubiese muerto a consecuencia de una larga enfermedad. Hay, quizá, en nuestra conciencia una preparación, un consentimiento para este último tipo de muertes: prevemos el final y elaboramos con lentitud el sufrimiento adecuado. Pero cuando la muerte es repentina causa más perplejidad que dolor. Además el suicidio es inquietante y se nos ha dicho que nunca tiene justificación. Nuestra sociedad no sólo censura determinadas formas de vivir, sino también algunas formas de morir. Vivir es voluntario y se alienta la voluntad de vivir; pero la voluntariedad en la muerte está prohibida, va en contra de la naturaleza. Y sin embargo, ¿no nos han dicho que ballenas y delfines quedan varados voluntariamente en la playa que han escogido para morir? ¿No se clava el escorpión a sí mismo su mortífero aguijón cuando se ve acorralado?

      En cuanto a los motivos concretos, me dijeron que hubo una traición de un socio, un fraude que se hizo público y un descubierto de muchos millones. Mi padre no pudo o no quiso afrontar las consecuencias y se pegó un tiro con una vieja Star que conservaba desde la guerra, que nunca pensé que volvería a funcionar. Lo que sí fue real, tangible, fue el desplome inmediato de la economía familiar. Mi madre quedó en muy mala situación y yo tuve buscar un empleo. Como comprenderá, fue el derrumbamiento absoluto de mis proyectos. Un primo de mi padre me colocó en una compañía aseguradora que tenía sucursal en mi propio pueblo y de la noche a la mañana me convertí en vendedor de seguros. Mi madre quería que yo terminara la carrera y creyó que no sería difícil simultanear trabajo y estudio. Pero el alejamiento de la facultad y la dolorosa certeza de que mis aspiraciones musicales iban a truncarse, hicieron que poco a poco me fuera desinteresando de los estudios.

      Vender seguros es un trabajo estúpido y más duro de lo que parece, pero yo creía tener a mi favor el gran número de personas con las que mi familia se relacionaba. También esto constituyó una decepción. La forma en que murió mi padre y nuestro empobrecimiento súbito provocaron la desbandada de personas que antes alardeaban de nuestra amistad. Pocos amigos permanecieron. Fue un momento amargo, en particular para mi madre. Yo tenía 23 años y se desarrolló en mí un oscuro rencor y un poderoso deseo de superación.

      Me olvidé de Schumann, enterré mis sueños y trabajé con intensidad. Ascendí en la compañía aprendiendo a procurar mi propio beneficio y a combatir envidias y acechanzas. Sin embargo, aunque no lo parezca, la constancia en el trabajo suele tener recompensa. El mundo de los seguros no tenía para mí el más mínimo interés —tampoco me hubieran interesado los negocios de mi padre, dicho sea de paso—, pero era un modo de obtener dinero, mi único objetivo en aquellos momentos. Parecía que este objetivo se estaba cumpliendo cuando Josefina se cruzó en mi vida.

      Josefina era una mecanógrafa de la compañía, una muchacha muy joven de facciones toscas y sensuales. Es probable que ella comenzara el acercamiento, aunque yo me vanagloriase luego de su conquista. De una u otra forma iniciamos un romance. Pero mi relación con aquella mujer, ni por educación ni por clase social podía ser entendida como formal. Mi familia, aunque venida a menos, intentaba mantener un cierto rango y en todo caso así eran las normas de nuestra pequeña comunidad. Si Josefina no era apropiada para un noviazgo formal, sólo cabía con ella un tipo de relación: la sexual. Lo sorprendente es que las muchachas como ella, en situaciones similares, aceptaban por completo estas premisas. No sé si con naturalidad, con resignación o con rabia, ya que por acuerdo tácito nunca se hablaba con ellas de ese asunto. En un pueblo es imposible ocultar nada y estas relaciones pronto eran del dominio público. Pero nadie censuraba nada con tal de que la muchacha no fuese exhibida en público, es decir, que la pareja no fuera vista en el casino, en el parque, en la iglesia o en alguno de los lugares que frecuentaba la gente respetable. ¿Qué había que hacer entonces? Llevar a la chica a los pueblos vecinos: a los salones de baile y las alamedas solitarias, al comienzo; a los albergues de carretera, después. En cuanto a mí —en teoría más culto, con ideas más liberales—, aquella doble moral me parecía repugnante, pero la respetaba. En parte porque tenía que cuidar de mi posición, en parte porque mis intenciones con Josefina no iban más allá de acostarme con ella.

      En el aspecto intelectual, Josefina dejaba bastante que desear, pero como solían decir mis compañeros: “No la quieres para que te de una conferencia”. De todas formas, mi primer romance adulto —aquél lo era, mis experiencias sexuales previas habían sido furtivas o mercenarias— no podía vivirlo con el sexo como único objetivo.


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